Yo no tengo nada contra el fútbol. No voy a los estadios por la misma razón por la que no iría a dormir de noche a los subterráneos de la estación Central de Milán (o a pasear por Central Park, en Nueva York, después de la seis de la tarde), pero, si se tercia, me veo un buen partido con interés y gusto en la televisión, porque reconozco y aprecio todos los méritos de este noble juego. Yo no odio el fútbol, yo odio a los apasionados del fútbol, a sus fanáticos.

Pero no quisiera ser mal interpretado. Yo abrigo por los hinchas los mismos sentimientos que un partido ultranacionalista o la Liga Lombarda abrigan por los inmigrantes: “No soy racista, con tal de que se queden en su casa”. Y por su casa entiendo los lugares en donde gustan reunirse durante la semana (bar, familia, club) y los estadios, donde no me interesa lo que sucede, y mucho mejor si llegan los de Liverpool, y luego me divierto leyendo los sucesos, porque si circenses deben ser, que al menos corra la sangre.

No amo al hincha porque tiene una extraña característica: no entiende por qué tú no lo eres, e insiste en hablar contigo como si tú lo fueras. Para entender bien lo que quiero decir, pongo un ejemplo: Yo toco la flauta dulce. Supongamos que me halle en un tren y le diga al señor sentado delante de mí, así, para entablar conversación:

-¿Ha oído el último CD de Frans Brüggen?
-¿Cómo, cómo?
-Me refiero a la Pavane Lachryme. A mí me parece que ataca demasiado lento.
-Perdone, no lo entiendo”.
-Hombre, le estoy hablando de Van Eyck, ¿no? (silabeando) El Blockflöte”.
-Mire usted es que yo… ¿Se toca con arco?
-Ah, ya entiendo, usted no…
-Yo, no.
-Curioso. ¿Pero usted no sabe que para tener una Coolsma hecha a mano hay que esperar tres años? Entonces es mejor una Moeck de ébano. Es la mejor, al menos de las que pueden encontrarse en las tiendas. Me lo ha dicho incluso Rampal… Y oiga, ¿llega usted hasta la quinta variación de Derdre Doen Daphne D’Over?
-La verdad, yo voy a Parma…

Bueno, no sé si he dado la idea. Y estaríais de acuerdo si mi desafortunado compañero de viaje se colgara del timbre de alarma. Pues lo mismo sucede con el hincha. La situación es particularmente difícil con el taxista:

-¿Vio a Vialli?
-No, debe haber venido mientras no estaba.
-Pero esta noche, ¿verá el partido?.
-No, tengo que ocuparme del libro Z de la Metafísica, ¿sabe?, el Estagirita.
-Bien, véalo y ya me contará. Para mí Van Basten puede ser el Maradona de los 90, ¿usted qué cree? Pero yo no perdería de vista a Hagi.

Y así sucesivamente, como hablar con la pared. No es que a él no le importe nada que a mí no me importe nada. Es que no consigue concebir que a alguien no le importe nada. No lo entendería ni siquiera si yo tuviera tres ojos y dos antenas sobre las escamas verdes del occipucio. No tiene noción de la diferencia, variedad e incomparabilidad de los Mundos Posibles.

He puesto el ejemplo del taxista, pero habría sido igual si me hubiese referido a las clases hegemónicas. Sucede lo mismo que con la úlcera, que ataca tanto al rico como al pobre.

Aun así, es curioso que criaturas tan adamantinamente convencidas de que todos los hombres son iguales, luego estén dispuestas a abrirle la cabeza al hincha que viene de la provincia limítrofe. Ese chauvinismo ecuménico me arranca rugidos de admiración. Es como si los ultranacionalistas dijeran: “Dejad que los africanos vengan a nosotros, así luego lo zurramos”.


*Extraído del libro Segundo diario mínimo. Editorial Lumen, 2000. El texto fue publicado por primera vez en 1990.