A cuento del argentino que calmó a sus captores en Nigeria nombrando a Messi, recuperamos esta historia de un inglés que evitó las cárceles de Sudán por ser amigo de Beckham.
El ómnibus avanzaba con dificultad a través del desierto, sacudiéndose sobre baches que lanzaban a los pasajeros fuera de sus asientos. Estaba repleto y era ruidoso, más de cuarenta personas se amontonaban en un vehículo fabricado para más o menos la mitad de esa cantidad de gente. Yo me acomodé en el piso, cerca de los asientos de atrás, una mujer vieja con un niño pequeño en su regazo estaba a mi izquierda y un comerciante dirigido al mercado apilaba telas de colores brillantes -azules profundos y rojos fosforescentes- a mi derecha.
Acabábamos de dejar Kalma, un enorme y sobrepoblado campo para más de 90 mil refugiados de Darfur. Mientras el sol comenzaba a bajar, y el colectivo continuaba su viaje de una hora hasta el pueblo de Nyala, empecé a revisar mis apuntes para comprender un poco lo que acababa de ver. Una mujer violada, un chico echado dentro de una choza en pleno incendio, un hombre que había recibido un disparo en la espalda mientras intentaba huir. Todos tenían una historia que contar, un horror que revivir.
Incluso en los campos, con agencias de ayuda internacional proveyendo agua y comida, pocos se sentían seguros. Los paramilitares de Janjauid acechaban en las cercanías, atacando a aquellos que se aventuraban más allá de los límites del refugio. Las autoridades sudanesas provocaban un miedo similar: sus fuerzas armadas habían atacado aldeas junto a los Janjauid.
Mientras leía, el bus disminuyó su velocidad hasta detenerse por completo. Los puntos de control eran comunes en este camino. Muchos de los campos como Kalma se habían militarizado cada vez más a partir de la presencia de grupos rebeldes, y los vehículos como este eran revisados con frecuencia. Desde mi lugar en el piso, podía ver poco hacia afuera, a través de las ventanas. Me estiré lo justo para espiar la parte de arriba de la cabeza de un hombre y un par de ojos desconfiados que oteaban hacia adentro. Todos en el ómnibus se dieron vuelta para observar lo que ese hombre estaba mirando: a mí.
El hombre de afuera era parte de la agencia de seguridad nacional de Sudán. Forzó su entrada al bus y demandó ver mis papeles. Mi pasaporte pasó de pasajero en pasajero hasta que alcanzó la puerta del frente. Entonces me pidió que me bajara.
Yo estaba tranquilo. Tenía los papeles en regla. Me había tomado interminables semanas de insistencia en la embajada sudanesa en Nairobi, incontables días esperando en oficinas con aire acondicionado en Khartum, y algunas horas de beber té con oficiales del gobierno local en Nyala, pero todo estaba en orden.
Mi nuevo amigo no estaba de acuerdo. Hizo gestos al conductor del bus y me empujó hasta una pequeña cabaña. El colectivo siguió su camino. Oscurecía, yo estaba en el medio de la nada y me encontraba de pronto bajo arresto.
La cabaña -apenas más que paredes de barro y un techo de chapa- contenía un viejo escritorio de madera, una silla de plástico blanco y un maltratado colchón. Dos AK-47 estaban colgadas de la pared. Otros tres miembros de la agencia nacional de seguridad estaban sentados en el colchón. Se pasaban entre ellos mi pasaporte y mis papeles, todos leían cada página y analizaban cada sello. Yo hablaba poco árabe y ellos hablaban poco inglés. El hombre que me sacó del bus, un muchacho bajo y flaco con una mueca permanente y lentes de sol, sólo tenía en su vocabulario una palabra que repetía una y otra vez: “problem”.
“No problem”, respondía yo, una y otra vez.
Pasaron los minutos. Fuera de nuestra choza, el sol se estaba poniendo rápidamente. Mi celular no tenía señal, así que saqué mi teléfono satelital, un imponente ladrillo azul con una larga antena. Si iba a pasar la noche aquí, quería que mis amigos en Nyala supieran lo que estaba pasando. El hombre de la mueca me arrancó el teléfono de las manos. “¡Problem!”, gritó.
No estábamos llegando a ninguna parte. Dos de los militares que estaban en el colchón empezaron a dormitar. El tercero cantaba despacito para sí mismo, mientras La Mueca seguía revisando mi pasaporte, una página a la vez. Hacía calor y yo estaba desesperadamente sediento. Eventualmente, empecé a ceder al sueño.
Me desperté con una esperanza. Había una nueva presencia en la cabaña, vigilándome desde arriba. Con un metro ochenta de alto y casi lo mismo de ancho, usaba unos enormes anteojos de sol con marco de oro. Parecía mucho más importante que cualquiera de los otros hombres en la choza, así que me apresuré a ponerme de pie. Cuando intentaba pararme, puso su dedo en mi pecho. “Problem”, dijo. “No problem”, repliqué, ahora con más cuidado. No parecía estar de acuerdo. “Problem. French (francés)”.
“No, no francés. No francés. Británico. Soy británico”.
De pronto, todo cambió
“¿Británico”, preguntó.
“Sí, británico”.
“¡David Beckham!”, gritó.
“¿Perdón?”.
“David Beckham. ¡Amigo mío!”.
“¿Qué?”.
“¡David Beckham! ¡Es mi amigo!”.
“Eh… sí, es amigo mío, también”.
“¡Michael Owen, mi amigo también”.
“Sí, Michael Owen, somos íntimos. Y Steven Gerrard. Somos un grupazo”.
“Venga, venga”, dijo el amigo de Beckham. Me tomó del brazo y me sacó de la cabaña. Tras una breve espera, apareció un auto. Lo hizo venir hasta nosotros y empezó a hablar en un árabe urgido con el conductor.
La única palabra que reconocí fue “Beckham”.
El conductor sonrió y me escoltó hasta el asiento del acompañante.
“¡Saludá a Beckham de mi parte!”, gritó mi ex captor, mientras el vehículo militar me trasladaba a toda velocidad hasta Nyala.
*Extraído del libro “Africa United. Cómo el fútbol explica un continente”. Steve Bloomfield, 2010.