No me acuerdo el nombre de su equipo ni tampoco cuánto nos ganaron. Creo que fue seis a tres o siete a cuatro. Tampoco recuerdo si ella era la mejor jugadora. Me parece que no, pero sí la que llamó mi atención en el primer minuto en que la vi, antes de que sonara el silbato. En una ronda, junto a sus amigas, le cantaban el feliz cumpleaños a una. Eran como diez y habían decidido festejar jugando a la pelota. Nosotras éramos siete… con suerte. Una jugadora de otro equipo nos hizo la gauchada y jugó para nuestro equipo.

Empezó como suplente. Se la veía relajada. No daba indicaciones, solo se reía con sus amigas. Yo la miraba desde adentro, esperando su ingreso y esperando aún más saber en qué posición iba a jugar.

Entró con su metro cincuenta y sus 48kg. Yo jugaba como cinco y ella, arriba a la izquierda. En la primera jugada en la que nos cruzamos, llegué tarde. Imposible pararla. En el momento que quise seguirla, la perdí y no tuve más remedio que tratar de sacarle la pelota con una barrida desde atrás. No lo logré. Ella cayó al suelo y yo, quien casi nunca cruza más que un “perdón” después de una falta, le pedí varias veces que me perdonara: “Llegué tarde, no lo hice a propósito”. Ella seguía tirada en el suelo, pero no mostraba dolor alguno. ¡Más vale que no! Me miró, sonrió y me dijo: “No me hiciste nada”. Le devolví la mueca y por dentro entendí que no le había hecho nada. Con suerte la había derribado, algo que muy pocas consiguen, pero para ella esa patada no le significaba nada.

En el segundo tiempo, a falta de pocos minutos y perdiendo por un par de goles, su equipo tuvo una chance en sus pies. Córner. La recibió afuera del área y la pelota pegó en el travesaño…

Ellas gritaron gol, el árbitro no lo dio. La jugada fue muy fina, pero yo que estaba parada cuidando el primer palo vi lo que pasó. La pelota entró. Mientras el otro equipo le discutía al árbitro, mis compañeras se hacían las boludas. Yo lo miré al juez y le dije: “Fue gol, entró”. Todas me miraron y les dije que daba igual perder cinco a tres que seis a tres. Esa fue mi respuesta, pero en realidad no me da lo mismo perder seis a tres que cinco a tres. Eso lo sé yo y lo saben todos los que me conocen. La cuestión es la siguiente: ¡mirá si le voy a robar un golazo a la MEDALLA DE ORO!