PRIMERA ENTREGA: Capítulos 1 y 2

SEGUNDA ENTREGA: Capítulos 3 y 4

TERCERA ENTREGA: Capítulos 5 y 6

CUARTA ENTREGA: Capítulos 7 y 8

QUINTA ENTREGA: Capítulos 9 y 10

SEXTA ENTREGA: Capítulos 11 y 12

SÉPTIMA ENTREGA: Capítulos 13 y 14

OCTAVA ENTREGA: Capítulos 15 y 16

NOVENA ENTREGA: Capítulos 17 y 18

CAPÍTULO 19

Evo Morales estaba exiliado en la Argentina. Había sido expulsado de Bolivia hacía seis meses, cuando estaba a punto de conseguir su cuarta reelección como presidente después de ser acusado de fraude electoral y de una campaña internacional que buscó desprestigiar a uno de los presidentes más probos de Latinoamérica. ¿Por qué se buscó su destitución? La respuesta era tan clara como el agua. Como alguna vez había dejado claro Bill Clinton en la campaña presidencial de 1992 contra George Bush: “La economía, estúpido”. Y Morales, que además de llamarse Evo era de origen aymara, había nacionalizado los ferrocarriles (eran de capitales chilenos), la mina de estaño de Huanuni, rescindió el contrato con los franceses para manejar el agua, reestatizó el Complejo Metalúrgico Vinto que estaba en mano de los suizos, recuperó la compañía de teléfonos que era italiana, compró la Compañía Logística de Hidrocarburos que estaba en manos de capitales alemanes y peruanos e hizo una reforma constitucional que era la envidia del resto de los países latinoamericanos. Todas estas decisiones hicieron que Evo, el aymara, llevara el PBI de Bolivia a crecimientos insospechados: 4,8% en 2006; 4,6% en 2007; 6,1% en 2008, 3,4% en 2009 y así en todos los años de su mandato para conseguir que la economía de Bolivia mejorara en un 82,4%. Justamente en un país que hacía pocos años había tenido un presidente que ni siquiera sabía hablar en español.

Evo Morales era la ballena blanca que el mercado se quería comer cruda. Y nada mejor que acusaciones de fraude para deslegitimar su poder. Nada mejor que poner en marcha el ya probado y eficaz método del lawfare.

Evo estuvo a punto de ser asesinado durante el golpe militar que lo derrocó y su sucesora, Jeanine Áñez, lo había declarado enemigo público número uno del pueblo boliviano con el aval de los sectores más reaccionarios y poderosos de Bolivia; especialmente los que están localizados en Santa Cruz de la Sierra.

El ex presidente llevaba en Buenos Aires una vida tranquila, más teniendo en cuenta el infierno de presiones que había vivido durante los últimos seis meses de su gobierno. Pero tenía prohibido regresar a Bolivia y desde el Movimiento al Socialismo, el partido desde el que construyó su poder, se especulaba con presentarlo como candidato a senador para las elecciones que estaban previstas para mediados de año, algo que por supuesto había sido desestimado por la Corte Suprema, ya que se decía que un candidato no podía participar de las elecciones si no se encontraba físicamente en Bolivia.

En esa lucha legal estaba Morales cuando le sonó el teléfono celular mientras cenaba en la sede de Sindicato Unificado de Trabajadores de la Educación de Buenos Aires, ubicado en el barrio de San Telmo.

Evo miró el celular y le llamó la atención que el número fuera desconocido, ya que su propio número de teléfono estaba guardado bajo siete llaves por temor a ser intervenido. Igual, pese a la desconfianza, contestó:

–Evo Morales –dijo, tal era su costumbre de decir su nombre en lugar del clásico “hola”.

–Señor ex presidente… –dijo la voz femenina desde el otro lado de la línea. Una voz femenina que le resultaba familiar.

–¿Quién habla? –preguntó tratando de sacarse de la cabeza lo que suponía pero le parecía imposible que estuviera ocurriendo.

–Jeanine Áñez, presidenta provisional de Bolivia.

Si Evo no se cayó de la silla por la sorpresa fue de milagro. Como pudo se paró y salió del salón. Le intrigaban las razones del llamado de la persona que había sido una de las protagonistas principales de su expulsión de la presidencia primero y del país después, con intento de asesinato incluido.

–¿Áñez? –titubeó.

–Sé que mi llamado lo debe sorprender, pero en estas últimas semanas pasaron algunas cosas que me gustaría compartir con usted.

Evo no salía de su asombro.

–Usted estuvo doce años al mando y creo que su experiencia me podría ayudar a solucionar las dificultades que se han presentado de último momento, especialmente con la pandemia que ha puesto a Bolivia de cabeza.

Evo no sabía qué decir. ¿Jeanine Áñez le estaba pidiendo asesoramiento? ¿Acaso estaba soñando?

–No sé si esto se trata de una broma o qué, pero en caso de que me esté hablando en serio, necesitaría que profundizara los temas que la preocupan y además que mantengamos esta charla en un ambiente un tanto más amigable porque yo ahora estoy en medio de una cena con un centenar de personas y mi cabeza no está en condiciones de elaborar respuestas –dijo Morales.

–Entiendo la situación, Evo –se animó Áñez a llamarlo por su nombre–. Sé que no es el momento. Mi llamado era sólo para conocer si usted, pese a todo lo que ocurrió en el pasado reciente, estaría dispuesto a regresar a Bolivia para ponerse al servicio de su país.

Evo dudó. No podía olvidarse de todo lo que le había generado Jeanine Áñez. ¿Le estaría tendiendo una trampa? Pero su voluntad de acero fue más fuerte que los temores.

–Siempre estoy dispuesto a ponerle el hombro a mi patria –dijo sin dudar.

–Mañana lo vuelvo a llamar entonces para arreglar las condiciones de su regreso –le dijo Áñez.

Evo no pudo reprimir la pregunta:

–¿Esto que estamos hablando es a título personal o tiene el respaldo de las Fuerzas Armadas y de los movimientos que tanto han hecho para derribarme del gobierno?

–Soy la presidenta de Bolivia, Evo…

“Ilegítima”, pensó Evo, pero se mordió la lengua.

–Por las Fuerzas Armadas no se preocupe. Y al resto de la oposición la podremos doblegar si usted y yo unimos nuestras fuerzas.

Todo le parecía surrealista a Morales. ¿Unir fuerzas con Áñez, que representaba a los sectores más reaccionarios del país? Por un momento imaginó que todo era un chiste, un mal chiste. Pero nuevamente reprimió las dudas que lo asaltaban.

–Hablemos mañana. Añez.

–Al mediodía lo llamo. Necesito tiempo para preparar la logística de su regreso.

–Será al mediodía entonces… –dijo Evo.

–Hasta mañana –cerró la charla Jeanine Áñez y cortó.

Evo regresó al salón, se excusó con los comensales y emprendió la retirada hacia el departamento que ocupaba en el barrio de Colegiales.

Necesitaba hablar con gente de fiar antes de tomar la decisión de volver. Debía saber qué había cambiado en Bolivia para que Jeanine Áñez lo convocara a organizar casi un gobierno de coalición. Tenía tantas preguntas que no sabía por dónde empezar.

Subió al auto que lo esperaba en la puerta del Sindicato y marcó el número de su médico personal, un hombre de su más absoluta confianza y que había pasado inadvertido en los tiempos en los que la represión contra sus aliados se desató en forma indiscriminada. Morlo Marich era la persona indicada para darle la temperatura de lo que estaba pasando en Bolivia. Buscó a Morlo entre sus contactos de WhatsApp y marcó la videollamada. La cara de Morlo apareció a los pocos instantes.

–Me acaba de llamar Jeanine Áñez –le anunció sin dar demasiadas vueltas–. No termino de entender demasiado qué es lo que cambió para haber pasado de ser su enemigo a ser convocado como asesor.

Morlo sonrió. Tenía la respuesta a la mano. No sólo como animal político, que lo era, sino como médico.

–Jeanine se contagió de Ubik, Evo.

–¿Y eso qué tiene que ver?

–¿Qué te ha ofrecido?

–Que regrese a Bolivia para asesorarla en medio de la crisis.

Morlo sonrió todavía más:

–Viaja tranquilo, Evo. Áñez no es más la mujer que tú has conocido hace seis meses. Avísame cuando tengas los horarios del vuelo para que te pueda ir a buscar al aeropuerto. Ni bien llegues a Bolivia, entenderás.

–No me dices nada, Morlo.

–Es largo. Cuando estés acá y después de darnos un abrazo, te pongo al tanto de todo. Lo único que te digo es que confíes.

Evo cortó y se quedó meditando. Pensó en si debía hacer más llamados para verificar lo que le había manifestado Morlo. Finalmente desistió. Si su país lo necesitaba, allí estaría él para poner el hombro. Aún a riesgo de que le costara la vida.

Mientras el auto avanzaba rumbo al departamento comenzó a sacar las cuentas de las cosas que debería empacar para el viaje. También decidió que a su familia la iba a dejar en Buenos Aires. Él estaba dispuesto a arriesgar su vida, pero no la de su esposa, hijos y nietos.

Cuando bajó del auto, se paró frente a la puerta de la casa que le habían prestado para pasar esos meses en Buenos Aires. La emoción surgió de improviso. Las lágrimas comenzaron a correrle por las mejillas. En cuestión de horas volvería a Bolivia. En cuestión de horas comenzaría a disputar un juego que no sabía cómo podía terminar. Pero la sensación de estar vivo, de salir del letargo que lo había empujado a la depresión durante los últimos seis meses, se convirtió en llanto desconsolado.      

 

CAPÍTULO 20

Paolo Rossa es uno de los principales contratistas del Estado. Se había hecho multimillonario aprovechando cada una de las oportunidades que le había dado el gobierno de Estados Unidos desde la época de JFK hasta la actual presidencia de Trump. Había fabricado armas primero y luego exportado infraestructura para pozos de petróleo cada vez que Estados Unidos entraba en guerra y se apoderaba de un país y de ese recurso fundamental para la economía mundial. Más tarde se había abierto a la construcción de centrales eléctricas fluviales, atómicas y por estos tiempos estaba indagando en los parques eólicos. Pagaba coimas a quien se le pusiera adelante, pisoteaba a sus posibles adversarios destruyéndolos sin miramientos y jamás perdía una licitación pública. Su practicidad para apoderarse de negocios era proverbial. Era el alumno perfecto de la patria contratista.

Si las cosas le iban fantásticas, como ocurría la mayoría de las veces, era el mayor empleador de los Estados Unidos, aunque reconocido mundialmente por pagar salarios miserables. Como había comprado al sindicato, jamás tenía problemas gremiales ni planteos que pudieran poner en riesgo alguna producción en cualquier parte del mundo. Por tratarse de una empresa global, sus directores conocían las particularidades de cada país. Y antes de desembarcar con algún negocio, Rossa se ocupaba personalmente de saber si ya se había acordado el soborno correspondiente para la entidad gremial de esa nación. Si eso no ocurría, prefería no invertir; su experiencia le decía que jamás tenía problemas con los gobiernos, a los que disciplinaba fácilmente, pero que con los sindicatos no era tan sencillo. 

Desde que se inició la pandemia de Ubik, Paolo Rossa había echado a más de 250 mil trabajadores en todo el mundo porque muchas de las obras que tenía en marcha estaban frenadas. Había eludido las normas de emergencia decretadas por los gobiernos de distintas parte del mundo que establecían la prohibición de despedir gente por espacio de seis meses para no agravar la recesión. Muchas medianas y pequeñas empresas, con una decena o veintena de empleados, se habían visto en serios problemas para pagar los salarios, ya que la producción y venta estaba parada desde hacía tres meses, pero los gobiernos habían tomado medidas necesarias para asistirlas. No eran suficientes y todos sabían que así como el Ubik mataba a los más débiles, la recesión se iba a cargar a las empresas con menos capacidad de resistencia. El lado B de la cuarentena mundial que se había declarado para evitar el contagio e impedir muertes innecesarias por el colapso de los sistemas de salud, era que mucha gente no tenía dinero para poner un plato de comida sobre la mesa y que la asistencia social no llegaba a todas partes tal como se pregonaba desde los gobiernos, que sacaban pecho de Estados protectores pero en muchos casos dejaban a centenares de miles de personas a la intemperie por impericia, falta de reflejos o simplemente desidia. 

Paolo estaba en confinamiento desde hacía cincuenta días. El Ubik lo había tratado muy mal pero finalmente había salido indemne gracias a que con sus recursos ilimitados había podido montar una unidad de terapia intensiva de última generación en el último piso del Rocca Palace, que se levantaba exultante en la Quinta Avenida y Broadway, frente al Parque Madison y a metros del Flatiron Building. Rossa, a sus casi 80 años, se encontraba ahora frente a una nueva disyuntiva. Durante su larga vida había atravesado todas las situaciones que uno se pueda imaginar, pero jamás una pandemia. Tenía el recuerdo de los relatos de su abuelo y su padre sobre los efecto de la gripe española del 18, pero jamás había imaginado ni por asomo que alguna vez en la vida se iba a ver involucrado en un relato de ciencia ficción. Se podía imaginar una depresión como la del 30, ya que, por más que él había nacido diez años después, se había encargado puntillosamente de estudiar las razones de aquella debacle. Incluso lo había sorprendido la explosión de la burbuja inmobiliaria de 2008. Pero siempre había salido bien parado. Su lema era “el Estado siempre paga”. Sabía que podía haber demoras, discusiones o lo que fuera, pero finalmente iba a terminar cobrando. 

Mientras sus asistentes desmontaban la Unidad de Terapia Intensiva del pent-house, Rossa permanecía sentado en su escritorio, mirando por la ventana hacia el East River y hacia la costa de Long Island. Sus pensamientos iban de un lado a otro. No lograba concentrarse en los problemas que había dejado pendientes hacía ya un mes, cuando la fiebre, la tos y los problemas respiratorios lo atacaron de improviso y lo sacaron de la toma de decisiones. Confiaba en sus gerentes, pero no tanto como para asegurar que habían elegido los caminos apropiados o, mejor dicho, los rumbos que hubiera tomado él mismo.

Prendió la televisión para enfocar su cabeza, ya que saltaba de un lado a otro y no se detenía en ningún tema puntual. Era como si una nube de ideas fuera y viniera al garete. Por un momento pensó que el Ubik le había afectado su sistema neurológico, pero los médicos le confirmaron que estaba todo bien.

La televisión se encendió, como no podía ser de otra manera, en Bloomberg TV, en el canal 606. Su amigo Peter MacCreen estaba al aire. A Rossa le gustaba mantener la televisión encendida pero sin volumen. Pero la cara demacrada de MacCreen lo obligó a subir el volumen:

–…advierte que el cementerio donde trabaja está desbordado de pedidos, pero ya no hay tiempo para pausas: el gobierno de Nueva York acaba de anunciar el récord de 731 muertes más por Ubik 20 en el Estado.

Rossa se acomodó en su silla, su cuerpo se había puesto tenso. Siguió escuchando el informe de su amigo:

–El número de solicitudes de entierros y cremaciones subió 300 por ciento, según datos del cementerio Ferncliff, en Westchester, pocos kilómetros al norte de Manhattan. Por ese crematorio pasan hasta 50 cuerpos en días laborales de 20 horas y durante los siete días de la semana. Pero incluso así, operando al máximo, la capacidad de atención está desbordada.

Rossa jamás lloraba, pero los ojos se le llenaron de lágrimas. Al sentir que una le corría por la mejilla, recordó que la última vez que había llorado había sido en 1974, con la muerte de su madre. Recordaba perfectamente el momento cuando lo habían llamado por teléfono para informarle que Roselyn había sido atropellada por una excavadora de su empresa mientras controlaba la construcción de un edificio en Manhattan.

La historia se sucede en otros lugares de Nueva York –continuó con el relato MacCreen–. La mayoría de los cementerios no tienen zonas refrigeradas para el mantenimiento de los cuerpos, por lo que el problema más grande que se está presentando es el almacenamiento de los cadáveres. Se está haciendo imposible mantener los cuerpos en los cementerios por largos períodos sin ser cremados o enterrados.

Rossa pensó que tenía un campo desocupado en Queens que tranquilamente podría donar para que se habilitara rápidamente como cementerio. Apretó la tecla del intercomunicador y le pidió a su secretaria que los comunicara con el gobernador.

Siguió escuchando:

–Las funerarias también están rebasadas por lo que las autoridades está organizando decenas de morgues móviles o trailers con refrigeración en la puerta de los hospitales y otros puntos de la ciudad para evitar que los cadáveres se acumulen sin un lugar que los reciba. Nueva York nunca ha vivido en su historia un caso así. Como para que entiendan la magnitud de lo que nos está pasando, estamos sufriendo un atentado de la Torres Gemelas cada dos días. La ciudad de Nueva York ya suma 64 mil muertos y el Estado 108 mil. Al día de hoy tenemos 1 millón 380 mil casos de Ubik confirmados y 175 mil personas que necesitan ser hospitalizadas cuando la capacidad sanitaria del Estado ronda un diez por ciento de las necesidades.

Sonó el Intercomunicador y Alicia le dijo a Rossa que el gobernador Andrew Cuomo estaba del otro lado de la línea. Rossa bajó el volumen de la televisión:

–Andrew… No te pegunto cómo estás porque me imagino la respuesta. No te quiero sacar mucho tiempo. Sólo quería decirte que estoy viendo por televisión las dificultades que estamos teniendo para enterrar gente. Tengo un campo desocupado a pocos kilómetros de Manhattan, en Queens, y lo quiero poner a tu disposición para transformarlo en un cementerio de campaña. Incluso te puedo dar trabajadores para que se ocupen de enterrar los cuerpos.

Cuomo escuchaba del otro lado de la línea. Esperaba, como siempre que hablaba con Rossa, que le planteara la contraprestación que él debería hacer para recibir su colaboración. Rossa jamás hacía nada sin recibir algo a cambio.

–Te agradezco, Paolo–. Hizo el silencio para darle pie al pedido.

–Entonces quedamos así. Decile a mi secretaria con quién tiene que hablar mi administrador para ceder el terreno y la cosa ya se pone en marcha.

Cuomo seguía desconcertado:

–Gracias otra vez, Paolo. Ya le paso los datos a Alicia.

Rossa cortó. Cuomo se quedó mirando el teléfono perplejo: por primera vez en ocho años, Paolo Rossa lo había llamado y no le había pedido nada.

Rossa volvió a subir el volumen de la TV:

–El presidente Trump, pese a mantenerse todavía aislado por la enfermedad, autorizó a que un buque hospital militar atracara en el puerto de Manhattan para recibir pacientes del Ubik 20. Pero lamentablemente, un tripulante del USNS Comfort se infectó del virus, por lo que todos los tripulantes del barco quedaron aislados preventivamente. La Marina de los Estados Unidos está movilizando otro buque sanitario para que reemplace al USNS Comfort para la atención de los neoyorquinos.

Rossa le pidió a Alicia que le trajera lápiz y papel. Su secretaria apareció a los pocos segundos con el pedido y lo dejó sobre el escritorio. El empresario pensó unos instantes y enseguida comenzó a redactar:

Al señor
Andrew Cuomo
Gobernador del Estado de Nueva York.
Estimado Gobernador:
Desde que salí de la unidad de terapia intensiva que me tuvo fuera de acción durante más de tres semanas, mucho he reflexionado sobre la cpandemia que está asolando al mundo.
Siento que tenemos que hacer frente a esta amenaza terrible que nos lleva irremediablemente a una crisis sanitaria, económica y social de extrema gravedad y que afectará a nuestra gente por un largo tiempo.
La pandemia generará además una gran caída en la actividad económica en todo el mundo, el desplome de la demanda de la energía y de sus insumos que impacta gravemente en nuestras operaciones en todos los países.
Por todo lo narrado, les daré a mis gerentes las instrucciones necesarias para que pongan a su disposición todos los recursos disponibles de la empresa, tanto de infraestructura como económicos, para dejar atrás esta pesadilla.
Por tal razón, dispongo: a) Proteger el trabajo de nuestros trabajadores y asegurar la continuidad del empleo y del ingreso, aunque la cuarentena nos obligue a reducir al máximo la actividad. Por esa razón ordenaré la reincorporación inmediata del personal despedido durante mi convalecencia. b) Lanzar un fondo de 500 millones de dólares destinados a fortalecer la estructura sanitaria y la capacidad de respuesta de las comunidades. c) Nos podremos en campaña para adquirir respiradores de distintos orígenes, los cuales serán donados a su gobernación para que usted disponga del destino más conveniente. d) Ya ordené a mis más cercanos colaboradores que inicien el proceso de compra de 2.100 equipamientos para terapias intensivas (camas, monitores multiparamétricos, bombas, flujímetros) y 390.000 elementos de seguridad para médicos (barbijos, mamelucos, gafas, guantes, máscaras). e) Donamos el terreno ubicado en Queens para su utilización como cementerio de campaña. f) Ponemos a disposición de la gobernación todos los hoteles de nuestra propiedad para alojar a pacientes con Ubik 20 que deban cumplir la cuarentena obligatoria sin necesidad de atención hospitalaria.
El pico de la epidemia en nuestro país ya está ocurriendo, por lo que cualquier acción de prevención o asistencia tiene que ser realizada en tiempo récord. El apoyo a nuestra comunidad y la defensa de nuestra gente ha sido desde siempre un valor esencial de nuestras empresas y de quien firma esta carta. Y hoy, frente a esta crisis mundial que nos golpea, le aseguro que seguiremos dando todo de nuestra parte para que el impacto que suframos cause el menor daño posible y para que luego de superada esta pesadilla, podamos mirar al futuro con optimismo.
Cordialmente,
Paolo Rossa

Llamó nuevamente a Alicia y le dio la carta.

–Enviásela al gobernador y a todos los directivos y gerentes de la empresa. Es urgente, como te podrás imaginar.

Alicia tomó la carta y salió del pent-house. Una vez que cerró la puerta la leyó detenidamente. Era la letra de su jefe pero el contenido no tenía nada que ver con el proceder que había mostrado durante los 20 años que ella había trabajado para él. ¿Paolo Rossa poniendo al servicio de la comunidad su empresa y sus recursos? Era algo que nunca en la vida se hubiera imaginado de un hombre que durante la crisis de 2008 y sin ninguna necesidad financiera que lo justificara, había despedido a más de 350 mil empleados sólo para no bajar en un punto la rentabilidad de una empresa que dejaba ganancia por más de 6 mil millones de dólares al año. O Paolo Rossa se había vuelto loco o el Ubik 20 lo había transformado en otra persona.

UNDÉCIMA ENTREGA Y FINAL: Capítulos  21, 22 y 23