Una semana antes de una Navidad, más o menos un año y medio antes de que mi padre muriera, estábamos pasando unos días buenos en la costa de Mar de Ajó, días como tal vez nunca habíamos pasado ni volvimos a pasar. Fue un domingo, mi madre se había quedado haciendo la comida y mi padre y yo, no muy amantes de la playa, nos fuimos a un bar a tomar el vermú. El sol rajaba la tierra y por supuesto todos los demás se habían ido al mar. Solos, acodados en el mostrador que era lo que más nos gustaba, íbamos por el tercer o cuarto Gancia con Fernet cuando mi padre se acordó de mi promesa de amasar. Yo me había olvidado.
—Como tu madre nos conoce, seguro que ya se encargó de todo —me dijo.
—¿Sabés que desde hace unas semanas estoy escribiendo historias? —le dije, en un ataque de hablar de algo más que banalidades—. Encontré una máquina de mi abuelo y la estoy usando.
—Historias.
—Recuerdos, de cuando era chico, historias un poco verdad y un poco inventadas. No sé, me hace bien. Tal vez largue todo para dedicarme a escribir.
Dije esto último y me arrepentí. Había estado de más. Es que en cualquier momento, sin que yo pudiera controlarlo, me asaltaba el deseo de herirlo, aunque más no fuera sutilmente, de tirar un dardo minúsculo que le pellizcara la carne, de dejar en claro que la paz que vivíamos no era una paz verdadera sino una circunstancia, un estado de ánimo que dependía pura y exclusivamente de mi ánimo, al cual él debía permanecer sometido.
Seguimos tomando. Un quinto, un sexto vermú. Yo estaba borracho, felizmente borracho. Permanentemente al borde de la risa como si en vez de tomar vermú me hubiera fumado un porro. Él distendido y un poco, apenas suelto de lengua. Miré la hora: mi madre ya debía tener la comida lista, pero nos conocía bien, a mi padre y a mí: aparte de tener el corazón en la boca porque estábamos juntos, iba a tener la precaución de no echar los fideos al agua hasta que nos hubiéramos sentado a la mesa.
—¿Querés una buena historia para escribir? —me dijo, de golpe, mi padre.
Yo me limité a mirarlo. Él no había acusado el golpe que suponía el hecho de que yo pensaba dejar la empresa, pero había tomado, sin más, el hecho de que yo me había puesto a escribir, una actividad que por estar tan cerca del ocio él debía repudiar con toda su alma.
Me quedé en silencio y él volvió a preguntar.
—¿Querés o no querés?
—A ver, dale, pero que sea una historia que a vos te interese no da garantía de que a mí me interese también.
—Sentí. —Siempre decía sentí por escuchá—. ¿Te acordás de Rojitas, el Pelado? Los pibes de tu generación no lo vieron jugar. Pero yo lo vi nacer, y crecer con la pelota. Lo más grande que tuvo Boca, lo más grande que tuvo este país, más grande que Bochini, más grande que Maradona. Lo que pasa es que eran otras épocas.
—Seguro que estás exagerando.
—No sé. El asunto es así: una noche de verano, un calor insoportable, estábamos Coco, el Pelado Rojitas, Rabanito y yo, en el club Brisas, sentados como ahora estamos sentados nosotros dos. Lo jodíamos al Pelado porque había firmado con Boca, él que era hincha de Independiente, como el Diego, ¿entendés lo que te digo?
Le dije que entendía, y le pedí que nos apartáramos un poco. Mi padre nunca me había contado una historia. Pedí la botella de Gancia y un sifón, reforcé las medidas de Fernet y nos fuimos a sentar a la última mesa. Yo con mi vaso en una mano y el sifón en la otra.
Mi padre dio dos pasos y apoyó su mano libre sobre mi hombro. Fue la única vez que él tuvo un gesto así conmigo. Nunca me voy a olvidar de lo que sentí. ¿Con tan poco se podía allanar tanto el camino hacia la paz? La tormenta seguía, pero despuntaba algo parecido a un sol tibio en el horizonte. Si con sólo un toque de su mano la ferocidad le daba algo de espacio al amor, ¿qué no podía ser posible entonces con un poco de tiempo? Ese abrazo suave, corto, casual, sobre mi hombro. Ese abrazo único, pero tan verdadero como aquella tarde de verano, o como el aire de esta noche de otoño en la cual escribo, es lo importante, lo que recuerdo perfectamente. Porque la historia puede ser circunstancial, tal vez insuficiente, pero tiene el valor de otorgarle al hombre, mi padre, la categoría de hombre real.
Nos sentamos y siguió. De golpe entró mi hijo Cristian; mi madre, que sabía perfectamente en donde estábamos, nos había mandado llamar. Cristian tenía pelada la nariz. Mi padre le dijo que le dijera a su abuela que le pusiera crema.
—Y decile también que en media hora estamos allá, hijo —dijo mi padre.
Era como si el chico fuera yo. Tantas veces mi madre me había mandado a buscarlo y mi padre que ya venía, que ya venía y terminábamos comiendo sin él. El club fue siempre la segunda casa, o la primera casa de mi padre. Las cartas y el vermú, los rivales más duros de mi madre.
—Te sigo contando. El Pelado debutaba mañana, o sea al otro día, entendés.
—Mañana está bien.
—Claro, como si fuera mañana, contra Vélez, en el Boca de Rattin, y ponele que ahora fueran la una o las dos de la madrugada. Se tenía que ir a dormir. Él tomaba granadina y nosotros todo lo que te puedas imaginar, en esa época sí que se tomaba. Dale que dale a la pavada hasta que la noche se cae porque se cae, porque a veces la alegría es más grande que lo que uno tiene para decir. Vienen unos minutos de silencio. Ruidos de vasos, la risa tardía de Coco, y así como así el Pelado nos invita a conocer su casa nueva de Flores. Se la había alquilado Boca y él la había puesto con todo porque había cobrado una prima que equivalía al sueldo de un año en la fábrica de fósforos, la misma en la que trabajó tu madre hasta conocerme a mí. Que vamos a verla, que vamos a verla; que sí, que no y fuimos nomás. Él estaba con el auto del padrino aunque apenas manejaba, o había aprendido hacía muy poco. Lo importante es que el Pelado era un peligro con el auto, y por más que le insistí quiso manejar él, aunque cualquiera de nosotros era preferible, aun con el pedo que teníamos. El viaje fue pura risa por cualquier cosa, bocinazos y gritos a todo lo que se pareciera a una mina. Yo iba atrás, en silencio, dejándole el monopolio del ruido a los otros tres, me había ensimismado, entendés, porque no es que ese carácter sea exclusividad de tu madre, yo también muchas veces soy así, y vos también sacás eso de mí.
—¿De verdad?
—Claro. Recuerdo eso: que yo estaba así, en ese estado, por las copas y porque estaba así. Sentía pena por todo lo que veía. Pero no una pena fea, no una pena porque menospreciara a las demás personas y a las cosas. Todo lo contrario, pena porque me sentía cerca de ellas. Porque la noche había sido hecha para nosotros. Todo era la noche. Los otros autos, los gatos, los árboles, los pocos perros que perseguían a algún linyera ladrándole al paso. Y de golpe un auto que nos venía de frente y las siluetas de mis amigos que se iluminaban como apariciones, lo recuerdo tan nítidamente. Y sé que no es una boludez, sé que es algo, aunque no pueda decirte qué.
—Seguí —le digo—, no te vayas a poner melancólico y rompas el invicto a esta altura de tu vida.
—Sentí. Llegando a la casa, nosotros íbamos por una de esas calles de Flores que de noche son todas iguales, doblamos en contramano. Estábamos a una cuadra y ninguno de los boludos se dio cuenta. Entonces yo despierto de ésa en la cual me había quedado colgado y le digo que tenga cuidado que se había metido contramano. No termino de decirlo que nos para un policía. Yo escucho el silbato primero y veo la moto después. Pensé que estábamos sonados. Pero después me tranquilizo, porque manejaba el Pelado y él no había tomado ni una copa. El cana nos ilumina con la linterna. Nos pide que bajemos despacio. Era una época tranquila, no se tenían los miedos que se tuvieron después. Un cana era algo más parecido al cartero que a un milico. Pero nosotros éramos unos pibes. Bajamos y supongo que mi cara no debería ser muy diferente de la de mis amigos. El cana nos dice que nos pongamos todos bajo la luz del farol, y es ahí que lo veo: negro, no como yo, como Louis Armstrong, entendés. Negro mota. Rabanito suelta una risita pero la reprime enseguida. Los demás nos quedamos callados. El cana le pide al Pelado la licencia de conducir, así le dice, no registro, licencia de conducir, como si el tipo fuera de otro país, de otro planeta. ¿Y sabés qué? El Pelado no tiene. «Me la olvidé», dice, y es mentira, y todos nos damos cuenta de que es mentira. «Te la olvidaste de sacar», le dice el cana. Después nos hace hacer el cuatro, nos palpa de armas y dice que nos va a tener que confiscar el auto. «Mi padrino me mata, señor», dice el Pelado. Coco lo arenga a más: «Decile quién sos, decile, boludo». Al Pelado ya lo conocía todo el país, porque le había hecho tres goles a Uruguay en una selección de la C que se había formado para jugar un amistoso. Todo el mundo hablaba de él porque Armando se lo había comprado a Arsenal de Llavallol después de ese partido. «Soy Ángel Clemente Rojas —dice el Pelado—: Rojitas, no el Tanque, eh: Rojitas». El cana lo mira, parece dudar. Pregunta qué hacemos tan tarde si mañana «el señor» debuta en Primera. El Pelado le cuenta lo de la fiesta, jura que no tomó, nosotros juramos que él no tomó, pide por favor. Entonces escuchá lo que dice el cana: «Ésta no es tu noche, pibe», dice. «Te encontraste con un cana negro, hincha de Vélez e hijo de uruguayos. Qué le vas a hacer. Capaz que te meto en gayola para satisfacción de mis viejos y para que no nos hagas ningún gol a nosotros». El Pelado tenía una cara que no me voy a olvidar jamás. «Le prometo que si me deja ir no hago ningún gol, señor», dice. El cana se ríe, nos pregunta si alguno de nosotros tiene registro. Yo le muestro el mío, me lo revisa y me permite manejar el auto. Antes de dejarnos ir, le recuerda la promesa. «Rojitas, acuerdesé», le dice, «ningún gol», y nos vamos.
—¿Nada más? —digo.
—Sí, algo más. ¿Por un momento te pensaste que era una anécdota de mierda, no? Sentí. Al otro día Boca le ganó a Vélez tres a cero. Tres goles de Corbatta, tres jugadas de Rojitas que lo dejaron solo a Corbatta. «Tres jugadas electrizantes», así dijo el diario del domingo. Se habló de la «generosidad» del Pelado, ¿entendés? Generosidad. Tres gambetas dentro del área, pero ningún gol. ¿Por miedo al negro? No sé. El otro fin de semana pasó algo que no te incumbe, y yo nunca más le volví a hablar al Pelado. «Tres jugadas electrizantes» y ningún gol. ¿Entendés? Eso sí que es una historia.
Le sonreí. Pagamos y nos fuimos. Yo pensaba «Qué hombre, de qué está hecho que es tan difícil de entender para mí». Pensaba esto con tranquilidad, sin poder salir del asombro todavía. Él sólo caminaba.
Jamás volvió a contarme algo. Jamás volvió a tomarme del hombro.
*Extraído del libro “La ley de la ferocidad”. Editorial Alfaguara. 2011.