Los partidos por el tercer puesto tienen algo melancólico. A ambos equipos se les nota la resaca de la decepción reciente. Un par de días atrás, barruntaban un futuro de gloria. Y ahora les toca ir a la cancha por el consuelo. De todos modos, como profesionales que son, los seleccionados de Bélgica e Inglaterra supieron resetearse para ofrecer un partido atractivo, sin tanto nervio como una final, pero muy llevadero. Sobre todo para ese público cervecero que colma las tribunas en los Mundiales y que parece gozar más del día soleado y el make up que de la habilidad de los futbolistas.
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— Un Caño (@REVISTAUNCANIO) 14 de julio de 2018
Bélgica exhibió una superioridad categórica y se quedó con la medalla de bronce en su mejor performance histórica. Confirmó a su vez que esa generación que ya asomó con bombos y platillos en Brasil 2014 (eliminada por Argentina, cuando Higuaín todavía hacia goles con la remera celeste y blanca) es uno de los mejores equipo del mundo. Muy representativo además de la ideología dominante, que postula sustituir el credo hasta ayer indiscutible de la posesión por un empleo más selectivo de la energía en procura de la eficacia. Menos toquecito y más cash.
Bélgica reunió un grupo de jugadores de enorme talento. No obstante, se resiste a la elaboración permanente, a buscar el gol por maduración. Prefiere el contragolpe y lo ejecuta con maestría. El ejemplo más excelso fue el tercer gol, el que terminó dando vuelta el partido, frente a Japón. Un lujo vertiginoso. Los seis segundos que cambiaron el mundo. Por ahí va la cosa.
En este marco teórico, por así decirlo, los cracks tienen un libreto limitado. Ya no son los caudillos creativos que la piden y la tienen siempre, que se cargan el equipo al hombro haga falta o no. A lo Diego, digamos. Las grandes estrellas tienen prevista su intervención en casos específicos y en áreas perfectamente delimitadas. Encarnan una función más subordinada al diseño colectivo. Para los entrenadores, entre el aporte al espectáculo (al hedonismo del hincha) y el rendimiento para lograr un resultado puede haber una distancia enorme.
Mbappé, la joya de Francia y revelación de la presente Copa del Mundo, aplica a rajatabla la dieta del crack. Es el mejor exponente. Por lo pronto, juega pegado a la raya. Su caudal de recursos no lo autorizan a tomarse licencia en otros sectores, salvo en ciertas ocasiones. Es el arma mortal, la combinación alquímica de velocidad y destreza. El equipo lo desenvaina (como contra Argentina) para la ejecución sumaria del adversario. No para agasajar a la platea. Dosis homeopáticas de Mbappé. Dosis para ganar. Tal ver por esas limitaciones prescriptas, suponemos, por el coach Deschamps, el jugador, de apenas 19 años, suele ensayar malabares inoportuno que fastidian a los rivales. Descarga el excedente de fantasía.
Volvamos a Bélgica. De Bruyne es un crack pragmático. Pero a Hazard se lo ve esmerado en hacerle honor a la tradición del número diez que luce en el dorsal. La maneja más que el resto. Y apela a la gambeta –además del pase, porque no es morfón– como herramienta para abrir las defensas. Podría decirse que se hace cargo de su capacidad, de las dotes que otros echan en falta y que esa es su gran contribución al colectivo. Se trata de un gesto valiente, de alguien que no esconde la cabeza detrás de la pizarra del entrenador para justificar una participación tímida. O de un ejemplo a imitar por las políticas fiscales: el que más tiene, más pone.
Pero se ve que cualquier atisbo de apuesta individual es tomado por narcisismo arcaico. Rebelión imperdonable contra la práctica austera del one shot, de la criatura de laboratorio que convertirá ese córner al minuto de juego en una victoria inapelable. Un indicio de lo mal visto que está gambetear para adelante es que el periodista Toti Pasman, a cargo de los comentarios televisivos, fustigaba las intervenciones de Hazard como si fueran distracciones, derroche, canchereadas de alguien que persigue su propio lucimiento y no la ventaja para el colectivo. El golazo que selló el 2-0 acaso no baste para torcer esta opinión. Son aires de época.
Por lo pronto, el entrenador Roberto Martínez también confió más en una maniobra de movimientos estudiados que en la persistencia de Hazard. Y, ante Francia, en el duelo decisivo, optó por formar un medio campo de batalla (Fellaini, Witsel, Dembélé) y concentrar la gestión ofensiva en la fórmula básica –seguramente muy practicada– del centro para la embestida de Lukaku y el propio Fellaini. No salió como el DT esperaba, pero seis triunfos en siete partidos hablan de un Mundial de máxima eficacia.
Ah, Inglaterra. Tuvo un buen segundo tiempo, en el que arañó el empate. Y completó un torneo digno (así lo reconoce incluso la prensa británica). Sus aspiraciones quizá sean más modestas. Llegaron al partido por el tercer puesto después de 28 años. Y foguearon a una camada de jóvenes que tal vez acumula más argumentos técnicos que sus predecesores, pero que debe moldear su temperamento. En octavos, cuando Colombia les empató, a los ingleses les temblaron las piernas y no acertaban un pase. Los penales les permitieron seguir (además del planteo injustificadamente temeroso de Pekerman). Tienen al goleador del Mundial, Kane, que metió la mitad de los goles de penal. Algo que no dice tanto sobre la pólvora del atacante del Tottenham como del reinado de la pelota quieta, en cualquiera de sus formas.
*Publicado originalmente en La Agenda.