Casi todos los grandes jugadores argentinos —ídolos, además— son y han sido delanteros. Y más precisamente, números diez de la antigua denominación, como diría un cronista minucioso. La habilidad, el talento y esa condición indefinible de permeabilidad a la idolatría han sido casi siempre patrimonio de los futbolistas circulantes (al menos en origen) por un preciso sector de la verde gramilla, el que transitaron Diego, Pelé, Eusebio, Platini, Alonso, Bochini, Rivaldo y siguen las glorias.
Esa zona privilegiada —tres cuartos de cancha sobre la izquierda del ataque: hoy también Riquelme y Zidane andan por ahí— es el territorio donde se han movido, históricamente, creadores, lanzadores, frotadores de lámpara, genios, enganches, generadores de fútbol en todas las dimensiones: jugadores diferentes, corno suele decirse ahora; que siempre lo han sido, pero que hoy lo son más.
Y hay un aspecto clave en esa diferencia que es, en nuestro caso, la zurdera. No todos éstos, los grandes, han sido zurdos. En realidad, esa condición no es necesaria ni suficiente. Más aún: no existen datos o evidencia plena para sostener el silogismo, ya que no todos los zurdos son diferentes en términos de calidad, ni todos los diferentes son zurdos. Sin embargo, la estadística y la memoria colectiva guiñan un ojo —el izquierdo—a la hora de aplaudir el talento creador, la gloria del juego.
Partamos del hecho de que el zurdo es un invento cultural. La naturaleza es indiferente, pero la cultura en su significado más amplio y abarcador es diestra, de derecha, digamos. Denso tabú, lo zurdo fue habitual y etimológicamente “siniestro” durante siglos: la diferencia numérica hizo sospechosa a la minoría. Con el tiempo, el prejuicio se enmascaró cristalizado en convención, imposición arbitraria de uso y costumbre, y el peso de la regla se circunscribió a zonas precisas, significativas: escribir y comer. La cuchara y el lápiz —utensilios emblemáticos de la educación familiar y la socialización elemental— sólo podían ser manipulados con la derecha.
Los zurdos de antaño asumían desde chicos su diferencia casi como un defecto y sentían la consecuente presión del medio para corregirlo. La zurdera era una dificultad extra. Y sufrían esa contrariedad. Precisamente, la expresión “zurdo contrariado”es tan gráfica como rica en significados de tensión y energía contenidas.
Sin embargo, esa represión externa de los impulsos naturales desaparecía en los espacios propios, abiertos y no legislados por la cultura de los mayores: el lugar del juego. Y ahí el zurdo disponía de una libertad de expresión y expansión que le negaban en el aula y en la mesa. El chico escribía y comía con la derecha, pero en el potrero pateaba de zurda. Sólo -y orgullosamente- de zurda. Era el momento en que podía ser más libre en tanto espontáneo, donde se potenciaba -con el signo invertido- su diferencia: podía hacer lo que los otros no. En la escuela andaba a contramano, pero en el potrero los agarraba a todos a contrapié.
En términos descriptivos, de aptitud futbolera, no hay derechos (diestros) cerrados pero sí suele decirse, cada vez menos, de cierto wing o marcador -posiciones en donde más se nota- que es zurdo cerrado. Es decir: hombre de una sola pierna apta, la izquierda, mientras que la otra es “la de palo” y sólo le sirve para caminar.
Este tipo de jugador puede ser torpe, pero suele ser también terriblemente habilidoso. Y por las mismas razones: el zurdo “estructural” (no sólo natural) ya descripto, que encuentra su ámbito privilegiado en el potrero, tiene la orgullosa manía de utilizar sólo las habilidades de su restringida diferencia para resolver los problemas del juego. El resultado es singular: como un manco, como un pintor sin manos de Unicef, como un tuerto, al decidir disponer de una sola pierna, descarga sobre ella tareas múltiples, la obliga a hiperdesarrollarse en aptitudes que, repartidas o compartidas, lo convertirían acaso en un jugador más completo, pero no “diferente”.
El ejemplo mayor es la gambeta. El zurdo cerrado habilidoso es buen gambetedor. Y no gambetearía más si fuera ambidiestro sino que ha desarrollado esa aptitud precisamente por la necesidad de resolver problemas de espacios y perfil provocados por sus carencias…
Probablemente, la apoteosis de semejante desmesura sea la rabona. Sólo un zurdo excepcional en el manejo, como Diego o el imprevisible Bichi Borghi, ha podido convertir en recurso habitual una destreza casi de circo: la rabona fuerza el perfil en una sustitución lujosa y desafiante para hacer mejor lo mismo con medios imprevistos. Una definición de lo que hace a la belleza del fútbol.
Hay un tipo de jugador que suele (solía) aparecer muy joven y con la marca del potrero: hábil, liviano por régimen de vida y no de comidas, querendón con la pelota, gambeteador en zigzag, a menudo impreciso en la pegada, pero buen habilitador en la corta: el zurdito. Así, en diminutivo. Y los zurditos en general y en todos los sentidos -tal la categoría entre peyorativa y esperanzada: casi política, en general- son hoy una especie en peligro de extinción.
Hay explicaciones. Es difícil que con el auge de las escuelas de fútbol y las inferiores bajo control -sustitución del semillero espontáneo por el almácigo con riego, guías y fertilizantes- crezcan y se desarrollen zurditos gambeteadores, proyectos de otra cosa. Sí es posible formar chicos fuertes, que le peguen con las dos y tengan tempranas nociones de juego colectivo y y responsabilidades compartidas: se pueden construir, con material noble, muy buenos volantes o delanteros; no se puede sin embargo, y por definición, prever lo diferente.
En un tiempo que se jacta de las previsiones, el control programado y la muerte de las utopías y de la izquierda en general, vale la pena apostar unos boletos a la posibilidad de ver una rabona, algo diferente.
Texto extraído del libro Wing de metegol – Libros del rescoldo – 2004.