Ya es leyenda en todo el Estado de Goiás, queridos amigos, que Joelson Fagundes dormía durante los entretiempos de los partidos.
Era tanta la confianza que tenía en su capacidad puesta al servicio del equipo, el Goianía, era tan pequeña la inquietud que podía alterarlo con respecto al resultado final de los encuentros que, apenas llegaba al vestuario, se tiraba sobre una camilla y se dormía. Pero se dormía profundamente, estrepitosamente, roncando con ronquidos que superaban a veces el rugir de la multitud en la tribuna.
Alguien se podrá preguntar, desinformado, cómo era posible que un Director Técnico llegara a permitir semejante cosa.
Pero si alguien se pregunta eso, se debe, fundamentalmente, a que no conoce, no sabe, o no está informado sobre quién era el formidable Joelson Fagundes, capitán del Goianía campeón nacional de 1952.
Joelson fue capitán de aquel gran equipo durante quince años, cuatro menos de los que duró su exitosa carrera de futbolista, plagada de triunfos y éxitos resonantes. Siendo número cinco —centrehalf como se lo llamaba en aquella época— resultó goleador de su equipo en ocho temporadas y goleador del campeonato en tres.
Como cosa natural, congénita, dada, concedida por gracia del Altísimo, remataba penales y tiros libres con certeza y precisión notables. Gritón, impulsivo, temperamental, dirigía a sus compañeros como si fuera un verdadero Director Técnico dentro de la cancha, ya que conocía como pocos de tácticas y estrategias. La barriada de Garisto do Melo, donde había nacido, lo adoraba, y la afición futbolera del Goianía lo tenía por un héroe del viril deporte del balompié.
—¿Por qué duerme usted durante el entretiempo? —le preguntó un día mi colega Otoniel Pessoa, precisamente el periodista que lo bautizara “Bananao” allá en sus comienzos, por el año 1949, debido a la particular conformación ósea que tenía su cráneo.
—Porque tengo la conciencia tranquila —replicó Joelson, irónico y agrandado por la obtención de un nuevo campeonato.
Y era lógico que tuviera la conciencia tranquila ya que nunca abandonó el campo de juego —ganando, empatando o perdiendo—, sin dejar todo en la brega, sin recurrir hasta el último esfuerzo de su cuerpo de gladiador ni derramar la postrera gota de su sudor mulato.
Porque era mulato Fagundes. Y grandote como el cerro del Jataí, la elevación que domina el barrio pobre de Garisto do Melo. Grandote y fuerte, durísimo, a prueba de lesiones y golpes, blindado, jugó 673 partidos con la camiseta verdirroja sin saltearse ninguno.
—Conocí a un marroquí, en España —me contaba una vez Harmodio Remón, aquel gran jugador panameño que supo alistarse en el Valladolid—, que muchas veces, en el entretiempo, si coincidía el horario, se arrodillaba mirando a la Meca y rezaba sus oraciones. Incluso solía hincarse a orar durante el partido si el momento así lo imponía. Muchas veces los compañeros y los masajistas corríamos hacia él, pensando que había caído lesionado, y cuando llegábamos a su lado estaba rezando. Azíz El O Hcina se llamaba.
Y su problema consistía en que en ocasiones se desorientaba y no sabía a ciencia cierta dónde se encontraba la Meca, rodeado por las tribunas de los estadios. El pobre giraba sobre sí mismo como un perrito que busca la mejor posición para dormirse, hasta que encontraba, o creía encontrar la dirección correcta.
Lo mismo le sucedía lamentablemente con el arco. Jamás pudo localizar el arco contrario y se fue, luego de tres pobrísimas temporadas, sin haber convertido un solo gol pese a que llegó al Valladolid con reputación de artillero. Regresó fracasado al Zoco de Tetuán, pero cada vez más creyente. Pero Harmodio luego, agregaba: “Sin embargo, nunca vi a alguien dormir en los entretiempos, como dormía Joelson, cuando me tocó jugar con él en el Goianía, la temporada 51/52”.
—¿Acaso al entretiempo no lo llaman, también, descanso? —preguntaba entre bostezos Fagundes, que fuera siempre fervoroso defensor de los derechos de los futbolistas—. Si esos quince minutos están dedicados al descanso —insistía—no veo por qué uno no puede aprovecharlos como mejor le plazca y nada ni nadie puede venir a interrumpir el reposo.
Leyenda viva, prócer de carne y hueso, su advertencia parecía resultar ociosa. Ningún Director Técnico se atrevió a molestarlo en su sueño con la tonta excusa de una charla táctica. Es más, Paulo Bento, por ejemplo, el gran entrenador bahiano, impartía directivas a sus muchachos casi en susurros, procurando no perturbar el sueño del gran capitán.
—Resultaba hasta gracioso —aporta, una vez más, Harmodio Remón— porque había veces en que Bento, que era muy vehemente y calentón, insultaba y reprochaba a algún jugador por errores cometidos en el primer tiempo, pero lo hacía en voz baja, tratando de no despertar a Joelson.
No sólo eso. Diamentino Sousa “Pepé”, utilero histórico del Goianía, era una suerte de escudero, ayudante y amigo fiel de Joelson Fagundes. Era el encargado de lustrarle los botines con grasa de acutí, tenerle lista la botella de guaraná y, además, apagar las luces del vestuario cuando Joelson se echaba a dormir sobre la camilla.
Muchas veces la charla técnica, las discusiones, los reproches entre jugadores y técnicos, las voces de aliento de parte de directivos que se acercaban al finalizar el primer tiempo, se realizaban casi en penumbras, y con Pepe circulando en puntas de pies, con el dedo índice sobre la boca para evitar que alguien gritara.
Es más… ¡la hinchada hacía silencio! Cuando trascendió hasta el público esta particular costumbre de Joelson durante el descanso, la hinchada del Goianía detenía sus cánticos y se abstenía de hacer detonar fuegos de artificios o cualquier tipo de explosivos que pudieran alterar el sueño de su ídolo.
Se llegó a recubrir con paneles de corcho el vestuario de los locales, para aislar los, sonidos, luego de un partido en que la torcida del Paraná, conocedora también de las siestas del capitán verdirrojo, tuvo la osadía de vociferar durante todo el entretiempo.
—Había partidos en que se hacía difícil despertarlo —recuerda, hoy por hoy, Ziraldo Monteiro, quien fuera presidente del club en aquellos años—. Especialmente cuando ya era más veterano, caía en sueños muy profundos que nos hacían sospechar lo peor. Bufaba y hablaba a veces en forma entrecortada.
Es que su esfuerzo en el campo era tal, que ningún ser humano, por más atlético que fuera podía soportar tamaño despliegue sin un sueño reparador. Hubo veces en que el mismo Pepe, nuestro utilero, mano derecha de Joelson, debía arrojarle un balde de agua fría para despertarlo. Joelson se despertaba sobresaltado, a veces llamando a su madre. “iMaecinha, maecinha!”, decía. En otras ocasiones preguntaba dónde estaba o bien, más lúcido, pedía que le recordaran el resultado del partido hasta ese momento, o el nombre del equipo contra el que estábamos jugando.
Sin embargo cuando recién empezaba su carrera, el sueño de Fagundes era siempre plácido y gozoso, como el de un bebé. Con el paso de los años, adquirió las características inquietas que narraba Ziraldo Monteiro. Ocurre que, queridos amigos del viril deporte del balompié, el tiempo es inflexiblemente despiadado, incluso con aquellos que parecen haber sido tocados por una varita mágica y configuran astros del firmamento deportivo. Cuando llegó aquel histórico e inolvidable partido final contra el Vasco da Gama por la Copa “General Othon Inacio”, el rendimiento futbolístico de Joelson Fagundes ya había empezado a mostrar fisuras insospechadas, grietas que hubieran resultado inimaginables años antes.
—Estaba más lento —certifica Chico Zequinha, diestro delantero que integró aquel equipo del Goianía y participó de la final—. Joelson nunca había sido un jugador muy veloz, pero la edad lo fue convirtiendo en un hombre muy lento, especialmente cuando, con el paso de los años, el fútbol se hizo más y más rápido.
Sin embargo, en plena decadencia, ni al más desamorado e injusto de los hinchas verdirrojos se le hubiese ocurrido que el gran Joelson Fagundes de Sete Portas no integrara el primer equipo en aquella final contra el Vasco da Gama, esa noche en la que todo Brasil estaba pendiente del encontronazo.
Duele decirlo, pero el primer tiempo de Joelson en aquel encuentro fue lamentable. Jamás estuvo tan lento, tan torpe, tan desacertado. Nadie dejó de reconocer su intento por luchar, por pelear cada pelota como si fuera la última, su entrega conmovedora. Pero, en un partido donde el Goianía con un empate se coronaba campeón, el primer período terminó con una victoria del Vasco por 2 a 0.
Mientras 144.000 personas guardaban un silencio de ultratumba en el estadio de la Ladeira do Tabuao, Joelson, como ajeno a la realidad de que su juego había sido espantoso, bajaba las escaleras hacia el túnel, alentando y zamarreando a sus compañeros, convocándolos a dar vuelta el partido en el segundo tiempo. Cuando llegó al vestuario, como si fuera un partido común y silvestre, se echó sobre la camilla y se durmió.
Cuando se despertó, el vestuario estaba en penumbras y no había nadie. Se sentó, algo aturdido y despeinado, mirando hacia todas partes, sin recordar demasiado bien qué estaba haciendo. Poco a poco, reconoció banquetas y casilleros, duchas y lavatorios. Pero no había absolutamente nadie y el silencio que llegaba desde arriba, desde las tribunas, era insoportable.
—iPepé! —llamó—. iPepé! —pero no contestó nadie.
Saltó al suelo y caminó hasta las duchas. El piso estaba todo mojado. Junto a las banquetas, había papeles y alguna venda tirada. Un brillo le llamó la atención en un rincón. Se veían cristales rotos. Se había roto un vaso y alguien había tenido el cuidado de juntar los pedazos y apartarlo de los pies descalzos. Sobre otra camilla de masaje descansaba una botella de champán, vacía. ¡Tal vez habían ganado la final y estuvieron festejando!
Joelson no lo podía creer, la bronca comenzó a crecerle desde la entrepierna. iNo lo habían despertado! iLo habían dejado durmiendo durante todo el segundo tiempo! ¡Incluso el traidor de Pepé! Ya despejado por la furia, corrió hasta su casillero y buscó su reloj, a manotazos.
Lo sacó de dentro de los zapatos, donde usualmente lo escondía, presionándolo bajo el par de medias. Era el reloj que le había obsequiado el club por el campeonato del año 52. Y marcaba ahora las cinco y diez de la mañana.
No se bañó. Porque sentía frío de tanto dormir destapado y porque se lo llevaba el diablo por la bronca. Se puso la camisa ámbar, el traje de seda gris, y no se anudó del todo la corbata roja con palmeras verdes. Tampoco se calzó los zapatos combinados. Se había quitado con esfuerzo los botines llenos de barro, quedando en medias. Absorto, descentrado, dejó el vestuario local y caminó largamente por pasillos desiertos cuyos pisos estaban alfombrados de papeles y vasos de gaseosas, escasamente iluminados por farolas empotradas en el techo cada cincuenta metros.
Cada tanto se abrían accesos a las tribunas, pero veía el campo de juego completamente a oscuras. Tardó casi quince minutos en salir a la calle, que lucía igualmente vacía. Decidió caminar hasta la avenida Ouro Preto para tomar un taxi, si es que podía encontrar uno a esa hora. Cruzó a un par de borrachos tirados por el piso y a varios jóvenes durmiendo. Estuvo tentado de despertarlos para preguntarles qué había pasado, pero prefirió no hacerlo. Tal vez se había suspendido el partido. Quizás había habido disturbios. O se había cortado la luz, eso era medianamente habitual. El árbitro había decidido suspender el partido y a él no habían querido despertarlo, para no molestar. Cosas de Pepe, que a veces se excedía en su obsecuencia. Posiblemente la pequeña torcida del Vasco da Gama había persistido en sus festejos ruidosos por el 2 a 0 parcial y la hinchada del Goianía, herida ante el resultado adverso y porque el jolgorio alteraba el sueño de su capitán insignia, la había atacado a palos y cuchilladas determinando que se suspendiera el partido.
En la esquina casi en penumbras de Passo Fundo y Tocantins encontró, sorpresivamente, un bar abierto. Era pequeño, con dos portales, uno hacia cada calle, de donde salían haces de luz amarilla. Adentro, una vieja mulata barría el piso. Había una sola mesa ocupada, con un tipo que dormía a pierna suelta junto a una botella de cerveza. El piso necesitaba de la escoba, sin duda alguna, porque estaba aún cubierto por tapitas metálicas, papeles y cáscaras de maní. Arriba de la heladera industrial, una radio dejaba oír, apagada y plañidera, una canción de Leo Belico.
—¿Habrá tiempo, señora, de tomar algo? —preguntó Joelson. La mujer lo miró sin un gesto. Dejó la escoba y marchó detrás del mostrador. Joelson se sentó junto a una mesa vacía, plegable, de latón celeste, que todavía mostraba los círculos húmedos donde habían estado apoyadas las botellas de cerveza, y pidió una “Natal”. La vieja le trajo la cerveza y, paciente, volvió detrás del mostrador, donde empezó a repasar los vasos.
—¿No sabe cómo terminó el partido? —preguntó Joelson, tras apurar un trago, y sintiendo que la tensión le mordía el pecho.
La vieja lo miró con algo de extrañeza.
—Salió campeón el Goianía —dijo—. Empató 2 a 2.
Joelson se mordió los labios. Otro título para su carrera. No sabía si alegrarse o no.
—El partido… —vaciló—. ¿Fue normal? ¿Se jugó entero? ¿No hubo disturbios, no se suspendió?
—Que yo sepa —negó con la cabeza la vieja, sin mirarlo—. Ni siquiera durante los festejos. Yo no vi nada. Y eso que estuvieron acá hasta muy tarde. Recién eché a los últimos, unos muchachitos…
—¿No sabe…? —Joelson, pese a la cerveza, sentía la garganta seca— …¿No sabe quién hizo los goles del Goianía?
La vieja volvió a encogerse de hombros, amarga.
—No sé —dijo—. Yo no conozco de esto. Soy hincha del Goianía porque mi marido es hincha. Y porque cuando gana el Goianía nosotros trabajamos mejor, como esta noche… Pero no entiendo nada…
Joelson se quedó en silencio. Se recostó contra la pared y miró a un punto fijo, sin ver.
—Por suerte… —continuó sorpresivamente la vieja— …lo sacaron al Fagundes ese. Era un desastre. Cuando lo sacaron empatamos. Con él hubiéramos perdido por goleada…
Joelson sintió que se le quebraba algo adentro. Tragó saliva.
—¿Muy mal jugó?
—Eso dice mi marido —graznó la vieja—. Yo no sé. Pero es lo que dice mi marido y lo que decían todos los que estaban acá, mirando el partido por televisión… Que ya no da más ese Fagundes. Está viejo. Jugar con él es como jugar con uno menos. No se da cuenta de que ya no puede jugar con los más jóvenes. Por suerte el Director Técnico tuvo la valentía de sacarlo… Así dicen…
Joelson golpeó con la base del vaso sobre la mesa. El tipo que estaba durmiendo en la otra mesa pareció despertarse, pero entreabrió los ojos y volvió a cerrarlos.
—Cóbreme —pidió Joelson.
—Deje —dijo la vieja—. Ya cerré la caja.
—Cóbreme, cóbreme —volvió a pedir Joelson, los dientes entrecerrados. La vieja le dio la espalda, pero hizo un gesto de negativa con la mano. Seguía acomodando botellas.
Joelson se puso de pie. Buscó en sus bolsillos y tomó diez cruceiros, casi el doble de lo que costaba la “Natal”. Los tiró arriba de la mesa. Después salió a la calle y caminó hacia su casa.