Dejando de lado al menos por una vez su infalible ombliguismo, la Asociación del Fútbol Argentino programó el pasado fin de semana un entrenamiento del seleccionado a puertas abiertas, para brindar al público la oportunidad de observar de cerca a los jugadores que nos van a representar en el inminente Mundial de Rusia. La idea, por cierto plausible, corrió sin embargo algún riesgo de frustrarse por la característica tendencia a la improvisación y el egoísmo de algunos dirigentes. En principio se anunció que la práctica de exhibición se haría en Vélez. Pero en Vélez jugaban los Jaguares, algo que se sabía desde hace ya varios meses. Se barajó entonces el Monumental, pero las autoridades riverplatenses, en su momento tan atentas para agasajar en su casa a la directora del FMI, Christine Lagarde, a quien obsequiaron una camiseta de la banda roja como la sangre de los argentinos, se mostraron reticentes -tal vez despechados tras haber perdido el monopolio de la localía para el seleccionado- y se excusaron de facilitar el escenario con el argumento de que la cancha se encuentra en reparación. En Racing tampoco quisieron. En una de esas, si Lautaro hubiese quedado en la lista de los 23, otro gallo habría cantado. Boca para evitar suspicacias, como si fuera necesario ser suspicaz para advertir la influencia del club sobre la AFA, tampoco aportó su estadio. Al fin, por descarte, se convocó en Huracán y entonces, por obra del azar y de la desorganización, Messi pisó por primera vez esa cancha emblemática.
En la mitología futbolera nacional el estadio de Huracán ocupa un lugar central. Urbano y tanguero como pocos, enclavado en un barrio popular del sur de la ciudad, es el escenario que mejor le cuadra a esa vaga idea de “la tradición del estilo de juego argentino”. Por alguna razón es natural asociarlo con el fútbol bien jugado. Es una especie de “verdad poética” que todos compartimos y disfrutamos. Las grandes leyendas de la historia pasaron por esa cancha. Alfredo Di Stéfano jugó un año entero estando a préstamo de River. Pedernera también. El equipo de Menotti, con Brindisi, Babington y Houseman enfrentó ahí una noche al Santos de Pelé celebrando el campeonato de 1973. Y Maradona, por supuesto, la trajinó largamente. Sin embargo, por esas cosas de la globalización y el posfúbol, Lionel Messi, el jugador que mejor representa la continuidad de esa tradición y esa esencia, nunca hasta el domingo 27 de mayo de 2018 , había pisado la cancha de Huracán.
Y lejos de la asepsia del predio de Ezeiza y esas canchas con el césped cortado con precisión quirúrgica a veintiún milímetros, el campo seco y poceado de Huracán fue el mejor escenario para que 30 mil pibes que incrustaron sus narices en los rombos del oxidado alambrado pudieran disfrutar y estar cerca, aunque sea por un rato y en un informal entrenamiento, de la argentinidad de un jugador al que sólo pueden ver en la tele o en las gigantografias publicitarias.
Ah… y estoy seguro de que a Messi también le debe haber hecho mucho bien vivir esa experiencia.