En el barrio de Flores siempre se sintió admiración por las renuncias. La gente distinguida apreciaba como muestra de buen gusto el rechazo de honores, dignidades, premios y cargos públicos.
Durante mucho tiempo no existieron recomendaciones escritas al respecto. Ninguno de los autores del barrio se ocupó del asunto para clasificarlo y ordenarlo.
Los Hombres Sensibles se limitaban a aplaudir cada renuncia, sin detenerse a meditar el carácter ético o estético de los gestos individuales. De cualquier manera, ya se sabe que los muchachos del Ángel Gris confundían casi siempre lo bueno con lo hermoso y verdadero. No es extraño encontrar en sus textos referencias a teoremas canallescos, flores mentirosas y corajes vistosos. Nadie puede sospechar que estas adjetivaciones se propusieran el asombro: eran la expresión cabal de hombres a quienes las propiedades del bismuto solían parecerles una compadrada.
Este caos inicial del espíritu renunciante dura hasta la aparición de una pequeña antología realizada por Manuel Mandeb. Se titulaba “Ni aunque me lo pidan de rodillas” y consistía – como ya puede adivinarse – en una colección de renuncias memorables. El libro comienza con una del propio Mandeb, que no tiene fecha y que reviste la forma literaria del telegrama. Los glosadores se inclinan a creer que su texto original fue mucho más breve que el que figura en la antología. Y en realidad es muy probable que el autor haya querido amenguar los estragos que las tarifas del correo suele hacer en el estilo literario de sus clientes.
Al parecer, Manuel Mandeb expone en esta pieza su decisión de declinar el cargo de cadete en la Farmacia Ghigliotti de Caseros, a causa de graves desinteligencias filosóficas y empresarias con la conducción de la firma.
Siguen a ésta veintinueve renuncias de toda índole.
Merece destacarse la número doce, suscrita por el doctor Ángel D. Molina Acosta y dirigida al administrador del edificio en el que vivía, con copia a cada uno de los copropietarios. En realidad es el anuncio de la inminente mudanza del doctor Molina Acosta, pero al hombre se le antojaba esta actitud como una renuncia a su carácter de inquilino.
Vale la pena transcribir la número veinte, aunque no sea por su brevedad:
“Yo no me llamo cincuenta pesos”.
Firmado: Ramón.
La antología de Mandeb es de lo peor que ha escrito el polígrafo árabe. Pero sus consecuencias fueron notables. Su lectura despertó en muchas personas la conciencia de una vocación renunciante. Y los más emprendedores comprendieron las ventajas de reunirse y asociarse, para brindarse mutuo apoyo, para esclarecer puntos oscuros y para difundir la doctrina en los barrios bárbaros.
Así nace la Sociedad de Renunciantes de Flores.
Los maliciosos afirman que esta gente pasaba la mitad del tiempo eligiendo presidentes y la otra mitad considerando sus renuncias. Esto es casi cierto, pero no puede negarse que han dejado una serie de pensamientos muy interesantes, especialmente en estos tiempos, en los que nadie renuncia a nada.
Todo socio o simpatizante de la entidad tenía como obligación principal la de hacer obra para merecer algo. Muchos emprendían carreras universitarias, otros trabajaban durante años en casas de comercio, los menos elegían el camino del arte.
En algún momento el tesón o el talento eran reconocidos. Y ahí empezaba la verdadera tarea: rechazar ese reconocimiento. Los médicos renunciaban a su título. Los amanuenses a su ascenso. Los artistas al renombre. De este modo, la culminación de los esfuerzos de toda la vida consistía en renunciar a la recompensa.
Semejante postura espiritual debía ir acompañada en todos los casos por una conducta digna y humilde. Los renunciantes jamás se dejaban tentar por la notoriedad. Iban siempre a menos. Si por su mente cruzaba un argumento feliz para refutar a algún pedante, se lo guardaban. Muchas veces pasaban por cobardes, sobrándoles cuero para ser corajudos. No cobraban los billetes premiados y se iban al mazo con el as de bastos.
Como ocurre siempre con las grandes corrientes filosóficas, no tardaron en aparecer heresiarcas.
El primer problema que se presentó era bastante previsible: muchos socios que se empeñaban en tareas ciclópeas llegaban al final del camino sin que nadie les ofreciera gratificación alguna. Mandeb y otros ortodoxos sostuvieron que la verdadera renuncia es anterior al premio, debe yacer en el espíritu y no necesita hacerse manifiesta.
Pero esto era demasiado para algunos afiliados no del todo fuertes. Y así, muchos apresurados empezaron a renunciar públicamente a distinciones que nadie les había ofrecido.
En 1967, el arquitecto Mario Cuenca, que ya no era joven y que nunca había sobresalido, se permitió renunciar anticipadamente a su nominación como uno de los diez jóvenes sobresalientes del año. Su carta causó sorpresa entre los funcionarios, que ni siquiera lo conocían. Cuenca no recibió ni el módico halago de la aceptación de su renuncia.
Sin embargo, su ejemplo hizo escuela. Muy pronto los socios de la agrupación dejaron de hacer méritos para dedicarse tan sólo a renunciar.
La fundación Nobel, el Círculo de Periodistas Deportivos, las academias y los colegios recibían docenas de notas firmadas por los hombres de Flores, deseosos de rechazar cualquier eventual medalla.
Ya se puede uno imaginar el catastrófico efecto de este nuevo criterio.
Gandules que renunciaban a empleos que no tenían. Galanes que rompían con novias ajenas. Indoctos que rechazaban cátedras inalcanzables.
Paralelamente, la proverbial dignidad de los renunciantes se fue deteriorando. Empezaron a aparecer falsos virtuosos que se jactaban de resistir tentaciones que no sentían. Y eso – como bien lo afirma Mandeb – no constituye en verdad hazaña ninguna. Leamos el pensador de Flores.
“La virtud no consiste en privarse de lo que a uno no le gusta. ¿Qué mérito representa el no tomar guindado si uno detesta esa bebida? El verdadero virtuoso es aquel que a todas horas siente deseos de tomar guindado y no lo hace. Por eso, cuanto mayor sea el número de tentaciones que nos acechen, más grande será también nuestra ocasión de ejercer la virtud. Un hombre sin tentaciones jamás podrá ser santo.”
Hay que aclarar que ni Manuel Mandeb, ni la mayoría de los Hombres Sensibles de Flores pertenecieron a la Sociedad de Renunciantes de un modo efectivo. Miraron con simpatía las actividades del grupo y sufrieron ante su decadencia.
Con los años, las ramas heréticas fueron multiplicándose. Unos atorrantes de la calle Morón decían haber renunciado a la renuncia. No se privaban entonces de nada: se entregaban a los placeres más guarangos y de yapa se jactaban de su alta condición moral. “Nada nos gustaría más que renunciar al juego, al alcohol, a los lupanares y al dulce de leche. Pero hemos renunciado a renunciar.”
Un grupo de esteticistas de la avenida Gaona entendía la renuncia como una de las artes literarias. De este modo nace la renuncia-ficción, género que únicamente exige la redacción de un texto, sin que esto implique el abandono de nada. Hay que reconocer que algunas obras surgidas de este cenáculo son primorosas.
Las hubo melancólicas, apasionadas y hasta versificadas, como ésta que transcribimos:
“Informo con la presente
que a partir de este momento
al cargo que yo detento
renuncio redondamente.
Lo saluda atentamente
Ángel Natalio Formento.”
Después también hubo escisiones entre los literarios y los más recalcitrantes se condenaron al silencio.
Otras manifestaciones artísticas tuvieron lugar en la calle Pedernera, donde se cantaban canciones de renuncia, aunque los cantores gustaban de hacerse rogar durante horas.
Pintores renunciantes parece que no existieron, aunque ciertos críticos creían ver en los cuadros del famoso plástico Lucio Cantini una especie de renuncia, aunque no acertaban a explicarse en qué consistía.
El último y tal vez más agudo de los sectores disidentes fue el de la calle Boyacá, que sostenía que cualquier conducta lleva implícita una renuncia a otra conducta posible. El que se dirige al norte ha renunciado al Sur, al Este y al Oeste. El que toma mate amargo ha renunciado al azúcar y el que lo toma dulce ha renunciado a la amargura. Vivimos renunciando, aunque no lo sepamos.
Como puede verse, la intención primitiva había quedado muy lejos. El demasiado análisis condujo a los neorrenunciantes hacia el lado de los tomates.
Hoy, los estrictos consejos morales de la primera época se nos antojan exagerados.
Pero quizás convenga que todos nosotros los examinemos minuciosamente. No está tan mal renunciar de vez en cuando. La verdadera nobleza consiste en hacer lo que uno debe, sin esperar recompensa ninguna. Tampoco está mal darle cierta ventaja a la vida. Después de todo, el que pierda puede alardear aunque pierda.
Y una cosa más. Si no podemos enorgullecernos de lo que hemos hecho, que nos quede por lo menos el orgullo de lo que no hemos querido hacer.
*Extraido del libro Crónicas del Ángel Gris – Ediciones de la Urraca – 1988