Impresionado hasta el pasmo por la épica del fútbol milonguero, cuyos héroes prodigaban proezas tanto en el área chica como en el cabaret, el joven Alfio Basile desarrolló en paralelo, y con idéntico imperio, dos vocaciones perfectamente compatibles a no ser por la brevedad de los días: la pelota, exigente recreo diurno, y el tango, noble religión de artistas noctámbulos.
Una vez afirmado en Racing, en los dorados años 60, el Coco optó, con buen tino, por el fútbol. Aunque su gusto por la milonga sobrevivió más activamente que lo que registran las crónicas; y de su afán por participar en la caldeada escena tanguera de aquellos años proviene, aunque pocos lo sepan, su inefable vozarrón. No fue el faso, no; ni el ejercicio reiterado del grito de mando en los confines de la defensa. Fue su indeclinable voluntad de cantar.
En 1965, el gran Atilio Stampone fundó el célebre Caño 14, boliche que, con Aníbal Troilo como tutor y faro, convocó a los máximos talentos del género, a glorias en ciernes y a un público ávido de noches dionisíacas. Entre aquellos seguidores estaba Basile, ya un reconocido futbolista, pero poco dado a la exposición y las ostentaciones. Su timidez lo obligaba a recluirse en las mesas del fondo y a interponer unas espesas gafas de sol entre sus ojos extasiados y el mundo.
El Negro Atilio Corvalán, hoy un eminente inversor inmobiliario en Bahía Blanca, era una de las voces promisorias a las que el generoso Pichuco había dado lugar entre los ilustres invitados (para más detalles consultar Caño 14, mito y realidad, de Oscar del Priore). Amigo del Coco desde los potreros de la infancia, Corvalán, acaso envalentonado por su sorpresiva notoriedad -que lamentablemente duraría poco a causa de un deslizamiento en la cabeza del fémur que lo condenó a cantar sentado- alentó a su viejo compinche para que se presentara a una audición de prueba con la orquesta de Troilo.
Corvalán sabía de la melodiosa garganta de Basile, pero también conocía el complejo de su amigo, el talón de Aquiles de su frustrado proyecto artístico y origen secreto de su carácter corto y silencioso: el registro agudísimo por el que sus compañeros del colegio lo habían bautizado Pajarito.
Ser o no ser, la cancha de Racing a pleno o el aplauso consagratorio de Caño 14, el atleta o el bohemio. Coco no durmió durante varios días, se entrenó con desgano y jugó como un principiante. Incluso Diego Lucero le dedicó un extenso artículo en Clarín (“¿Qué le pasa a Basile?”) que por supuesto, ni siquiera atisbaba las verdaderas razones de aquella crisis.
La duda que lo consumía, como no podía ser de otro modo en un personaje que se fía de los amuletos, tuvo un desenlace esotérico: la bruja recomendada por su compañero Juan Carlos Rulli (así había logrado recuperar a una amante en fuga y derrotar su proverbial constipación) podía facilitarle, creyó Coco, la receta que les diera a sus afinadas cuerdas vocales la reciedumbre que les faltaba.
La pócima contemplaba una variedad de raíces silvestres, espinas de pejerrey molidas y un terrón de color ámbar cuyo origen la señora guardó en secreto y que debía disolverse en el líquido pocos segundos antes de su aplicación. La ansiedad llevó a Coco a acabar con la botella que le vendió la curandera en dos noches y, en aras de reforzar el efecto, enfrentó la intemperie del crudo invierno en camiseta musculosa y a grito pelado como un botellero psicótico.
Primero enmudeció. Sus palabras eran mera exhalación y, por mucho que se esforzara, no lograba articular sonido. Pasado el pánico y luego de las consultas médicas sin resultados, el Coco despertó un mediodía hablando así, como un orangután disfónico, recitando esa letanía cavernosa que en el fútbol supo ser la melodía del éxito.
No podría decirse que le disgustó. Que la gente se alejara temerosa al escucharlo le pareció un buen indicio de que estaba listo para cantar las cuitas del malevaje. Y aunque a su amigo Corvalán ya no se lo veía tan convencido, concurrió a la prueba con el Gordo Troilo. “Tenés condiciones, pibe, pero volvé cuando se te pase el catarro”, sentenció el maestro.
Desde ese día, para mitigar la soledad del hombre herido, Alfio Basile empezó a fumar.