Sentado en un auto que avanzaba lento por el sur de la ciudad el hombre que era millonario vio por la ventanilla el barrio pobre, rapaz. Vio el desafinado concierto de casas bajas, de un piso único, todas a la misma altura pero hechas con líneas imprecisas, como si las hubiera dibujado un bebé; vio un frente pintado de celeste al lado de uno pintado de nada al lado de otro que había sido rosa, como un juguete viejo al que se encuentra después de años en un cajón; vio techos de chapa y vio alambrados que oficiaban de rejas para custodiar una casa, vio veredas que eran de pasto y a veces de tierra y vio un gigante cielo de fondo al que nada que estuviera ahí lo podría manchar. Sentado en un auto que avanzaba lento vio también calles que parecían pasillos y de repente una avenida ancha como una ballena, con árboles flaquitos que parecían temblar; vio casas que más que casas parecían paredones, vio una entrada que tenía un tronco de madera donde debía ir una columna de hormigón. Cuando Marcelo Bielsa le preguntó a Edgar, uno de sus choferes, cuáles eran los barrios más pobres de Santiago de Chile, Edgar le dijo: “La Pintana”. “La Legua”, le dijo también.
—¿Podría llevarme, por favor?
—le pidió el entonces técnico de la selección, así que mientras el chofer Edgar manejaba, Bielsa veía y conocía los barrios cuyos títulos sólo se permiten en rojo: “hay droga dosificada, armas y dinero incautado en peligroso operativo”, “sepa por qué La Pintana es una de las comunas con peor calidad de vida”, “estudio: los 12 lugares más peligrosos para los jóvenes en Santiago”, “ahora llueven balas en La Legua”.
No sería la última vez que Bielsa le pediría a Edgar un paseo así.
Después, cuando volvía al predio Juan Pinto Durán —donde él vivía, donde se entrenaba la selección—, el hombre que era millonario se encontraba con Gabriel Aravena, su asistente principal. Aravena sólo lo saludaba, no le decía ni le preguntaba nada y entonces Bielsa, a veces, le decía:
—Me siento mal.
Eso le decía, y se iba, oso triste y enorme, a su oficina o a su habitación.
—Se le notaba en su cara, llegaba siempre así -le dirá a Don Julio, años después, Aravena, mientras cuenta esta escena-.
Era un hombre muy profundo, muy humano, él.
Un hombre que mientras peregrinaba Buenos Aires, Santiago de Chile, Rosario, Bilbao y Marsella ha hecho algo más que intentar que sus equipos atacaran con voracidad: ha ayudado a enfermos, se ha encerrado tres meses en un centro adventista para escucharse a sí mismo y leer, ha regalado autos, plata y ropa a personas que estaban en la cárcel y a personas que conoció recién, se ha entregado a escenas insólitas para acercarse a hombres que son todo lo contrario a él. Visto rápido y a lo lejos, Marcelo Bielsa es un invento borgeano, un personaje más: un hombre que aceptó el don de moverse bajo la perfección de un manual catequista. Pero con el don –lo sabe Hermann Soergel, que recibió la memoria de Shakespeare– viene la tragedia.
También lo sabe Aravena, que lo dice más rápido y mejor:
—A Don Marcelo le dolía mucho el alma.
La habitación no tenía demasiado: una mesita de luz, una cama, tres metros de largo, otros tres de ancho y una puerta que comunicaba con una oficina igual de chica y de sencilla en la que sólo había un escritorio y las sillas que necesitara la situación. Nunca, nadie, había vivido en el Pinto Durán. Nunca nadie tampoco se había hecho socio de la Junta Vecinal Número 13 Villa El Salitre, el barrio que rodea el predio, y nunca nadie tampoco se había entregado a caminar sus calles, andar en bicicleta, charlar con los vecinos, poner plata para un proyecto deportivo, preguntar siempre en qué andaban, qué necesitaban, qué se podía hacer.
—O les enviaba encomiendas con ropa, por ejemplo -cuenta Aravena-. Siempre quiso saber cómo vivía la gente pobre, lo entristecía que hubiera personas que no tuvieran nada, era algo que charlábamos mucho, yo lo vi.
Mientras dirigía a Chile, Bielsa se reunió una tarde en el predio de Pinto Durán con el tenista argentino Gastón Gaudio, campeón en 2004 de Roland Garros. Fue Gaudio quien lo quiso conocer, y después de haber estado tres horas sentados charlando en la belleza de un círculo central –develó el tenista en Basta de todo, un programa radial de Capital Federal– hubo una frase que lo fulminó: el millonario le dijo que uno de los caminos hacia la felicidad era dar, dar –dar sin importar cuánto, dar sin importar a quién–, y que él se había prometido comprobar la eficacia de una teoría así.
—Cuando era técnico de la Selección Argentina -aparece el autor de una de sus biografías, La vida por el fútbol, el periodista Román Iutch- se enteró que a una de las personas que trabajaban en el predio de la AFA le habían robado la casa. No sé cuántas cosas le habían robado pero sí que Bielsa le compró, sin decirle nada, todos los electrodomésticos. Y se los hizo enviar.
Mientras trabajaba en la primera pretemporada que hizo con Vélez –en 1998 y en el Hindú Club– el rosarino pegó onda con uno de los empleados del predio. En el mundo narrativo de un hombre que acepta el don y la tragedia, pegar onda tiene acepciones así: unos días antes de que el plantel finalizara la estancia, le regaló la camioneta que usaba él.
—Pues tú sabes que aquí hizo lo mismo -se sorprende el gerente de selecciones nacionales que trabajó con Bielsa en Chile, Juan Berliner-. Apenas vino se compró un auto pequeño, barato, un auto normalito, y cuando se fue, igual, lo regaló.
— ¿A quién?
—A Aravena se lo regaló.
Aravena es una persona muy importante en esta historia. Bielsa lo conoció apenas asumió en Chile, en 2007. Empleado de la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad Nacional, Aravena fue juez de línea en el fútbol profesional hasta 1996. Retirado por la edad, la engañó dando una mano en el Pinto Durán: con Arturo Salah, con Nelson Acosta, con Juvenal Olmos, los entrenadores de la selección, arbitraba los partidos de entrenamiento, los amistosos, “sólo porque me gustaba, porque sí”. Cuando se presentó, Bielsa le preguntó quién era, qué hacía, y fundamentalmente: por qué. Aravena le contó su historia, cuál era la fuerza que lo movía a estar ahí. Hay cosas que a Bielsa lo obnubilan, y una de ellas es ese fuego, ese poder. Aravena fue su asistente durante cuatro años: juntos viajaron al Mundial de Sudáfrica, al Athletic Bilbao, y también charlaron apenas se oficializó su contratación en el Lille francés. Algunos medios chilenos lo llamaban “El escudero”.
Entre un secretario y el escudero lo ayudaban a Bielsa a hacer algo que tampoco nadie había hecho jamás. Sentados a la mesa de su oficina franciscana, el técnico les pedía que le leyeran lo que decían las cartas que habían enviado los hinchas y luego les dictaba, una por una, lo que había que contestar. A veces, cuando alguna carta lo alborotaba, llamaba por telé- fono a quien se la había escrito y lo invitaba al Pinto Durán. Lo hacía, generalmente, con los hinchas que vivían en el Interior. Les pagaba el pasaje, les mostraba las instalaciones, les enseñaba cómo trabajaba los partidos, les pedía que hicieran alguna actividad de limpieza en las canchas, les regalaba un conjunto deportivo, los abrazaba y los devolvía a su realidad.
—Una vez recibió una carta de un chico que estaba enfermo -cuenta Aravena-. Entonces tenía 12, 13 años, pero el problema había empezado hacía un tiempito, cuando un profesor de educación física le había dicho que, así como era, él jamás sería jugador.
— ¿Así cómo?
—Obeso, gordo. Así que dejó de comer. Se enfermó, se empezó a debilitar. Cuando nos llegó la carta estaba internado en el hospital.
Bielsa se aseguró que nadie difundiera su presencia y lo fue a visitar. Una vez, dos veces, tres. Entonces se quedaba media hora, charlaba con el nene, con el padre, con el médico.
—Al nene se le veían los huesitos, me acuerdo, yo iba con él -dice Aravena-. Es una persona con mucho sentido paternal. A mí me daba eso. Era como un papá.
Un papá que, con él de chofer, ha hecho frenar el auto a la puerta de un estadio para averiguar si era cierto lo que él, “el gran Don Marcelo”, intuía: que esos chicos, “esos pelusitas”, no tenían plata ni manera de entrar a ver el partido que jugaban Colo Colo o la U. Entonces bajaba, charlaba con ellos, los invitaba a subir a “la van o el auto, depende en qué estuviéramos”, como cuenta Aravena, y después de entrar sin que nadie molestara a los chicos les pedía a los organizadores del protocolo que los ubicaran en una platea, por favor.
Hay cosas que a Bielsa lo obnubilan, y una de ellas son los niños.
En Bilbao se hizo amigo de un chico de 14 años. El entrenador vivía en un hotel que da al muelle y cada día salía a caminar por ahí. El chico vivía a la vuelta. Después de haberse cruzado en algunas caminatas empezaron a cabecearse, a saludar: una tarde charlaron un poco, una mañana el chico fue a ver el entrenamiento del Athletic y Bielsa lo vio. En otro de los inevitables encuentros que tuvieron en el muelle, el técnico lo invitó a cenar al restorán del hotel.
La escena, entonces, se compone así: en el restorán de un hotel cinco estrellas con vista al mar Cantábrico, de un lado de la mesa, un chico de 14 años. Del otro, un hombre de 56.
—Para mí era un genio, imagínate -dice Iker Martínez, ahora con 19 años-, y entonces lo conocí mejor.
El chaval subtitula la frase con una de las historias de aquella primera cena. Llega el mozo, y el genio al que él veía en la tele con la jogginetta del Athletic le pregunta si le puede hacer una recomendación.
—Le traigo bacalao -le dice el mozo.
—Entonces Bielsa le empezó a preguntar -se acuerda Iker- si sabía cuántos gramos pesaba el bacalao, cómo lo cocinaban, cómo era la porción.
El mozo a veces contesta, a veces titubea, a veces no sabe qué decir. Cualquier momento que simula ser normal puede deformarse, de pronto, hasta parecerse a un sketch. El mozo es ahora un actor desamparado. Bielsa, entonces, le dice:
—Llame al jefe de cocina, por favor.
— ¿Y?
—Lo llamaron -dice Iker-. Y después pidió por el encargado, y lo llamaron también. Es más -toma aire, Iker-, estaba el hombre que se encargaba de la pesca, que había empezado a trabajar a las seis de la mañana, y lo llamaron también.
Tres personas rodean la mesa en la que todo había comenzado con un saludo y una recomendación. Los cuerpos respetuosos y tensos, la mirada gacha para atender al rey.
— ¿Pidió el bacalao?
—No.
Nada mejor que un sketch que funciona: durante otra cena, el técnico del Athletic Bilbao pidió una tarta de manzana.
—Si usted podría decirme cuántas manzanas utilizan, y cuánto pesa cada porción… -recuerda Iker que Bielsa le dijo, aquella vez, al mozo-.
Desinformado, el hombre no le pudo contestar.
— ¿Y la pidió?
—No.
El Bielsa excesivo y sabiondo al que Pep Guardiola llamó cuatro veces para preguntarle cómo veía a un defensor mientras se jugaba la final que el Bayern Munich le ganó 2-1 en 2013 al Borussia Dortmund en la Champions League es -también en una cena, también en un restorán- un huracán que necesita todo el control.
—Me acuerdo de una historia -se entusiasma Iker- que me contó una de las primeras veces que cenamos juntos. Él era chico en Rosario y su mamá lo obligaba cada día a hacer dos horas de tarea. Como a su hermana le gustaba tocar el piano, le contó a su mamá que mientras escuchaba música estudiaba mejor. Así que, después, le preguntó a su hermana si podía tocar el piano cada vez que él empezara a estudiar.
— ¿Para?
—Y, así se escapaba y se iba a jugar a la pelota, porque mientras la madre escuchara el piano, todo estaba bien.
En la infancia se carga la calidad del combustible que se usará toda la vida, escribe el poeta argentino Fabián Casas, y acaso Bielsa se viera a sí mismo cuando una mañana, también en Bilbao, a la puerta de un hotel en el que se concentraba para un partido contra el Real Oviedo por la Copa del Rey, se cruzó con un grupo de niños que quería ver al plantel.
—Joven, joven, venga acá -llamó a uno. En el mundo de Bielsa se titula la nota que cuenta esta escena, que publicó el diario El Correo.
—Venga, venga -le insistió el entrenador.
Quizá porque no pudiera creerlo, el niño le obedeció con lentitud. Se acercó, lo saludó:
—Buenas, ¿qué tal?
Y Bielsa:
—Tome estas dos entradas, pero que no las disfrute un rico; ésos ya pueden pagarlas.
“Ésos”, dice -desdeña- Bielsa.
Ésos: o sea, un rico, los ricos.
O sea, él.
En la biografía La vida por el fútbol, de Román Iutch, y también en el libro Lo suficientemente loco, de Ariel Senosiain, cuentan lo que quizá sea el germen de todo esto, la canción que cada uno tiene desde la infancia y a la que todos los días, sin que lo sepamos, el inconsciente le da play. Somos, siempre, la consecuencia de una o dos escenas que nunca olvidaremos, y la del oso triste y enorme tal vez sea ésta: el nene que jugaba en las Inferiores de Newell’s invitaba a sus amigos a merendar y la criada, la señora que trabajaba en la casa, le decía, lo llamaba, “Niño Marcelo”, delante de todos, “Niño Marcelo, ya pueden venir a merendar”. El Niño Marcelo, es obvio, se quería matar, y así lo llamaban después sus amigos y sus compañeros en el otro mundo al que pertenecía, el mundo hecho de barro y necesidades que se supone son las Inferiores de Newell’s. En su primer mundo, mientras tanto, su familia era una de las más ricas y prestigiosas de Rosario, y hasta hay otra piedra culposa que también escribió Iucht: su abuelo paterno, Rafael, trabajaba en derecho administrativo, “uno de los hombres más reconocidos en la Argentina en su especialidad”, y “declinó un cargo en la Corte Suprema de Justicia por no estar convencido de los valores de aquellos que compartirían el tribunal con él”. Rafael Bielsa se llama ahora un aula de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario y, también, una calle de un barrio obrero de la ciudad. Las biografías funcionan a veces como una historia policial: cuando se llega al final, es un alumbramiento leerlas para atrás.
—Cada vez que Chile ganaba -cuenta Marcos Muga, el fotógrafo oficial de la selección chilena mientras el rosarino fue el entrenador- Don Marcelo les regalaba cien o doscientos dólares a los empleados del Pinto Durán. Iba y buscaba a los cocineros, los limpiadores, y les pagaba de su bolsillo. “Nunca se premia a los sencillos”, me acuerdo que decía, “y ellos también son parte de todo”.
El Niño Marcelo, Don Marcelo, el piano, el fútbol, el linaje, el éxito, el millonario, los barrios bajos, los barrios pobres, los sencillos.
Los Sencillos: qué nombre fabuloso, por dios.
Había un personaje de historietas cuando yo era chico —dice Berliner, el gerente de selecciones nacionales de Chile— que se llamaba Giro sin Tornillo. Era un genio, el típico genio, pero al que le costaba relacionarse, estar en pie de igualdad con otros: era un tipo solo. Bielsa me hacía acordar a él.
Giro sin Tornillo era de la saga de Disney, una especie de Pato Donald o Tío Rico más flaco y más alto, con un pico chiquito, anteojos para leer y un sombrero bombín. Tenía además un socio o amigo, una lamparita con piernas y torso y manos que se le posaba en un hombro como el angelito que apacigua o el diablo al que le encanta tentar.
—Convivir con Bielsa no debe ser fácil, primero, para Bielsa -ensaya Berliner-. El primer damnificado es él.
El problema de Bielsa no es que no tenga amigos o que su don y su tragedia los espanten y entonces sean uno, quizá dos: el problema es que es casi imposible que el gerente sepa dónde están. Los lúmpenes a los que el Niño Marcelo invita a merendar también pueden encontrarse a la vera de un camino, como cuando salió a trotar por los pasillos vacíos de su campo en Máximo Paz y de repente vio a un hombre que estaba llorando, que estaba solo, suspendido, en la tierra por la que pasaba él. Eran los años cercanos al Mundial de Japón Corea 2002, y aunque esto parezca una parábola por la descripción del camino, acaso algo se aclare cuando entre en escena -ahora- Sergio Vigil.
—Entonces Marcelo se frenó y le preguntó qué le pasaba -cuenta el ex técnico de Las Leonas en Bielsa, el hombre de la máscara de hierro, un documental del argentino Christian Rémoli-. Se quedó un tiempo con él, charlaron. ¿Qué había pasado? La mujer se había ido, lo había abandonado, y él estaba destrozado, solo, no sabía qué hacer.
La historia toma cuerpo en Vigil porque él lo vio, él estuvo ahí: después del 1-1 contra Suecia que eliminó a la Selección Argentina en primera ronda del Mundial, Bielsa llamó al entrenador de hockey y lo invitó a comer a Santa Fe. El encuentro fue como una sesión en el Congreso: siete horas duró. En un momento Bielsa propuso una pausa, entró a su casa, agarró una botella de Terma, la soda y volvió a salir.
—Vamos -le dijo, mientras Vigil no entendía nada-. Vamos a comer.
Los técnicos se metieron por un pasadizo de campo. Bielsa le mostró a su amigo por dónde corría, los carteles que le decían cuántos kilómetros llevaba cuando pasaba por ahí. Estaban en uno de los cincuenta escondites que debe tener el mundo. Mientras caminaban, también, le dijo:
—Va a haber otra persona, pero no se preocupe: es como si estuviéramos solos, como si no hubiera nadie más.
Recién cuando Vigil observó una casa, una casita, entendió algo. En el silencio del campo sintió olor a pollo. Y algo –quizás un poco más– entendió.
—Entramos, y ahí estaba. Era un peón de campo. Un peón.
El peón les sirvió la comida y no dijo ni una palabra mientras ellos charlaron, charlaron, charlaron, y no fue un delirio que Vigil se sintiera como si estuvieran en una obra, según contó después en el documental.
—Porque terminamos, y el tipo se paró y nos aplaudió; nos aplaudió.
Habrá sido la música, el color de las palabras, porque era analfabeto el peón.
—Es como si estuviéramos solos -le había dicho Bielsa, y se refería a eso: el hombre no sabía nada sobre el mundo que ocurría afuera del suyo, ni siquiera conocía quiénes eran ellos dos.
—Lo que Marcelo hacía -cuenta Senosiain, a la mesa de un café- era ocuparlo. Al menos cuando él estaba en Máximo Paz, el tipo ya sabía que debía levantarse temprano, salir de su casa, comprar la comida, cocinar. No sé cuánto duró esto pero sí que fue apenas la mujer lo había dejado. Marcelo quería distraerlo, acompañarlo, que no estuviera todo el tiempo enganchado con su problema o su depresión.
Una de las reglas de Los Sencillos parece ser dejarse rodear por la sombra que emana Don Marcelo, sus reglas, su manera de actuar. En Chile, durante una visita a Valparaíso, conoció a un señor de 80 años que había jugado en Deportivo Los Placeres, un club de barrio que el técnico visitó por un regalo que le habían hecho algunos meses atrás. El señor se llamaba Alejandro Martínez Rojas. Bielsa se quedó charlando un rato con él, y como después tenía que hacer un paseo corto hacia otra casa, le preguntó si quería hacerle de chofer. Alejandro, obvio, le dijo que sí, y cuando llegaron a la puerta de la casa, Bielsa le pidió dos cosas: que esperara en el auto, y que, estuviera en la situación que estuviera, a los diez minutos lo sacara de ahí. “Confío en usted”, sentenció. Diez minutos después, mientras los anfitriones tironeaban con sonrisas y manjares al entrenador, Alejandro entró a la casa y dijo que Bielsa debía irse para tomar un vuelo que, en realidad, no existía. De nuevo en el auto, los dos solos, el millonario le dijo:
—Muy bien pensado, se puede confiar en usted.
Como también le ha dicho a Don Julio un amigo que lo conoce desde 1991, el periodista chileno Danilo Díaz, “la fidelidad es una obsesión: te pone a prueba, quiere ver cómo reaccionas, siempre le interesó ver cómo actúan las personas, siempre fue así”. La fidelidad es una obsesión, entre otras cosas, porque las historias no mueren nunca al empezar: en otro viaje que hizo a Valparaíso, Bielsa volvió a contactar a Alejandro y volvió a pedirle que le hiciera de guía y chofer. Estuvieron juntos dos días, y mientras Laura, la esposa de Marcelo, recorría la ciudad, ellos vieron solos, en una cabina preferencial y en días sucesivos, Universidad Católica contra Santiago Wanderers y Colo Colo frente a San Luis. Antes de que empezara el segundo partido, Bielsa se avivó de un olvido: no tenía la libreta, la birome, nada para anotar. Alejandro lo salvó con un lápiz que habían usado para un autógrafo y unos papeles que tenía entre las páginas de un libro, justamente la biografía que escribió Senosiain. Bielsa le agradeció y empezó a anotar, después a tachar, después a anotar, después a tachar, a tachar. En un momento se calentó, dobló las hojas, las quiso romper.
—Ahora voy a necesitar una tijera -dijo.
Los movimientos del señor Alejandro tuvieron la gallardía de un esgrimista: se paró, sacó un pequeño cortaplumas de uno de los bolsillos de su pantalón. Se lo dio. Al oso se le encendió el cuerpo: de repente se entró a reír. Quiso frenarse. No lo logró.
—Usted es completo -le dijo, al rato-, me agrada su compañía.
El hombre de 80 años sintió una electricidad tan poderosa con esta historia que la escribió él mismo, en tres posteos, en un blog que llamó Bielsa y yo. Ahí contó también que el millonario le dijo que le gustaba estar con él por otras dos cosas. Porque veía bien el fútbol era una. Y la otra: porque hablaba poco. O sea: el nuevo escudero sólo hablaba cuando lo necesitaba él.
—Bielsa es como cualquier persona, lo que pasa es que está encerrado en su personaje. Él tiene que actuar para conformar a su personaje -ensaya Fabrice Olszewsky, su traductor en el Olympique de Marsella, desde Francia, por Skype-. Es un personaje complejo, tiene más de una faceta. Yo lo comparaba con Van Gogh, una vez se lo dije.
— ¿Y?
—Me dijo que estaba bien, no se molestó. Le dije que era un genio, pero que estaba un poco loco. No es un santo, no es un diablo. Es un ser humano, vamos, por favor.
Olszewsky es un outsider: sin título universitario, antes de que el fútbol lo necesitara había trabajado en una inmobiliaria, un restorán. Sabía español porque lo había estudiado en el colegio, y en 2006, mientras se jugaba el Torneo Esperanzas de Toulon, un amigo lo contactó con la selección mexicana, que necesitaba un traductor. Durante tres años asistió a los planteles sudamericanos. En 2008 conoció a Bielsa, que dirigió la Sub 21 de Chile en Toulon.
—En el Olympique -dice Fabrice, que tiene 40 años y al momento de la nota está desempleado- le hice de chofer, además de traductor.
De traductor le hacía desde las nueve de la mañana hasta las diez de la noche, y acaso por eso se lo escucha desinflado, como si aun después de dos años estuviera recuperando el aire para volver a hablar. Fabrice concede la distancia que da la cultura, porque una cosa es haber trabajado con Bielsa siendo latinoamericano o argentino, y otra, a más de cuatrocientos años de distancia, si sos francés. El 24 de mayo de 2014, mientras en Lisboa se batían a duelo el Real Madrid y el Atlético de Madrid en la final de la Champions League, en el hotel donde Bielsa vivía, en Marsella, los mozos lo invitaron a un salón para que la pudiera ver. Lo extraño, cuenta Fabrice, fue lo que sucedió después: Bielsa quería que lo cerraran para que pudiera ver el partido tranquilo, y quería pizza para comer.
—El chef del hotel era 5 estrellas, estaba en la Guía Michelín, pero Bielsa quería pizza para comer. La fama te hace creer que puedes cualquier cosa. Se la tuvieron que ir a comprar.
Bielsa comió pizza y tuvo su salón mientras Sergio Ramos ponía el 1-1 en el minuto 93 y el Real Madrid –dos suplementarios y tres goles después– tenía algo más grande todavía: la Décima, una nueva Champions League. Hasta ahí, todo fenómeno. El problema fue cuando hubo otro partido y Bielsa quiso hacer lo mismo: que le cerraran el salón para él solito, que un empleado saliera del hotel y caminando Marsella le comprara una pizza por segunda vez.
—Mire, señor, aquello fue una gentileza del hotel -le dijo un mozo a Fabrice-. Explíquele.
Gentil, profesional, Fabrice le explicó:
—No hay pizza, profe.
—Le expliqué, le insistí -recuerda ahora-. Él se enojaba, gritaba. Finalmente un poco lo entendió.
Lo entendió, sí, y entonces dijo:
—Nos vamos.
—Y nos tuvimos que ir -dice, aún asombrado, Fabrice-. Ya apenas lo conocí había entendido lo que le pasó en Bilbao. El primer año puedes aguantarlo. El segundo ya no.
En el primer y único año, Bielsa quiso hacer un asado en el predio en el que se entrenaba el Olympique. El predio, le explicó Fabrice, está en una reserva natural. A la vista del cielo y el silencio verde de las canchas, los dos solos, el traductor se lo explicó, se lo explicó.
— ¡Cómo no se va a poder hacer un asado! —le gritaba Bielsa, levantando los brazos.
Las cosas se mueven bajo la sombra que emana el millonario, o –bueno– la furia, la pizza: el descontrol.
— ¿Le han contado la del verdulero, ah? -pregunta, a un océano de distancia, el chileno Marcos Muga, el fotógrafo oficial de la selección.
No, la verdad que no, y como no nos la habían contado no sabíamos entonces que Bielsa salió una tarde a pasear en bicicleta –como siempre hacía– por Villa El Salitre, el barrio que lindaba con el predio Pinto Durán, y vio una verdulería que le llamó la atención. La vio, frenó, se bajó de la bicicleta, entró. Bielsa habla a veces con la lentitud de un rehabilitado, y así le dijo al verdulero que su local era muy lindo, que algo le iba a comprar. Su bicicleta lo esperaba afuera, como un centinela, y al momento de pagar, bueno, lo obvio, las líneas de diálogo que cualquiera se podría imaginar: Mario Riquelme, el verdulero, le entregó la bolsa, le dijo que es un regalo, que fuera nomás. Y Bielsa:
—Yo no permito que usted no me cobre, señor.
Bielsa no permitía eso y Riquelme no permitía lo otro, así que el sainete se desató: el técnico quiso devolverle la compra, el verdulero se lo impidió, el técnico quiso pagarle, el verdulero se negó. Harto bielsístico, el rosarino la hizo simple: le tiró diez mil pesos chilenos, se subió a la bicicleta y empezó a andar. Acaso porque en su cuerpo se concentrara el orgullo de un oficio, el verdulero lo entró a correr. Ocho cuadras, Riquelme, lo corrió.
—Disculpe, Marco, ¿y usted cómo sabe esto?
—Porque yo estaba en la puerta del Pinto Durán cuando Bielsa entró con la bicicleta y vi al verdulero trotando detrás. “Bueno, ya que está persistente”, le dijo Don Marcelo, y lo hizo entrar. Después me contó bien la historia. Una hora estuvo el verdulero en el predio, se hicieron amigos nomás.
—Sí, sí -se suma Aravena-. Y Don Marcelo lo ha invitado varias veces al Pinto Durán.
Y el verdulero, flasheado, también lo ha invitado a su local. Al lado de la verdulería había un lote descampado, y una tarde, después de haber cruzado su camioneta para que nadie, desde la calle, los viera, Don Mario tiró una parrilla en la tierra y les hizo un asado a Aravena y al técnico de la selección.
—Pero era muy patudo Don Mario, la cosa no terminó bien -se indigna Aravena-. “Aquí, buenas, yo soy amigo de Bielsa”. En esa onda llegaba al Pinto Durán, había que abrirle la puerta cuando quería él. Los empleados le avisaban a Don Marcelo que lo esperaba afuera y Don Marcelo les decía: “Por favor, que no moleste: yo le diré cuándo venir. Soy yo quien debe decirle cuándo venir”.
El verdulero se había obnubilado con el castillo medieval que era el predio, la insólita cercanía con los dibujitos animados que veía en la televisión. Y además, un tic, su tic, porque a fin de cuentas era comerciante el señor: Don Mario intentó, cuando asumió Claudio Borghi, que la mercadería, las frutas, las verduras, se las compraran a él.
—Terminó mal, mal -dice Aravena, y lo dice como si retara a un bebé.
Terminó mal, mal, pero hubo antes, en los tiempos de bonanza, una escena con la que deberíamos quedarnos, la que en el tráiler de esta historia no podría faltar.
En diciembre de 2009, el Circulo de Periodistas Deportivos de Chile galardonó a Bielsa como el mejor técnico del país. La estatuilla se entregaba, obviamente, en Santiago, y como Bielsa estaba en México y se le hacía imposible volver, eligió lo que –bueno– cualquiera hubiera hecho en esa situación: llamó a la verdulería, pidió por Mario, le preguntó si por favor podía ir a recibir un premio –el del mejor de todos– en nombre de él.
NdE: Historia publicada en la Revista Don Julio #5 | Ilustraciones: Fernando Polito.