El ferretero elogia mi puntualidad.

Es puntual como los alemanes -dice.

O como los ingleses.

El ferretero tiene apellido italiano. Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada. Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene treinta y dos años de servicio, que ha presidido dos clubes, que tiene un anillo salomónico. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.

El ferretero busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.

Yo busco una sucesión, el nombre para llenar un vacío en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.

Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces. Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su octogenaria cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.

–Esos papeles –dice–.

Lo miro.

–Esa señora, Don Julio.

Se para y da una vuelta alrededor de la mesa.

Es una opción. Una salida. Algunos piensan en su eternidad y se pudren en el poder. Ésa resulta siempre su perdición. Pero yo sé leer el contexto y hay que ser necio para no darse cuenta. Entienda de lo que le hablo: Havelange, Samaranch, el propio Blatter…Caídos en desgracia cuando se creían invencibles. Conmigo no va a pasar, no va a pasar, no va a pasar…

La voz del ferretero se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémora encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.

–Lo mío es distinto –dice–. Me la tienen jurada. Creen que yo tengo la culpa. Pero algún día se va a escribir la historia. Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?

Miró la calle. “Coca”, dice el letrero, plata sobre rojo. “Cola”, dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. “Beba”.

–Beba –dice el ferretero–.

Bebo.

–El mundo no soporta el estatismo, y la era de los hombres se está empezando a cerrar. Fíjese lo que pasa en Latinoamérica: Bachelet llegó al poder en Chile, Cristina preside la Argentina y Rousseff toma el mando en Brasil. Yo necesito ese recambio para subsistir. Me enferma dejar el poder, no quiero hacerlo, pero debo blanquear mi nombre y lo voy a lograr con una visión renovada.

–Los dos lo sabemos, ahora dígame el nombre, vamos.

–No hay otra forma de encarar la sucesión. Necesito alguien que comparta mi visión ideológica, alguien con carisma y oratoria. Alguien que imparta su justicia personal, con mano dura. Alguien que sepa, como yo, cuánto vale y cuánto cuesta esa permanencia en el foco de atención. Pero sobre todo, una mujer. Una señora. ¡La señora, carajo, mierda!

–Es cierto entonces. Usted está hablando…

–Sí. De Chiquita.

–¿De Mirtha Legrand?

–Sí.

–¿Presidenta de la AFA?

–Sí.

–¿Cuántas personas saben?

–Dos.

–¿Su hijo lo sabe?

Se ríe.

–Cree que sabe.

–¿Cuándo va a pasar esto? ¿No va por la reelección?

No contesta.

–¿Cuándo, Don Julio, cuándo?

–Me va a salvar –dice simplemente–. Esa señora me va a salvar.