–Cara, gana usted; ceca, gana usted.

El réferi se dirige a los capitanes. Los mira a los ojos mientras con el dedo índice señala una moneda en la palma de su mano. Después la arroja al aire, la atrapa y la estampa sobre el dorso de su mano izquierda. La mantiene tapada con la derecha y tras un breve momento de suspenso, antes de mostrarla, vuelve a buscar en los ojos de los capitanes la aprobación por la transparencia del procedimiento. Sus jueces de línea, atentos al protocolo, lo escoltan.

La ancestral ceremonia del sorteo para elegir el arco y decidir el equipo que saca, se repite desde que el fútbol es fútbol, partido tras partido. El rito, además, requiere de otro trámite para consumarse: la foto de los árbitros con los capitanes. La foto que nunca sale publicada.

Tras los cruzados apretones de manos y los mutuos deseos de buena suerte, el réferi extiende sus brazos pasándolos disimuladamente por detrás de los hombros de los capitanes ubicados a su lado. Con sutiles toquecitos de sus dedos, los perfila hasta dejarlos enfrentados a las cámaras fotográficas. Los jueces de líneas se acomodan en los extremos y todos se amuchan frente a un variable e indefinido grupo de reporteros gráficos –pueden ser tres en un partido de Primera C o ciento veinte en una Final del Mundo– que resignadamente tomarán la insustancial fotografía sin destino.

Forma parte también de la recurrente ceremonia, un recurrente chiste al que inevitablemente todos los réferis recurren:

–¡Sáquennos bien eh… no sea cosa que después la publiquen en La Chacra!

***

Una fría noche de viernes en Caballito, durante del sorteo de un Ferro – Platense, un reducido grupo de fotógrafos esperábamos en el círculo central que jueces y capitanes terminaran de acomodarse para cumplir con el ritual de la bendita foto, cuando el colega Juanjo Bruzza nos preguntó por lo bajo:

–¿Qué pazaría zi cuando eztoz noz pozen para que les zaquemoz la foto, noz cruzamos de brazoz y hazemoz como que miramoz laz eztrellaz y no lez zacamoz nada?

Mientras nos reíamos de la ocurrencia gatillamos nuestras cámaras al unísono. El referí, orgulloso, pensó que nos había causado gracia su comentario acerca de la posibilidad de que la foto saliera publicada en la revista La Chacra.

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Otra noche en un bar de Rosario, Gerardo Horovitz, inolvidable compañero de El Gráfico, me comentó consternado algo que la había confiado esa misma tarde el comisario Boero, nuestro corresponsal en esa ciudad. El lector pensará que a Boero lo apodábamos El comisario. Pero no, Boero era comisario. De la Policía de Rosario. Y en sus ratos libres, que vaya si los tenía, se había aficionado a la fotografía y los fines de semana cubría a Ñuls y a Central para El Gráfico.

Tomando unos whiskys, Boero le había contado al Zoilo Horovitz que en su seccional andaban detrás de la pista de una organización delictiva que traficaba con fotos a nivel nacional.

–Fotos pornográficas, arriesgó el Zoilo.

­–Negativo, Zoilito, fotos de las que sacamos nosotros en la cancha. Parece que los tipos tienen contactos en las editoriales y en los diarios. Están infiltrados o algo así y pueden acceder a los negativos y las diapositivas de los partidos. Los tipos cortan las fotos, esas que sacamos de los árbitros posando con los capitanes, se las afanan y después se las venden a los réferis. Es un negocio de mucha guita, Zoilo.

El Zoilo quiso saber mi opinión:

­–¿Vos que pensás? ¿Qué la fotos esas nunca salen publicadas porque se las afanan? ¿O se las afanan para vendérselas a los réferis que las quieren guardar de recuerdo y por eso nunca salen publicadas? –me dijo preocupado.

Le contesté con una mano en corazón:

–La verdad, ese asunto me importa tres carajos.

***

Las simétricas circunstancias de la vida me volvieron a enfrentar, años después, a la cuestión de la foto que nunca sale. Con mi amigo Alejandro Wall realizamos una serie de reportajes para una sección llamada Hombres de Negro que se publicaba en la revista Un Caño. Entrevistamos a un montón de réferis retirados. Todos ellos fueron muy amables. Nos contaron sus anécdotas y nos mostraron, orgullosos, fotos de sus viejos tiempos de actividad deportiva que atesoraban en álbumes o lucían enmarcadas en las paredes de sus casas, quinchos y oficinas.

Se imaginará el lector que clase de fotos eran.