Primero pensemos en la frustración: después de haber llevado al Everton a un éxito moderado durante más de una década, le ofrecieron una entrada al circo más grande que tiene el fútbol mundial. Lo depositaron en el banco del Manchester United, para reemplazar a un legendario ireemplazable como Alex Ferguson. La lógica indicaba un período largo, paciencia, proyecto, plazos extendidos para el recién llegado.
Pero no.
En lugar del sueño, el escocés se encontró con un infierno de puteadas permanentes. Agazapado entre los suplentes, tuvo que aguantar las embestidas de una hinchada que fue cualquier cosa menos generosa. Es cierto: tenía un plantel bastante rico y había gastado sus buenos dólares en refuerzos. Eso tampoco le jugó demasiado a favor. Algunos de los muchachos que vistió de rojo -como Fellaini- jamás rindieron como se esperaba.
Pero el tipo escarmentó. Se bancó con su estampa de duque tanto la ira de los fanáticos como el despido de la dirigencia antes incluso de terminar su primera, triste, única temporada en el cargo.
Una vez caída su esperanza de trascender, Moyes habrá pensado con bronca en que dejó el Everton, ese lugar que era su casa, donde tanto lo mimaron y lo quisieron, para lanzarse a una aventura fallida.
Así las cosas, el DT se hundió por debajo del radar. Se despidió, agradeció -a todos menos a los jugadores-, se alejó silbando bajito y decidió no hablar más. Se metió en los bares y se dedicó a tomar cerveza.
Aunque, claro, en los bares ingleses también hay hinchas del United. Y Moyes, sentado en su butaca, cerveza en mano, en algún lugar del noroeste inglés, en Lancashire, también recibió los insultos que venía aguantando hacía más de un año.
Esta vez, sin el intermedio de un marco institucional, cansado pero cansado en serio, un poco encendido por la bebida, quizá, Moyes repasó en un segundo todo lo que había perdido e hizo lo que hubiera hecho cualquier colorado calentón: agarró a trompadas al agresor verbal.
La policía fue al “Emporium wine bar” (¿sería cerveza, entonces, lo que bebía Moyes?) tras la denuncia del muchacho de 23 años, que declaró que un hombre le propinó un golpe “en la parte de atrás de la cabeza” que le hizo caer al suelo y herirse en el hombro.
El dato del golpe por la espalda es clave para explicar la calentura tremenda de Moyes. Hace pensar en un hombre que se paró de la barra cuando el otro ya había terminado de cargarlo.
Citamos a la agencia AP:
“La policía, que no identificó a Moyes por su nombre, apuntó que está investigando el asunto porque hay varias versiones de lo ocurrido y aclaró que nadie fue arrestado en el lugar de los hechos.
Un portavoz del “Emporium”, localizado en el centro de la localidad de Clitheroe, declaró que el incidente ocurrió “fuera del establecimiento” y que “no afectó a su personal ni a sus clientes”.
Por supuesto, son una manga de blandos. Lo que deberían haber dicho es algo así como: “Está bien, ¿qué querés? Después de todo lo que le pasó al pobre tipo, que vino a chupar tranquilo, tiene bancarse a un gil que lo sigue castigando pese a que se fue del club. La verdad, el pibe le tenía los huevos al plato”.
Nosotros lo entedemos bastante. No es que compartamos su actitud, pero podemos comprenderla. Tanto la prensa como los hinchas se cansaron de personalizar el fracaso en la figura de un técnico. Justo en el club que se ufanaba de bancar el planeamiento y de organizar una institución trascendente más allá de cualquier persona.
Sin embargo no dudaron en agarrar a Moyes como chivoexpiatorio. De responsabilizarlo por una mala temporada y de señalarlo a la hora de asumir responsabilidades. Porque siempre es más fácil echarle la culpa al otro.
Ya en el piso, el pateado se vengó con un escape algo desubicado. Con una piña en un bar. A un pibe. Para dejar claro que la diplomacia no siempre logra sublimar la angustia.