(Como prólogo de la siguiente anécdota, recomendamos leer este breve escrito -extraído de su autobiografía- en el que Andre Agassi reconoce que siempre odió el tenis. Vale la pena para entender un poco mejor de qué va la cosa).
Un mes después me encuentro en Stuttgart, donde da comienzo la temporada en pista cubierta. Si tuviera que enumerar todos los lugares del mundo en los que no quiero estar, todos los continentes y países, las ciudades, los pueblos y las aldeas, Stuttgart ocuparía el primer puesto de mi lista. Creo que, aunque llegara a vivir mil años, nada bueno me ocurrirá en Stuttgart. No es que tenga nada contra esa ciudad. Es sólo que no me apetece estar aquí en este momento, jugando al tenis.
Y sin embargo aquí estoy, y es un partido importante. Si lo gano, consolidaré mi primera plaza en el ránking, algo que Brad, mi entrenador, desea con locura. Me enfrento a MaliVai Washington, al que conozco bien. He jugado con él muchas veces desde que éramos alevines. Es un buen atleta, cubre la pista como una lona, siempre me obliga a ganarle. Tiene las piernas de bronce macizo, así que por ese flanco no puedo atacarlo. No puedo cansarlo como a cualquier otro contrincante. Tengo que pensar más que él. Y eso es lo que hago. Le llevo un set de ventaja, y sigo progresando cuando, de pronto, noto como si acabara de pisar una ratonera.
Bajo la mirada. Se me acaba de romper una zapatilla. La suela se ha salido por completo.
No me he traído zapatillas de recambio.
Detengo el partido. Hablo con los jueces y les explico que necesito unas zapatillas nuevas.
Se emite un anuncio por megafonía en alemán y en un tono imperioso. ¿Alguien puede dejarle una zapatilla al señor Agassi? ¿De talle 44?
Tiene que ser Nike, añado; por el contrato.
Un hombre de las gradas superiores levanta una zapatilla y la agita varias veces. Le alegraría mucho, dice, poder prestarme su schuh. Brad sube y se la recoge. Aunque el hombre calza un 43, me encajo la zapatilla como una Cenicienta medio tonta y sigo jugando.
¿Es esto mi vida?
Esto no puede ser mi vida.
Estoy jugando un partido para ser el número uno en el ranking mundial y llevo la zapatilla que un desconocido me ha prestado en Stuttgart. Pienso en mi padre, que usaba pelotas de tenis viejas para reforzarnos el calzado cuando éramos niños. Esto me parece más raro, más ridículo. Me siento emocionalmente exhausto, y me pregunto por qué, sencillamente, no paro. Por qué no me voy de allí. Por qué no abandono. ¿Qué me impulsa a seguir? ¿Cómo consigo decidir qué tiro devuelvo, cómo hago para mantener el servicio, para romperle el saque?
Mentalmente me ausento de la pista. Me voy a las montañas. Alquilo una cabaña de esquí, me preparo una tortilla, pongo los pies encima de la mesa, aspiro hondo y me impregno del olor a nieve y a bosque.
Me digo a mí mismo: si gano este partido, me retiro. Y si lo pierdo, me retiro.
Pierdo.
Y no me retiro.
*Extracto del libro Open: Memorias. Editorial Duomo, Barcelona, 2014.