El fútbol -la dirigencia, los jugadores, el periodismo- tiene una misión: volver a conquistar a la gente que le gustaba el fútbol. El fútbol como lo que es: un juego. El fútbol como una liberación.

Cavenaghi traba sus abdominales ante los fotógrafos, los camarógrafos, el mundo entero, y Emiliano Díaz les recuerda a los hinchas, los periodistas, el mundo entero, quién es y cuánto sabe su papá. River es campeón pero el disfrute está penalizado: los jugadores y los técnicos se sienten mártires, han llenado el tanque de una venganza que se destapa -siempre y solamente- cuando logran ganar. Se acuerdan, en estos casos, de quien los defenestró. El futbolista es resentido. Es hombre de mitos, cábalas y venganzas. Lo es por naturaleza, pero por contexto también; lo es porque generó un anticuerpo para protegerse de uno de los tantos vicios que empobrece al fútbol del que mucha gente se alejó: el show. Somos show. Hemos novelado el contexto del juego, lo hicimos una ficción, y entonces el jugador ve fantasmas por todos lados, se siente perseguido, planea festejos, mensajes, venganzas; todo, todo, mientras el periodista dispara y se protege con la impunidad de su supuesto conocimiento (y su condición de periodista, también). Observen los festejos argentinos: en cada victoria, cada título o cada gol, los jugadores recuerdan a quienes los castigaron. Ahí puede verse, entonces, el acoso que sienten, todo lo que incide el afuera. Es un juego macabro, un juego de a dos: jugadores y comunicadores. Los dos han logrado -hemos logrado- que el fútbol se desalmó.

El jugador ya no sabe a qué pertenece, no lo sabe. No sabe si pertenece al deporte, al espectáculo, al show o a la frivolidad. Mientras tanto, delega cada vez más en el entrenador. Piensa en complacer, más que en tener vida propia. Se liberó, sin comprometerse. ¿Por qué? Porque los que ganan son los entrenadores. Porque los que pierden son los entrenadores. El jugador se ha hecho manada. En el 2-1 de River a Boca con el gol de Funes Mori, Orion ofreció disculpas por haber salido mal en el corner. Olvidémonos de Orion: alumbremos el fondo de su declaración, nuestro nuevo inconsciente colectivo. Si alguien ofrece disculpas por un error es porque el error es una excepción, algo no permitido, y el error es -siempre fue- parte del juego. El fútbol es error. El fútbol es un juego. No hay que disculparse con nadie.

Sólo se respeta la victoria en este fútbol deshumanizado. Los periodistas explicamos resultados. Hemos hecho del fútbol un deporte matemático. El hincha va a la cancha buscando garantía, certezas y seguridad. El defensor que la revolea apuntándole a una torre de luz le da esa seguridad: está alejando el peligro. Eso se busca. Para jugar como jugó, o por haber jugado como jugó, el Newell’s de Martino domó a su hinchada. Lo contó Martino. La gente se sacaba, gritaba, silbaba, cada vez que los defensores se la daban a Guzmán. Cuando la gente que se sacaba, gritaba y silbaba entendió que eso servía -o que el equipo no iba a dejar de hacerlo-, se calló. O quizá no es tan romántica la cosa: cuando la gente vio que el equipo ganaba, se calló.

El fútbol que creó la Argentina es un producto empobrecido. Para potenciarlo hay un paso sano e inevitable: que vuelva a ser un juego otra vez.

Fuente: Diario Olé.