PRIMERA ENTREGA: Capítulos 1 y 2

SEGUNDA ENTREGA: Capítulos 3 y 4

TERCERA ENTREGA: Capítulos 5 y 6

CUARTA ENTREGA: Capítulos 7 y 8

QUINTA ENTREGA: Capítulos 9 y 10

SEXTA ENTREGA: Capítulos 11 y 12

SÉPTIMA ENTREGA: Capítulos 13 y 14

OCTAVA ENTREGA: Capítulos 15 y 16

 

CAPÍTULO 17

Ya no soportaba más la cuarentena. Estaba sola en casa desde hacía dos meses. Sólo salía una vez por semana para hacer las compras. Las medidas de seguridad se habían puesto más estrictas, tanto que sólo una persona a la vez podía subir al ascensor.

Era viernes, el día de mis compras semanales, salí del departamento con el barbijo colocado, la bolsa de las compras y la habitual paranoia que últimamente casi no me dejaba dormir. Desconfiaba de todos y de todas. Básicamente desconfiaba de que los que estaban a mí alrededor estuvieran tomando las precauciones que ameritaba esta situación tan extrema. Y tachaba los días que pasaban desde que había comenzado la pandemia, como los presos que esperan el final de una condena. Apreté el botón para llamar al ascensor y me apliqué alcohol en crema en las manos. Tardó pocos segundos en llegar. Subí. Apreté PB y, como siempre, me puse a mirar el aviso que dejaba la administración con las nuevas recomendaciones de aislamiento. Al lado de cartel de los administradores había otro escrito a mano: “Esta noche, desde las 20.30, están invitados a retirar un choripán en la puerta del 9° A. Los voy a dejar envueltos en papel film por seguridad. Hay para todos. Por favor, vengan de a uno así nadie corre riesgos de contagio. Respetemos la distancia social”.

Repasé en mi cabeza quién vivía en el 9° A. Era Don Carlos, el karma del edificio. Cada vez que teníamos una reunión de consorcio el tipo la pudría quejándose especialmente de los inquilinos. Le molestaban las mascotas, los niños, los que hacían crujir las lingas de acero del ascensor de madrugada después de alguna noche agitada. Su última performance había sido durante el verano. Esa vez, la denuncia recayó sobre la vecina del 2° B, una chica de unos veintipico de años que, según había dicho el viejo, “recibe diferentes invitados masculinos cada semana y esto es inadmisible. Además –deslizó para sumar adeptos con un tema siempre sensible–, el día que entren a robar, ya se sabe a quién tenemos que culpar”. La chica se fue llorando de la reunión y a los pocos días se mudó. Cuando estaba bajando las cosas me la crucé:

–A nadie le gusta que le digan puta y chorra en una sola frase –me dijo.

Gran parte del día de Don Carlos consistía en observar detenidamente la vida de los demás y cranear la forma de acusarlos, de joderlos. Incluso, una vez, caí en la volteada por haber sacado la basura fuera de hora. Y eso que yo vivía en el 16° piso y él en el 9°.

¿Era Don Carlos quien ofrecía choripanes para toda la vecindad? No cerraba por ningún lado. “Un viejo de mierda, siempre va a ser un viejo de mierda”, pensé.

Salí de casa y me olvidé del asunto. Bastante trabajo tenía sorteando los desafíos que el Ubik me ponía para esquivarlo en cada esquina. Hice las compras y dos horas después ya estaba de regreso. Eran las 7 de la tarde y, no bien abrí la puerta del edificio, el olor a asado me invadió todo el cuerpo como le pasa a Neo cuando por fin logra descular la Matrix y todo se vuelve color verde. Cerré los ojos mientras esperaba que la caja de metal bajara a buscarme y el perfume me transportó de inmediato a la última marcha a favor del aborto, a la que había ido poco antes de que la locura del Ubik 20 hiciera estallar nuestras vidas.

Mientras el ascensor se acercaba llegué a la conclusión: “El olor a chori es olor a fiesta”. Sentí gratitud hacia el viejo de mierda del 9° A y ese raro placer que se siente cuando nos damos cuenta de que la gente puede cambiar. 

 

 

CAPÍTULO 18

El sábado 30 de marzo de 1996, La Unidad Penal Número 2 de Sierra Chica pasó a la historia como la cárcel más salvaje que cualquier persona pudiera pisar. Trece pesos que intentaron fugarse se dirigieron hacia la entrada principal y, cuando la guardia mínima de ese fin de Semana Santa comenzó a disparar para frenarlos, los reclusos retrocedieron y usaron como escudo a otros agentes penitenciarios que habían apresado y a los que les habían quitado sus armas. En el repliegue, los condenados dejaron muerto a uno de sus compañeros. Ya dentro de la unidad y atrincherados en la panadería, atacaron a otros reclusos de las bandas rivales. Fueron ocho días. Se dice que, entre las salvajadas que se perpetraron, hornearon y comieron empanadas de carne humana, y que jugaban al fútbol con la cabeza de un guardia penitenciario que les había hecho difícil la vida. Finalmente se entregaron y por sus consecuencias fue considerado el motín más sangriento de la historia. Aquel hecho, que se conoció como la rebelión de los Doce Apóstoles, por la cantidad de atrincherados y porque todo había sucedió en Semana Santa, no sólo marcó al servicio penitenciario sino al resto de los penales del país, ya que ese fin de semana Sierra Chica desencadenó un efecto dominó que se llevó puestas las cárceles de Azul, Bahía Blanca, Batán, Dolores, La Plata y San Nicolás. Nunca las estadísticas de la policía de la provincia son confiables, pero los periodistas que cubrieron los hechos sostienen que los muertos se contaron de a centenares y que más de diez mil presos se movilizaron para reclamar mejores condiciones.

La fama de Sierra Chica, desde ese momento, quedó clara: era el lugar de mayor concentración de violencia en Argentina. Tal fue el punto de inflexión que en 2020 sólo quedaban en el penal 1.723 reclusos vigilados por 440 agentes. O sea un policía cada 4 presos.

Pablo Contreras caminaba lentamente hacia el penal para ver a uno de sus clientes. El pasillo largo de entrada siempre le generaba inquietud. No podía dejar de imaginarse las atrocidades que se habrían cometido en ese lugar. Pablo iba junto a Marcelino Brítez, su asistente.

Llegaron a la guardia y pidieron por Roberto Balaún, quien había sido condenado por asesinar a cuatro policías y a tres empelados de banco durante un robo ocurrido en 2015. Balaún no era una persona que le cayera bien a Contreras, pero el trabajo de abogado muchas veces lo obligaba a comerse algunos sapos. Le había sido asignado por la defensoría pública.

Luego del papeleo de rutina, Contreras y Brítez se entrevistaron con Balaún en una cabina privada. La excusa era contarle como seguía su apelación en curso. Como no era una reunión programada, Balaún los recibió con sorpresa y esperanza, ya que supuso que la inesperada visita era para contarle que había novedades alentadoras sobre la apelación.

Se sentaron los tres a la mesa y Contreras comenzó a narrarle los últimos pasos del proceso. En un momento, Brítez llamó al guardia y pidió que les trajeran tres vasos con agua. El guardia se fue y a los pocos minutos regresó con recipientes de papel que dejó sobre la mesa. Brítez se precipitó sobre uno de ellos y tomó un sorbo de agua mientras Contreras seguía entregándole detalles a Balaún. Mientras lo hacía, de fondo, se escuchaba cómo un grupo de presos cantaban canciones evangelistas y se entusiasmaban con alabanzas a Dios.

En un momento, Contreras se levantó, caminó por el lugar ante la atenta mirada de Balaún. Brítez aprovechó la distracción, cambió los vasos de lugar y dejó frente a Balaún el que él había utilizado segundos antes.

La reunión se extendió durante 25 minutos. Contreras y Brítez permanecían expectantes ante el relato, pero mucho más al vaso que permanecía sin ser tocado por Balaún.

Cuando Contreras sacó de su portafolio unos papeles, Balaún hizo lo que los abogados esperaban con ansiedad: tomó el vaso y le dio un largo trago. Contreras y Brítez ya no tenían ninguna otra razón para quedarse. Balaún firmó los papeles y dieron por terminada la reunión.

Cuando se despidieron, Balaún agradeció la visita y con una sonrisa maligna dejó claro su parecer:

–Lo único que quiero en la vida es salir de este infierno para poder vengarme de los hijos de puta que me delataron –dijo sin mostrar el más mínimo arrepentimiento por lo que había hecho hacía ya cinco años y por lo que estaba condenado a perpetua.

Cuando Brítez y Contreras traspasaron la gruesa reja y el muro de granito de siete metros que separaba a los guardias de los reclusos, respiraron aliviados. Brítez se secó la frente con un pañuelo. El efecto del paracetamol ya se había evaporado y su temperatura rondaba los 39 grados. La idea de ir a Sierra Chica para esparcir el Ubik 20 había sido de Brítez. No bien se había contagiado, les lanzó la idea a Contreras y a Doménica cuando los escuchaba hablar del plan de esparcir el virus:

–Deberíamos ir a Sierra Chica. Ahí sí que tenemos una pequeña representación del infierno. Y no sólo por los presos.

Brítez lo planteó de esa manera porque sabía que la ferocidad de los reclusos era comparable con los malos tratos que recibían por parte de los guardias. La ley, dentro de Sierra Chica, era una ley propia, incluso más salvaje que la de la selva. Por lo menos en la jungla se mataba para sobrevivir. En Sierra Chica era por placer y por poder.

Contreras al principio se negó, porque imaginaba los daños colaterales: las visitas de los reclusos y los familiares de los guardias, pero Marcelo Doménica lo había convencido:

–Si realmente queremos cambiar al mundo, tenemos que hacer chequeos de que el virus efectivamente transforma a la gente. No tiene sentido salir a desperdigar Ubik 20 sin la certeza de que los cambios alcanzan incluso a los peores exponentes de la raza humana.  

Contreras finalmente cedió.

Cuando salieron del penal, Brítez tomó su celular y se comunicó con Doménica:

–“Operación Sierra Chica” en marcha –dijo Brítez–. Ahora tenemos que esperar.

Del otro lado de la línea, Doménica colgó y se quedó meditando.

Más allá de que había convencido a Contreras para que realizara el operativo, él mismo no estaba seguro de nada. Las víctimas del Ubik 20 también le dolían. Y mucho mayor era el dolor cuando se enteraba que algún médico o enfermera caía víctima del virus. Había más de 45 millones de contagiados y los muertos se acercaban a los dos millones. ¿Sería verdad que estaban ante la posibilidad de parir al hombre nuevo? Si el mundo tenía 7.700 millones de habitantes, ¿a cuántos habría que contagiar para que la humanidad se convirtiera en un lugar más amigable? ¿Había que buscar contagios masivos o concentrarse en los líderes del mundo y en los que decidían sobre el destino de las sociedades? Y si la alternativa era esta última, ¿cómo hacerlo? ¿Qué capacidad tenían para llegar a esos lugares? 

Fue hasta la estantería de la cocina y se sirvió un whisky. Se sentó frente al televisor. Lo encendió. Todos los canales, en cadena, estaban trasmitiendo la bendición Urbi et Orbi que el Papa Francisco le estaba ofreciendo al mundo. A medida que escuchaba las palabras del Papa su semblante fue cambiando. La preocupación le abría camino al optimismo.

DÉCIMA ENTREGA: Capítulos 19 y 20

UNDÉCIMA ENTREGA Y FINAL: Capítulos  21, 22 y 23