Soy lo que nos han contado: un abuelo lento que camina a una cancha para ver a un solo jugador.

La cancha no es mía, el equipo que juega en la cancha tampoco es el mío. Soy extranjero. Estoy en los 60 ó los 70. Camino un barrio que sucede en el pasado. Soy un abuelo de 32 años que camina hacia la cancha de Argentinos y que no conoce un solo jugador del rival que Argentinos enfrentará.

Y que tampoco puede enumerar siete jugadores del equipo donde juega él.

-¿Quién es el 9? -escucho a un plateísta.

-Lenis -lo ayuda otro.

La de abuelos que debe haber acá.

La cancha no es mía, el equipo que juega en la cancha tampoco es el mío. Soy extranjero. Estoy en los 60 ó los 70. Camino un barrio que sucede en el pasado. Soy un abuelo de 32 años que camina hacia la cancha de Argentinos y que no conoce un solo jugador del rival que Argentinos enfrentará.

Me tocó platea alta, donde primero se desplegó la sombra. Antes de sentarme ya sabía lo que haría, lo que no hago jamás: abolir el contexto, el resultado, la lógica del juego. Me sentaría a esperar dos o tres instantes, ese segundo, nada más. Me senté. Me había sentado a mendigar.
Vi un taco. Vi un pase de primera, de cachetada y en el aire. Vi una pisada. Vi un pase de pie a pie y una pared. Argentinos jugó mal y a él no lo entendieron algunos compañeros. Las vísperas de las fiestas, nos ha enseñado Leopoldo Marechal, siempre son mejores que las fiestas. No me importó: yo había ido para ver esos instantes, editarlos para mi eternidad. Nunca me había pasado eso, quizá de chico, pero no me llevaban a la cancha así que jamás fui hincha de niño, no lo sé. Al ver el taco -tres rivales que lo perseguían, un compañero que se quedó atrás; un compañero entendiéndolo todo- me acordé de los partidos del colegio. En la tierra o en un patio los pibes se contaban su pisada o su gambeta, jugar al fútbol era unipersonal, sólo existían las patadas y los caños, nada de laterales derroman2echos ni guardiolismo, se abolía todo lo demás. El fútbol era lo que podía suceder en una baldosa. Y de repente -al ver el taco- sentí lo que la cultura nos había transmitido la primera vez; habías perdido o habías ganado pero habías tirado un caño, habías engañado, habías retornado el fútbol a su punto natal: el placer en sí mismo, la sonrisa que contaste después.

El abuelo lento es un boludo. Lo sé.

A los 27 minutos del segundo tiempo fue el gol, y él hizo todo lo contrario a lo que recién escribí. Podría haber sonreído, podría haberlo gritado pero alzó un brazo como si ofreciera disculpas, como si aún jugara en Boca y el gol se lo hubiera hecho a Argentinos. La explicación: unos minutos antes había querido aguantar dos pelotas y las había perdido las dos, y el equipo jugaba mal, y sus compañeros no se le abrían, y había errado algunos pases, y ningún compañero le picó jamás en diagonal. El contexto estaba antes que cualquier gol. Hay una lógica que él siempre busca: lo que la jugada pide es lo que se debe hacer. O hay una armonía colectiva –tres o cuatro jugadores pensando lo mismo, al mismo tiempo, en el mismo lugar- o no hay nada. “Art happens”, decía Borges. El arte sucede, y como el juego sucedió poco, o casi nunca sucedió, un derechazo que el arquero entendió mal era insuficiente para celebrar. El hombre que yo había ido a ver juega a lo que casi nadie. El hombre juega a jugar.

La sombra que se había desplegado sobre mi platea sitió también el barrio. Lo vi cuando salí de la cancha y me volví caminando igual que como había llegado: solo, con una campera y un jogging negros, porque los extranjeros visten así.

Mi casa queda a diez cuadras de la cancha. Diez cuadras para abandonar la dimensión en la que juega el hombre que había ido a ver.

Diez cuadras, y abandoné el pasado.

Porque Riquelme no juega acá, juega allá.

En el pasado.