Eleuterio se ocupaba de arriar una piara selecta a través de la Cadena Vertebral. Cerros empinados que separaban la estancia Quisquillosa del flamante módulo dedicado a la faena. El fangal sintético donde crecían los chachos en Quisquillosa se había reducido a una expresión insignificante por presión de los cultivos destinados a producir biocombustibles, una sucesión de tallos en apariencia débiles que flameaban al ritmo de la brisa mediterránea y ocupaban, según la última inspección satelital, 32 mil hectáreas.

Los chanchos, sin embargo, le ponían el cuerpo a la exportación premium: chacinados para la nueva burguesía rusa y banquetes de navidad para el Vaticano. De modo que la tarea de Eleuterio, una especialización debidamente jerarquizada en la Ley del Peón, requería, además del don de liderazgo propio del arriero, el ojo fino de los controladores de calidad.

Pero por algún motivo (descartemos la pereza en un profesional probado, inclinémonos por los efectos abrumadores de repetir el camino a la muerte) Eleuterio decidió un día abreviar el vía crucis porcino usando a su favor las rampas del arduo recorrido. Y calzó a los animales con patines, incluido el zaino fiel que siempre montó con orgullo.

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La ladera, en ascenso, impuso su habitual resistencia. Pero barranca abajo, ¡qué vértigo colosal! La velocidad estilizaba a los chachos: como succionados por un vórtice, se alargaban y desfiguraban; acuarelas aerodinámicas de rabo tieso. Superado el pánico inicial, los cerdos se divertían: derrapaban voluntariamente, se desafiaban de reojo a picadas suicidas, y levantaban un descomunal hongo de polvo y pedregullo. A la vanguardia de la nube espesa, sobresalían Eleuterio y su zaino. A mitad de la travesía, el arriero, cebado por el bullicio chillón de la manada, calculó mal la pendiente y voló con montura y caballo. Voló como un gaucho astral y se clavó de cabeza en una roca.

Sobrevino el silencio inquebrantable de la tragedia. Un instante vacío, cifra del abandono más profundo. Ganado de elite, desacostumbrado al esfuerzo, los chanchos eran incapaces de desandar el camino. Las sombras de la sierra tejían un laberinto del que jamás escaparían.

Apenas el cuerpo de Eleuterio comenzó e enfriarse (muy rápido, pues caía la noche en la Cadena Vertebral, célebre por su amplitud térmica, su crepúsculo gélido), se abocaron a llenar el tiempo que, intuyeron con escozor metafísico, en cualquier caso resultaría excesivo.

¿Era preferible morir como su guía? No. Era preferible  aparearse (también los chanchos se lanzan unos sobre otras para desafiar el tedio). Pero fuera del plenilunio del celo, los quehaceres reproductivos perdían su interés. Así que duró poco. Y mirarse como carne insulsa los sumió en una tristeza aterradora. Si algún chancho atravesaba su ciclo feliz lo ocultó por decoro. Una influencia de esa índole acaso habría sido inspiradora. Pero no, sucedió algo mejor.

Uno de ellos había traficado una pelota entre la vianda de viaje. Prohibido en Quisquillosa para impedir irregularidades  en el programa metabólico diseñado para el engorde, el fútbol sólo contagiaba indiferencia entre los chanchos. La promesa de un ejercicio clandestino no los conmovía. No por acatar el plan previsto y monitoreado por el laboratorio, sino porque, echados todo el día, dedicados meramente a ingerir premezclas de vitaminas y minerales, bananas brasileñas y tortas de bellota, el deporte les resultaba una estupidez.

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Por lo tanto, el dueño de la pelota se la pasó dos días haciendo jueguito con sus pezuñas delanteras hasta que los demás, hartos de contemplar las cumbres asoleadas y en penumbra, asoleadas y en penumbra, asoleadas y en penumbra, se acercaron para, por lo menos, ver de cerca, curiosos ante el milagro del movimiento.

Algunos más, otros menos, todos tuvieron dificultades para dominar la pelota. No sólo por la impericia del lego, sino porque se trataba de una Sobalonga, el modelo que Adidas preparó, con detalles locales, para el Mundial de las Islas Zafiro. El balón, de fulgurantes colores que reproducían las altas olas del Pacífico, tenía un orificio del que asomaba una pajita, agregado artístico que en su momento disparó la ira de los jugadores y la prensa especializada.

Una vez que descifraron su marcha errátil -algo así como el sobrepaso del rengo- la pelota no tuvo secretos para los chanchos, que, de golpe, se volcaron en manada a ese juego que desdeñaban. Manada ávida, frenética, como arreada por una corriente eléctrica. Machos y hembras comenzaron a jugar al fútbol de la mañana a la noche. Desarrollando a la par el instinto táctico y, dada la adversidad del terreno -pozos, piedras y troncos muertos sobre el plano inclinado-, una habilidad superlativa, que ni el legendario potrero suburbano podría conferir.

Al cabo de unos meses de trajín incesante, una mañana apareció, detrás del arco de los chachos de azul, un señor con cara de canalla y un traje Pitaluga que, aun sucio de polvo, descerrajaba el brillo cegador de la seda. Los futbolistas no se inmutaron, nunca lo hacían mientras rodaba la pelota. El hombre aprovechó la pausa del entretiempo para meter su bocado. Los gestos, las inflexiones, algo capturó la atención de la piara jadeante incluso antes del nudo del discurso. El intruso se presentó como un empresario y promotor independiente, con buena llegada a las instituciones deportivas europeas, y enumeró un surtido de talentos que dijo haber descubierto en sus recorridas por el mundo en todos los rumbos mencionados en la rosa náutica.

-¿Saben por qué el fútbol nos toma dulcemente de rehenes? -preguntó achinando proféticamente los ojos-. Porque nos hace pensar que el juego, como en la infancia, es el centro de gravedad de la vida. Por eso no es tan exitoso entre las mujeres; ellas sí quieren madurar. ¡Pero su misterio no se acaba ahí! El fútbol también ventila nuestro impulso más poderoso y necesario en la adultez: la violencia, a la que le da cauce, leyes y motivo.

La pausa, durante la que testeó al auditorio con un golpe de vista, dejó clara su experiencia en esta clase de arengas. Sin embargo, los porcinos terminaron observándolo con impavidez vacuna. Y a punto estaban de regresar a la cancha por temor a enfriarse cuando el empresario arremetió de nuevo.

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-En su caso, chicos y chicas, permanecer en la infancia  significa carne tierna y tentadora por siempre, apenas más fibrosa por el deporte intensivo. Con sus verdugos tan cerca, el peligro los acechará a perpetuidad. Lo lamento, pero están ante un dilema: dejan el fútbol o se van con el fútbol lejos de estos valles inhóspitos. De tomar la segunda opción y previa firma de los papeles correspondientes, puedo hacer gestiones para que se incorporen a distintas ligas profesionales en el mundo entero. Creo que ya están listos.

La irritación venía de más lejos. Tal vez de la dieta ordinaria y vegetariana a que los condenaba el cerro. O de la turbulencia  del partido en curso. Lo cierto es que el empresario, acaso por primera vez en su extensa carrera, había irrumpido en el lugar equivocado y en un momento inoportuno. Antes de cambiar de lado para el segundo tiempo, los chanchos se abalanzaron en montonera y no dejaron ni los huesos.