El día en que Ignacio De Angelis cumplió 33 años pidió un deseo: ver jugar por primera vez a Lionel Messi. Y con ridícula convicción decidió auto complacerse. Sin titubear un instante, encendió su computadora y sacó un ticket para presenciar el duelo entre Argentina y Ecuador por la primera fecha de las Eliminatorias en River. Ignacito no conocía el Monumental y nunca había visto un partido profesional en su vida. A las 48 horas se levantó y advirtió en la tele que Messi se había roto y no iba a jugar. Cayó en un pozo. Pero, empujado por sus amigos y su propia novia, resolvió viajar igual desde Tandil para cumplir con el compromiso. Cargó su camperón de la Selección en un bolsito repleto de ilusiones y se tomó el Condor – La Estrella en la terminal local.
Mirando por la ventana la ruta, imaginó una goleada en una cancha llena con una luna primaveral como testigo. Se vislumbró participando de la ola con sus compañeros de popular y cantando el ole a los hermanos ecuatorianos. “¿Cómo me lo iba a perder?”, ronroneó con enfoque romántico. Valía la pena el esfuerzo. Y además, si bien no estaba Messi, podría ver en vivo al Kun Agüero, que era un premio consuelo valorable.
“Mi único objetivo es ver una goleada de la Tataneta”, manifestó la noche anterior, ya alojado en mi casa como pasa cuando cualquiera de mis amigos tiene un capricho semejante. Estaba ansioso y compenetrado. Encontró en Google el discreto cancionero de la Selección y se aprendió de memoria la fallida “Brasil, decime que se siente…”. Más tarde, puso en Youtube la búsqueda: “Grandes jugadas de Di María”. Se le puso la piel de gallina. Iba a disfrutar en vivo de Angel. Del equipo subcampeón del último mundial. En un estadio emblemático. Nada podía ir mal.
La mañana del partido lo descubrió con algunos grados de fiebre. Levantó la persiana y chequeó el clima en su tableta: nueve grados y altas probabilidades de lluvia. Ya no habría luna primaveral. A seis horas del partido, se fue para la cancha. Estaba íntegramente vestido de Argentina: camiseta, camperón, joggineta y un gorro de lana impresentable. Se puso la entrada adentro de una media por si alguien le quería robar. Pero cuando llegó a las inmediaciones del estadio aún ni siquiera estaban cortadas las calles de acceso. “Qué curioso”, pensó. Hizo tiempo en un Starbucks y leyó todos los suplementos deportivos de los diarios para ponerse en sintonía.
A las 19 entró a la cancha. Estaba prácticamente solo. Intentó arengar un poco pero resultó brutalmente ignorado y se sentó. El frío de la San Martín alta lo estaba perforando. Se comió unas garrapiñadas y aguardó. Chifló la entrada en calor de los ecuatorianos y ovacionó a Agüero y Di María cuando llegó el turno de Argentina. “Qué fiesta, papá”, le dijo a un vecino de tribuna que estaba con los dos hijos y la única ambición era volver a su casa sin enfermarse. “Yo veo más bien un clima pobre”, le respondió el hombre, bajándole la ilusión a Ignacito. El momento del himno lo vivió con exagerado nacionalismo: de pie, con una mano en el pecho y agitando en formato de pogo en la famosa estrofa coral. Nadie lo acompañó. Una torcedura en el tobillo izquierdo finalmente lo obligó a sentarse de nuevo. “Dale Mascherano, eh. Dale hermano”, gritó antes del arranque. “Pibe, ¿podes calmarte un poco, por favor?”, le recriminó un anciano desde dos escalones arriba. Y le comentó a otro que tenía a unos metros: “Esta gente que viene drogada a la cancha, la verdad que arruina todo. No te dejan disfrutar en paz”. Ignacito no estaba drogado: simplemente era un pueblerino excitado. Por eso ignoró el comentario: nada ni nadie iba a empañar su primera vez en el Monumental. Estaba impactado por la soberbia estructura de cemento, por los aviones que aterrizaban cerca, por la pantalla gigante y por la perfección del césped. Todo le llamaba la atención. Sólo le restaba coronar el momento con un triunfo. No pudo ser.
A los diez minutos de iniciado el cotejo, Agüero se desgarró. Y a partir de ese momento, Argentina fue un desastre. La gente insultaba al entrenador y a los jugadores. Él mismo se descubrió cuestionando a un muchacho llamado Biglia. El frío del equipo se trasladaba a las tribunas y nadie cantaba ni apoyaba. Todo transcurría en un lastimoso silencio, del que Ignacito era cómplice. Para colmo cada vez se sentía peor de salud y la temperatura porteña bajaba sin parar. El primer gol ecuatoriano cayó por decantación. Era algo previsible y justo. Allí Ignacito perdió la línea y pidió más huevos. Intentó en vano imponer el cantito “el que no salta es un inglés”, pero nuevamente fue reprobado por sus compañeros ocasionales de sector. “Qué pasa viejo. Canten. Hagamos la ola”, exigió. “Flaco si estás drogado andá a la Creamfield, acá vinimos a ver un partido en familia”, le respondió su vecino inmediato. Entonces llegó el segundo gol del conjunto visitante e Ignacio se tomó la cabeza.
Avergonzado, insultó al entrenador, al que acusó de “Comegato”, y a Agüero, al que acusó de “Comegordas”. Y al minuto 42, abandonó el lugar. Fue la primera derrota de Argentina en muchos años jugando como local. Estaba destruido desde lo anímico. Esperó una hora el colectivo y finalmente terminó tomando un taxi que lo estafó.
Cuando llegó, yo estaba en el sillón esperándolo. Había visto todo lo acontecido por tele (de ninguna manera iba a acompañarlo a la cancha) con momentos de carcajadas descontroladas. Pero tampoco quería mofarme en exceso de su desdicha. Así que, pensando en momentos tristes de películas, mantuve la compostura y lo recibí con un abrazo. “Queres un tecito, ¿dogor?”, le oferté. “Bueno”, respondió con timidez, mientras se sacaba el camperón. Y arrancó con un monólogo sobre la desventura que se estiró durante casi una hora. “Al final el fútbol es una mierda loco –redondeó-. Hay morbo y fatalidad. Te terminás contagiando como un perejil. Es una locura sin ningún sentido. Yo quería divertirme. No voy a ir nunca más a la cancha”. Aún consternado, rompió la entrada, la tiró a la basura, me pidió la computadora prestada y se encerró en el cuarto de huéspedes. Le respeté la crisis. Había vivido una montaña rusa de sensaciones demasiado brusca para su almita quijotesca.
A la mañana siguiente, en rol policíaco, recuperé la notebook y fui a chequear el historial de navegación, para ver si me había metido algún virus buscando pornografía. Pero no. Nada de eso. Su única búsqueda había sido en Google, cerca de la 1,20 de la madrugada: “Paquetes turísticos económicos Mundial Rusia 2018”.