Al Alvarez tiene 89 años y escribe. Y muy bien por cierto. Es poeta, novelista, editor, crítico y ensayista. Pero además fue y es un deportista: en su juventud fue atleta y, hasta los 63 años, escalador. Cuando el físico ya no le daba, comenzó a practicar el póquer, que no es un deporte pero tranquilamente podría serlo y la natación.
Como editor de poesía difundió a escritores como John Berryman, Robert Lowell y Sylvia Plath. Y es autor de ensayos sobre suicidio, el divorcio, la noche, el montañismo y hasta el póquer, entre los que se destacan El dios salvaje y Crónica de un gran juego.
En el estanque (Diario de un nadador), publicado en inglés en 2013, es su último trabajo traducido al español. Allí narra cuando se vio obligado a dejar el montañismo por una lesión en el tobillo y descubre, para su sorpresa, que la vejez no implica necesariamente llevar una vida sedentaria a la espera de la muerte, sino que todavía hay tiempo para recuperar viejas pasiones. Y así retoma la práctica de la natación en unos estanques agrestes de Hampstead Heath, cerca de Londres, en los que se zambulle varias veces por semana, en primavera, otoño y hasta en invierno.
El resultado de esas visitas es En el estanque, un diario que comienza como el detallado inventario de la relación entre el escritor y la naturaleza pero que paso a paso se va transformando en una detallada crónica que reflexiona sobre la vejez. Y el resultado es un relato íntimo, divertido, impiadoso, malicioso y conmovedor sobre los achaques físicos, los impedimentos del cuerpo y las dificultades que padecen los viejos en la vida cotidiana.
Aquí entregamos un fragmento:
2003
Sábado 10 de mayo, 14ºC
Cuando me estaba subiendo al auto para ir al estanque pasaron David Storey (el escritor) y su señora. Es un tipo alto, corpulento; fue jugador profesional de rugby antes de entrar en Bellas Artes, y después cambió la pintura por la literatura. A pesar del rugby es afable y tiene una voz suave. Me gusta mucho su humor melancólico. De hecho me cae muy bien, y creo que yo a él también.
Últimamente nos vemos sólo al pasar, en la calle, aunque vive cerca (acá mismo, a la vuelta, sobre Gardnor Road). Pero para nuestra amistad distante ese dato es demasiado invasivo, y no lo mencionamos nunca, no sea cosa que alguno se sienta forzado a invitar al otro. Todo muy inglés.
Hoy charlamos un segundo, más que nada sobre las humillaciones de la vejez –el tema de siempre–. Y lo cierto es que por primera vez lo vi como a un viejo. No por la panza y las canas –que tiene hace años y sobrelleva muy bien con esa contextura tan robusta–, sino por cierto temblor difuso que lo rodeaba, una vibración en el aire, un halo tenue de vacilación –no mental: física–, como si no estuviera completamente en foco. Es lo que sucede “cuando empiezan a separarse cuerpo y alma”, que es supongo lo que me está pasando a mí. Así que manejé hasta el estacionamiento, llegué rengueando al estanque y nadé casi hasta la soga –emprendí la vuelta unos diez metros antes–, como para demostrarme que más o menos sigo en carrera.
Domingo 11 de mayo, 14ºC
Hoy nadé un par de metros más, prácticamente hasta la barrera, y al girar para volver despacio de espaldas el aire se llenó del perfume denso de las flores de mayo. Todos los espinos que rodean el estanque están cargados de flores blancas, y uno en particular parece a punto de colapsar bajo su propio peso –una pendiente blanca hacia el agua, como una pista para saltos de esquí–.
Después de dejar el auto me torcí el tobillo, así que la caminata no fue para nada divertida. Me odié a cada paso, pero me di un chapuzón y me saqué una década de encima. Se ve que así es el tiempo de descuento: una batalla entre el cuerpo y la voluntad –a muerte, literalmente–.
Por mí está bien, pero me gustaría no terminar siempre tan agotado.
(…)
2006
Martes 21 de noviembre
Parece que voy cuesta abajo, y rápido. Ayer la natación estuvo perfecta: sol intenso, aire fresco, el estanque para mí solo y el agua en siete grados, que después de todos estos años ya no me resulta fría sino más bien tonificante. Pero a la tarde, en Flash Walk, el tobillo cedió de pronto mientras cruzaba la calle frente a casa: me fui de boca al suelo y terminé con los dedos llenos de sangre. Hoy a la mañana volvió a ceder, esta vez en la cocina; me tropecé, me caí y me pegué la cabeza contra un estante de vidrio. Gracias a Dios no se rompió, sólo me sacudió y me dejó medio mareado.
Qué oportuno, pensé, ya que estaba a punto de salir hacia otro médico para otra revisación para el certificado de discapacidad, y llegar en shock me pareció uan idea excelente. Veremos. Mientras tanto son las seis de la tarde y todavía me siento débil y estoy agitado. La cuestión es que me las había ingeniado para seguir con mi vida a pesar de las limitaciones que me impone el cuerpo. Con la Blue Badge podía moverme por la ciudad, ir de compras, hacer mis cosas y llegar al estanque para mantenerme más o menos en forma. Sin eso quedaría confinado en casa, deprimido y paranoico de que me hagan multas por mal estacionamiento. Pero lo que más detesto es este lloriqueo trémulo al que cedo ahora. No es para nada mi estilo, gracias.