El hermoso mundo mediático instaló antes del último fin de semana que los árbitros de la segunda división de Italia comenzarían a contar con una tarjeta verde. Es decir: además de amonestar y expulsar, iban a poder completar el semáforo con un color que no sería para castigar, sino para premiar el buen comportamiento deportivo. Se suponía, además, que el jugador con mayor cantidad de tarjetas verdes al final de la temporada recibiría “un premio”. La desmentida por parte del presidente de la Serie B no tuvo la misma repercusión que el rumor de arranque.
Así que no habrá tarjeta verde. Sin embargo, en la redacción de Un Caño creemos que habría sido una idea magnífica, con un universo antiestético de posibilidades en un mundo de códigos particulares como el fútbol. Eso sí, pensamos seriamente que para poner la regla en práctica es necesario dejar bien claras dos pautas fundamentales:
1) Definir claramente qué se considera buen comportamiento deportivo.
2) (Y quizá la más importante) Dejar bien claro antes del comienzo del torneo cuál será el beneficio para el jugador o equipo que reciba la tarjeta verde.
Con la primera cuestión pudimos ponernos de acuerdo rápidamente: debe tratarse de algo que no ocurra naturalmente hoy en día. Es decir, nada de premiar al que tira la pelota afuera porque hay un rival lesionado. No. Eso es parte del acervo cultural futbolero actual. Pero confesar una simulación, por ejemplo, aclarando que el penal cobrado por el réferi en realidad no fue nada, merecería claramente una tarjeta verde. O bien aceptar que uno cometió una falta que el árbitro no pitó en primera instancia. El acto altruista supremo en este sentido es haber marcado un gol con una infracción -digamos, una mano- que ni el juez ni el línea vieron, y confesar la trampa para que el tanto se anule.
Algo más terrenal podría ser un futbolista que le aclara al árbitro que él fue el último en tocar la pelota antes de que se fuera del campo, con lo cual en realidad no es saque de arco sino córner. O -más humilde todavía como contribución- el lateral corresponde al equipo rival. En definitiva: cualquier cosa que escape a la norma.
La segunda parte, cuál debe ser el premio, ya no la tuvimos tan clara. Sí creemos firmemente que, tal como había sido planteada, con un reconocimiento individual para un jugador que acumule una buena cantidad de tarjetas, la regla carecía de futuro. ¿Qué quiere decir, exactamente, un “premio”? ¿Qué le iban a dar, un trofeo Fair Play? ¿Un Fiat 500? No. Eso no sirve.
También se barajó la idea de que el muchacho que más tarjetas verdes reciba sería muy querido por la hinchada… rival. Pero probablemente tendría algunos problemas con la grada propia, que lo trataría poco menos de que de hijo de puta vendepatria, y con los propios compañeros.
Imaginemos un escenario cualquiera: Albertengo, por ejemplo, se tira en el área y el árbitro da penal para Independiente. Pero él se para y dice que no, che, que se tiró. ¿Cómo reaccionaría la tribuna del Rojo? ¿Y, no sé, digamos… Méndez, no lo cagaría a trompadas? ¿Y Pellegrino? ¿Y Moyano?
Dedujimos que el premio a la deportividad tenía más posibilidades de ser exitoso si era grupal.
La alternativa más bella que se nos ocurrió es que se sumen las tarjetas verdes de todos los jugadores de un equipo. Cuando el conjunto en cuestión llega a diez tarjetas, por acumulación de buenas acciones, acumula un punto extra en la tabla. Ahí te quiero ver. Un ejército de muchachos multiplicando deportividad en busca de un puntito inteligente.
Claro que después de pensarlo un rato empezamos a pergeñar algunos escenarios posibles. Supongamos que mi equipo tiene 9 tarjetas verdes y necesita un punto para salvarse del descenso, pero en el último partido de la temporada pierde 3-0 y faltan dos minutos para el final. Yo hago un gol de cabeza, pero voy y le digo al árbitro que en realidad no fue de cabeza, que él no lo vio pero metí la mano. Felicidades, amigo. Gracias por el Fair Play. Tarjeta verde, 0-3 en lugar de 1-3 y un punto que nos salva de la B. Viva.
Está bien, lógicamente se trata de un caso extremo, pero ya nos imaginamos una parva de ventajeros tratando de otorgar laterales inocuos al contrario, convenciendo al juez de que fueron los últimos en tocar la pelota antes de que saliera ahí, cerca de la mitad de cancha, buscando desesperadamente una tarjeta de mérito.
Lo mismo ocurriría con cualquier reconocimiento colectivo por acumulación: no importa si es la clasificación a la Sudamericana o a la Libertadores, la localía asegurada en la Copa Argentina o cualquier batata que pueda ser considerada ligeramente ventajosa para el que la obtenga: el espíritu de la tarjeta sería violado por alguno que buscaría llegar al premio en lugar de obrar con sinceridad.
La alternativa más bella que se nos ocurrió es que se sumen las tarjetas verdes de todos los jugadores de un equipo. Cuando el conjunto en cuestión llega a diez tarjetas, por acumulación de buenas acciones, acumula un punto extra en la tabla. Ahí te quiero ver. Un ejército de muchachos multiplicando deportividad en busca de un puntito inteligente.
Meditamos entonces un segundo escenario: ¿qué tal si el cada equis cantidad de tarjetas verdes (digamos: dos, tres), el jugador en cuestión perdiera una tarjeta amarilla? No hablamos de un partido en particular, sino del devenir de un torneo. Ejemplo: un futbolista tiene cuatro amonestaciones en el campeonato. Si recibe una quinta, tendrá una fecha de suspensión. Pero como llega a dos tarjetas verdes, “pierde” una amarilla. Ahora puede ser amonestado dos veces antes de que lo suspendan.
Ojo, no está mal. Dentro de la redacción obtuvimos una aprobación casi unánime a esta propuesta –y eso ya es casi un milagro-. El que se opuso, sostuvo que es premiar a los que se portaron mal, porque después se portaron bien: como bajarle la pena a los presos por buen comportamiento. Algo de razón debe tener, porque un jugador que no fue nunca amonestado no tendría ninguna motivación para tener gestos de deportividad. ¿Para qué le serviría tener -1 amarillas?
La cuestión parece demasiado compleja para que podamos resolverla en la mesa de nuestro bar. Aceptamos propuestas de nuestros lectores para seguir debatiendo. Por ahí podemos hacerla llegar a la Serie B. Y de última regalamos un Fiat 500.