Franck es Ribéry. Un futbolista excepcional nacido en Francia, figura en un coloso europeo como Bayern Múnich, que atraviesa en el más alto nivel los últimos años de su exitosa carrera profesional. Hace cinco años, elegido el mejor jugador de Europa. Hace 32 años, determinado por un accidente automovilístico del que acaba de hablar públicamente.
Frank, así sin “c”, es una película irlandesa de 2014. Una recomendable comedia negra, algo hipster, que parte de la historia real de Frank Sidebottom -el personaje que encarnaba el músico Chris Sievey a fines de los 80 cada vez que se ponía una cabeza gigante de papel maché- para montar un viaje introspectivo, humorístico, absurdo y sensible, hacia la mente creativa de un tipo raro. Un tipo que no puede vivir en sociedad sin ponerse una máscara.
Cuando tenía dos años, y todavía no había entendido del todo que sus padres lo habían abandonado al nacer en la puerta de un convento, Ribery supo que gusto tenía el vidrio. Supo cual era el sabor de su propia sangre. De pronto, le salió sobre su cabeza una máscara propia. Una de ciento y pico de puntos, músculos cortados y cicatrices hipertróficas.
“Eso fue lo que me dio este carácter y esta fuerza. Porque cuando sos chico y tenés una cicatriz como esta no es fácil. Las forma en la que las personas te ven, las críticas. Mi familia sufrió con esto”, reveló en una entrevista con la TV francesa. “La gente dice: ‘mira lo que tiene ese en la cara, mira su cabeza, qué es esa cicatriz, es feo’. A dónde sea que iba, la gente siempre me miraba. Y no porque era buena persona, no porque mi nombre es Franck, no porque era bueno para jugar fútbol, sino por la cicatriz”, agregó. Ribery relata su relato. Uno de superación, de fortaleza ante la adversidad, de formación de temple.
A Frank, el de la película, no le creció una máscara en la cabeza. Se la fabricó con sus propias manos. Sin ella, no era. No podía expresarse. Ni cantar, ni crear, ni siquiera salir a la calle. El film enmarca ese viaje deconstructivo del protagonista hacía y desde su refugio con forma de altergo. Una introspección que invita a la del espectador y su propia máscara de engrudo.
Ribéry caminó ese camino hace mucho tiempo. Era un pibe revoltoso en las calles de Boulogne Sur Mer, esa playa del norte francés tan cercana en todas nuestras escuelas primarias y sanmartinianas. Franck sabía lo que pensaban cuando lo veían. Escuchaba lo que decían sus compañeros, y sus padres, sobre el “Quasimodo” del convento. El ponía la cara, no la ocultaba. La máscara de cicatrices lo formó y, sobre todo, lo liberó. Lo inmunizó. Indiferente al que dirán, a las habladurías del mundo, logró algo que muchos jamás consiguen: ser el mismo.
Franck y Frank aprendieron a ser más allá de sus rostros. A hablar con sus cuerpos. El de la película con la música. Ribery con el fútbol. Ese es su lenguaje. Ahí donde la mirada se clava en la pelota y no en los rostros, donde la belleza tiene forma de gambeta, de gol. Ahí liberó su genialidad, su habilidad, su unicidad. Eso que emparenta a genios y a locos. Como si hubiera diferencias.