Nadie puede poner en duda que Ángel Cappa es un hombre de convicciones férreas. Digamos que, para hacer las cosas sencillas, apostó a un estilo de juego que muchos tildaban de caduco o ineficaz para llevar a un equipo, en principio, sin aspiraciones, hasta un lugar cercano al privilegio.

Él construyó en contra del cotilleo conservador, convencido de que una idea estética también puede ser funcional. Y probablemente se haya reído un largo rato de los resultadistas hoscos cuando su Huracán grácil y vistoso quedó a un escalón de la gloria.

Pero Cappa es un fanático; una versión más de esa cadena de personajes irremediablemente encorsetados en su ideología. Quizá por eso, cuando notó que estaba a un resultado de la gloria (empatar), todo empezó a tener un efecto contradictorio.

“Resultados y gloria”. ¿Por qué de la mano? ¿Por qué en contra de lo que siempre pensó?. Algo no cerraba. Su tradición le planteaba una dicotomía: si obtenía el título, el país hablaría del “buen fútbol… pragmático”. Sería, quizás, un beneficio personal, pero de alguna manera una derrota de la idea madre.

Fue entonces que el DT no pudo con su genio, ni quiso traicionarse. Entendió que la mayor gloria que podía regalarle a Huracán sería que este club de jóvenes desfachatados fuese recordado por su buen juego, más allá del título.

El mensaje debía ser claro para la espantosa secta de seguidores del éxito. Ya había logrado que reconocieran las virtudes de su equipo. Ahora tendría que lograr una apuesta mayor: que admitieran que el campeón no habia sido el mejor equipo del torneo. Necesitaba un detalle: sus dirigidos debían perder.

Sinceramente, debo declarar que no poseo evidencias. Sin embargo, seré generoso y les brindaré una crónica de cómo se dieron las cosas: Cappa supo que debía hablar con Brazenas para llegar a un acuerdo con él. Ducho en las artes del discurso, no tardó en convencer al árbitro sobre la justicia de su pedido: si Huracán jugaba mal, el juez debía impedir su consagración incluso si eso significaba doblar el reglamento. El resto es historia.

Está claro que, en la cancha, este árbitro tan castigado por todos no cometió errores: no hizo más que llevar adelante un pacto de caballeros. Le anuló un gol de cabeza a Huracán (¿cómo el equipo del toque y toque iba a salir campeón con un gol de cabeza?) y acomodó la historia con un fallo tan burdo que terminaría resultando imposible cederle legitimidad absoluta al campeonato de Vélez.

Huracán había logrado trascender mucho antes de aquel duelo final, y el DT lo sabía. No precisaba dar otro paso adelante. Lo cedió. Y desde la lectura posterior, construyó su discurso para que los legos pudiéramos entender su lección moral: “Vélez será recordado por los fallos arbitrales”, aseguró una y otra vez.

Era la excusa perfecta: un equipo que es campeón pero será olvidado, que vendrá a la memoria como un conjunto que sacó beneficio de la trampa. Huracán, entonces, ¿por qué será recordado? Por jugar bien. Sencillamente. No existe otro motivo.

Será para siempre un equipo-símbolo de lo lúdico, del toque. Será Holanda del 74. Será el que no pudo ser. No fue campeón, pero fue algo. Y Cappa demostró su punto. El DT fue consecuente hasta el final: la gloria no es ganar un título, dar la vuelta olímpica, conseguir un resultado. La gloria no es una consagración personal: es mucho más. Él lo sabía. Y eligió sacrificar un título, un resultado, apenas, para demostrarlo.

* Publicado en la edición 17 de Revista Un Caño, de septiembre de septiembre de 2009.