Hay que escribir en unas horas la historia de un instante olvidado. Es la historia del momento en que en Diego Maradona -ese vacío que aún no era él- la biología suelda sus mitades e irrumpe el latido de algo informe y creciente, un nuevo Big-Bang de carne humana desprendiéndose de carnes preexistentes. Si ésa es la historia de la unidad -no de lo único; sí de lo unido- no se entiende, entonces, por qué se le llama individuo al resultado: el fetito querendón que late en las entrañas, que bulle en la cámara de magma de la hembra queriendo salir, desde un principio.
Las cosas de la lengua, engañosas, simplifican el problema de las cosas en sí mismas llamándolas, para confundir al público, con el nombre de aquello que alude a su contrario. A lo que nace dividido, por ejemplo, se le dice que es indivisible (se lo engaña, como si al dos se le dijese que es un uno). El instante es aquél en el que se desprende el torrente de leche de Diego padre y prende en Dalma Franco, la madre del prodigio. ¿Querían tener un hijo o, apenas, la experiencia pasajera de una cópula olvidable en posición de misioneros, para seguir luego en las labores forzadas de su clase? Cualquier orientación, la una o la otra, los hubiera arrastrado al universo de la serie.
Se tiene un hijo -y se ingresa o reingresa, si ya se tiene otro, a la serie de los padres- y se echa un polvo, perdiendo lo que se recupera de inmediato: los flujos derramados, el deseo que los carga en los tanques pequeños de la libido para darles salida nuevamente. “Hagamos un niño”, “cojamos un ratito”. En la demanda a coro se halla el principio de lo indeterminado y repetido que, antes del suceso, es siempre igual: ¿cuál hijo futuro?, ¿qué tipo de coito por venir?
Es un misterio lo que surge de los contratos de la carne, tanto de aquél que se considera productivo, como del otro, el del derrame, el consumo, el combustible, el líquido que se seca en los calzones y los apresta, como un sello de humedad de los amantes: la mancha blanca, aunque el blanco sea pureza y no mácula -para eso siempre ha estado el rojo de la sangre- en la historia de las artes. Pero si no hay información: hay filosofía, cabildeos de la idea y el idioma, historias que caben donde se va formando el agujero de la amnesia, que es ignorancia más remordimiento. Pero algún dato hay que tener, para empezar por algo y aferrarse a ello como las velas del barco se agarran de la verga larga, dura y gruesa. Separemos los que surgen aquí a simple vista (los momentos posteriores al instante que tratamos: el Maradona niño, genio, ángel caído), de aquellos a los cuales accedimos investigando los días en que El Más Grande era nadie.
En 1955, no podríamos fechar el día exacto -de todos modos, un año se convierte en una fecha precisa con el tiempo- Diego Maradona padre decide abandonar Esquina, provincia de Corrientes, y ofrecer sus servicios de ¿tornero? (han barrido el papel donde se había anotado el dato: lástima) en los jardines de cemento de la Buenos Aires fabril y, también, posperonista. Pero, ¿y si llegó antes del golpe de septiembre?, ¿y si decidió el viaje una vez que Perón se asiló en la cañonera paraguaya? Cambiemos de opinión: no hay grandes precisiones si se fecha a grosso modo un año como ése. Diego padre pudo haberse embarcado en el Paraíso Justicialista del derecho laboral, los planes quinquenales, el perfil de fábricas con sus chimeneas -las ilustradas- siempre humeantes y sus techos en forma de dientes de serrucho dado vuelta, como nunca hay que dejarlo en la caja de herramientas.
Otra posibilidad es que fuese gorila y soñara con los trajes blancos de la Armada y los anteojos negros de Isaac Rojas, el almirante de rostro similar al de la mosca ampliada en microscopio; y tuviera, además, delirios de oligarca, y del delirio surgiera un plan, llamado por sus amigos proletarios “El Plan de la Vergüenza”: engominarse y presentarse en un baile del Jockey Club de Buenos Aires como un magnate del tabaco correntino.
Pero no se sabe nada, salvo que en esa época el viaje de Esquina a Buenos Aires se hacía en ómnibus, por camino de tierra, hasta Rosario, y luego se completaba el recorrido de setecientos kilómetros en tren. Cada época con sus modas: los trenes, entonces, tenían nombre. Este se llamaba Estrella del Norte; el que iba a Mendoza se llamaba Libertador; a San Juan se llegaba en El Cuyano. Los bromistas hacían chistes. Este salió de los talleres ferroviarios expropiados a los ingleses, llenos de ingenio y horas libres -reconocidas por la Unión Ferroviaria como horas extras-, con sus operarios deambulando como perros tras la lluvia: “¡Vayamos a Tierra del Fuego en el ‘Loma del ojete’!”. Entretanto, los jajases del ocio hacen eco en los tinglados.
Esquina ha sido siempre la sombra envidiosa de Goya, la segunda ciudad de la provincia de Corrientes, considerada por los amantes de la pesca, el deporte del silencio, la Capital del surubí, el pez sin escamas. No es el único pez que abunda en los afluentes del Paraná; también están los bagres, peces obesos, incluso obsoletos dado los avances que se dieron en la historia de la forma, con sus bigotes de barrer a fondo los lechos de los ríos; y el pacú, que desdeñan las revistas especializadas. Pero es el surubí la única especie que llega a pesar ochenta kilos: son prácticamente vacas de agua dulce. Los pescadores que obtienen una pieza de ese porte deben tener brazos fuertes para alzarla y mostrarse triunfantes en las fotos, de lo contrario aparecerán derrotados a la vista de los otros, como si hubieran adquirido la pieza en el mercado de los peces sumergidos en un mar de hielo seco. Lo más interesante de Esquina es su paseo junto al río Corrientes, una senda de lapachos que al florecer dejan caer un manto rojo de pétalos que vuelan suavemente -nunca hay violencia en los pétalos; inspirados en ellos tal vez se haya inventado la cámara lenta- y se mezclan a veces con las flores del jacarandá conforme sople el viento de la costa. Caminando hacia el norte, Diego padre habrá pensado alguna tarde de esas en irse de Esquina para siempre, con lo puesto, y hacerse nuevo en la capital, convertirse en un hombre sin pasado (es fácil, basta con decir sistemáticamente: “no me acuerdo”, “no me acuerdo”), un nombre que a los demás no diga nada y suene como el cero, que pueda borrar el pasado y los años más sufridos y dejar en su lugar la nueva vida del anónimo.
Las posibilidades de tener cualquier otro hijo o repetir la cópula ordinaria, se cierran el 29 de enero de 1960, por la tarde, cuando Diego padre y Dalma Franco obtienen lo singular de lo infinito. Las cosas fueron dándose de a poco, lentamente, asociándose los movimientos de la casa que se cuece a la de los cuerpos enjugados en sudores dignos de hornos. Se acostumbra a llamar infierno al calor ligado a la pobreza; pero no es infierno, sino un paraíso caluroso el que aparece en los ranchos en verano, porque es el frío que baja o sube en oleadas de los polos lo que ellos consideran su infierno verdadero: el invierno. Sopla un aire, sin embargo, que seca los sudores, como muchas veces no lo hace la toalla de la casa. Hay sólo una, y seca los platos además de la piel de la familia, alrededor de diez metros cuadrados, contando a Diego, Dalma y los tres niños anteriores -se los oye litigar en la vereda-al que van a engendrar en esta tarde. Hay que imaginarse una escenografía que no desmienta el mito de pobreza, ni altere aquello que se espera de esa casa vista tantas veces en las fotos desde afuera. Una habitación, un baño, una cocina, piso de tierra endurecida con golpes de pisón y antes removida con zapines, comulgando brazos y herramientas como piezas de una misma máquina; chapas perforadas en el techo por donde entra un haz de luz intenso o agua en gotas, cuando llueve. Hasta ahí, vamos. Pero ¿cómo se inicia el encuentro?: ¿se rozan de casualidad dadas las pequeñas dimensiones de la casa y se miran con cariño?, ¿el hombre la arrima, simplemente, y la conecta de oficio, sin mirarla? ¿Y si resulta que son degenerados y están, desde hace horas, enroscados contra la puerta de calle, para que los niños no entren de golpe y vean lo que hace el papi con la mami? A todo esto, El Más Grande es una partícula perdida en el escroto, una célula más entre millones, sin conciencia de sí ni de los otros, buscando -nada más- una salida.
Enero de 1960. ¿Qué puede estar sonando en la radio? (a propósito: la cocina está conectada a una garrafa de diez kilos). Puede ser Antonio Tormo, Violeta Rivas, Julio Sosa y -acaso por error- Venecia sin ti, de Aznavour, en francés. Ninguno de ellos da del todo con las chapas perforadas y el mito de pobreza que es necesario mantener (hay que imaginarse el conjunto como si se tratara de una película). En Esquina es una tradición oír, y hasta cantar, los géneros del litoral. Debe sonar, entonces, una polca correntina, una chamarrita, o un chamamé en guaraní donde destaque el sapucai y el dominio de la verdulera en el primer plano de los cuatro canales con que grababan entonces las bandas de músicos aficionados. Esto último es lo que está sonando, de fondo, en el rancho de Fiorito. Suena como si fuese un loop, reproduciendo el sonido al infinito, como si la casa pobre hubiera encontrado en esos ritmos repetidos, monocordes, su ruido característico. Podría faltar la casa un día, pero estando el sonido, siempre estará presente su recuerdo (¿el recuerdo es eso?: ¿una música en lugar de un edificio?). Ahora sí: rancho, dos de la tarde del 29 de enero de 1960, cuarenta grados a la sombra (el rancho está al sol, y la sombra interna no quita el calor, lo aumenta), piso de tierra, perros echados por ahí, una bomba de agua manual en el medio del patio y, en la cocina, una olla de aluminio con polenta. Dalma Franco revuelve con cuchara de madera la harina de maíz que libera los calores del fondo; son pedos de polenta alzándose como maquetas de Vesubios enfadados. En la radio, de fondo, un chamamé con sapucais y verduleras, que habla de aquel que emigró y ahora extraña en la gran capital, mientras se solaza escuchando chamamés con sapucais y verduleras. El efecto de la canción es el del espejo, dentro del espejo, dentro del espejo, una fuga de imágenes dentro de sí mismas -como muñecas rusas introduciéndose en otras, pero donde esta vez las más grandes se introducen en las más chicas-, hacia un infinito que alcanzamos a ver sólo como idea. Diego padre, mientras la polenta salta en el tacho de aluminio -no es Mágica-, levanta la solera estampada con margaritas de Dalma -no usa bombacha: mucho calor, precios altos- la afirma sobre la única mesa de la casa y se baja el pantalón hasta las rodillas. “El surubí”, dice ella, oteando un horizonte de vapor de olla por en-cima del hombro del macho correntino que la sirve de frente, sin los firuletes del tilingo que acostumbra a hacer durar el toqueteo en medio de los ohes y los ayes. Una carne se abre paso dentro de otra y cuando queda clavada, sin moverse, escupe una corriente caudalosa de algo que podríamos llamar vidas. Imaginemos que alguien, un Dios equis, toma con sus manos gigantes a los ciento sesenta millones de brasileros -el número es aproximado- y los arroja a una zona fértil y vacía de la Tierra, donde sólo uno sobrevive. La mujer se limpia con la toalla que ya está para lavar, revuelve la polenta y espera, paciente, que llegue al mundo el bebé fenómeno.
*Cuento publicado en el número 2 de la revista Qué Te Parece Esto, Beba, en noviembre de 2002.