Roma es una ciudad engañosa: tiene la piel suave y la voz dulce, pero a veces muerde. Quien desee ver los colmillos de la fiera no tiene más que acercarse al Estadio Olímpico (con su gran monolito, dedicado a Mussolini en letras gigantescas) en una jornada de derbi.
Un partido Roma-Lazio, o Lazio-Roma, en el estadio municipal que ambos clubes comparten, constituye una experiencia que va mucho más allá del fútbol. Quedaría muy mal que yo defendiera aquí la violencia; reconozco, sin embargo, que la extraordinaria carga emocional de un derbi no se debe tan sólo al clamor y las coreografías de dos gradas furiosamente enfrentadas: la sensación deriesgo, la conciencia de vivir un momento peligroso, forman parte de la aventura. No es raro que ambas aficiones salgan llorando del Olímpico, sea cual sea el resultado: las batallas campales con la policía, relativamente frecuentes en mis años romanos, algo menos frecuentes ahora, se desarrollan bajo una nube de gases lacrimógenos que acaban afectando a todo el mundo.
La Societá Sportiva Lazio gasta fama de fascista. Y la merece, aunque entre sus aficionados haya una mezcla parecida a la de cualquier otra hinchada. Pero la Associazione Sportiva Roma no desmerece tampoco en cuanto a fanáticos de la ultraderecha. El fútbol italiano, llamado calcio (patada), nunca ha vivido ajeno a la política. Los furores ideológicos se han expresado durante décadas en la grada, y la progresiva derechización de los grupos de aficionados más o menos violentos, los ultrà, es un reflejo de la evolución política del país en los últimos tiempos.
Si hurgamos en los orígenes, el mejor pedigrí fascista lo ostenta la AS Roma. Una de las obsesiones de Benito Mussolini consistía en equilibrar Italia, una nación creada por las tropas piamontesas y por los industriales lombardos, con un norte potente y hegemónico y un sur pobre y subsidiado que en ciertas fases de la historia ha propendido a fiarse más de las mafias locales que de sus compatriotas nordistas. Y, pese a su histórica relación con Lazio, en realidad propició la fundación de la Roma.
Si hurgamos en los orígenes, el mejor pedigrí fascista lo ostenta la AS Roma. Una de las obsesiones de Benito Mussolini consistía en equilibrar Italia, una nación creada por las tropas piamontesas y por los industriales lombardos, con un norte potente y hegemónico y un sur pobre y subsidiado que en ciertas fases de la historia ha propendido a fiarse más de las mafias locales que de sus compatriotas nordistas. En realidad, la clase política del norte también ha utilizado las mafias del sur (Cosa Nostra siciliana, Camorra napolitana, ‘Ndrangheta calabresa, Sacra Corona apuliana) para manejar esas regiones subdesarrolladas e insatisfechas.
Mussolini, decíamos, se esforzó en reequilibrar el asunto. No sólo lo hizo combatiendo a la mafia siciliana con el «Prefecto de Hierro», Cesare Mori, o desecando los terrenos pantanosos al sur de Roma y convirtiéndoles en campos de cultivo: uno de sus grandes objetivos, desde que llegó al poder, fue que un equipo de la capital (Roma, a efectos económicos y culturales, puede considerarse sur) ganara alguna vez la Liga de fútbol, hasta entonces patrimonio exclusivo de los clubes del norte.
Y fundó la AS Roma.
Bien, no la fundó personalmente. Lo que hizo fue imponer la fusión de los diversos clubes romanos en uno solo, auspiciado por el fascismo. La tarea recayó sobre Italo Foschi, secretario de la federación romana del Partido Nacional Fascista, miembro del Comité Olímpico Italiano y presidente de la Fortitudo Pro Roma. La propia Fortitudo, el Roman y el Alba Audace se unieron en 1927.
Faltaba meter en el saco a la sociedad futbolística más señera de Roma, la SS Lazio, creada en 1900 como Società Podística Lazio por un oficial de los Bersaglieri, Luigi Bigiarelli, fascinado por el renacimiento del olimpismo. De ahí que eligiera para la Lazio (que no se llamó Roma porque ya existía un club polideportivo con el nombre Ginnástica Roma) los colores blanco y celeste de la bandera griega, y como símbolo el águila imperial romana. Ni Foschi ni el mismo Mussolini lograron incluir a la Lazio en el «superclub romano» porque el presidente de los laziali era Giorgio Vaccaro, un general de la Milicia fascista que mandaba demasiado como para aceptar presiones. La Lazio se mantuvo independiente.
Para la Roma fueron elegidos el rojo y el amarillo ocre, colores del escudo de la ciudad, heredados de las legiones romanas. La fusión produjo un curioso efecto sociológico, que aún persiste: el centro de Roma y sus barrios más populares quedaron bajo el dominio de la AS Roma, mientras los suburbios acomodados y el resto de la región Lazio permanecieron mayoritariamente fieles a los colores blanco y celeste.
El invento mussoliniano tuvo un éxito bastante relativo. La Roma, y con ella el sur, ganó al fin una Liga en 1942. Ese, sin embargo, fue justamente el año de la batalla de Stalingrado, las derrotas nazis en el norte de África y el inicio del declive del fascismo en Italia.
Ni Roma ni Lazio alcanzaron nuevos triunfos en las décadas siguientes. Cuando llegaron, los estadios se habían convertido ya en escenarios del furor político posterior a 1968: los «años de plomo», caracterizados por el terrorismo neofascista y de extrema izquierda y por las algaradas callejeras, tiñeron el fútbol de violencia. Los efectos de la mezcla entre extremismo y grupos ultrà son todavía hoy perceptibles.
Lo máximo en ese sentido fue el «grupo salvaje» que la Lazio formó en 1973. Guy Chiappaventi, periodista y tifoso lazial, publicó en 2004 un libro titulado Balones y pistolas, la historia de aquel equipo de «locos, salvajes y sentimentales, simpatizantes fascistas, pistoleros y paracaidistas, jugadores de azar y bailarines de club nocturno; un equipo dividido en dos clanes, con dos vestuarios; quien entraba en la habitación que no le correspondía corría el riesgo de encontrarse con la amenaza de una botella rota bajo el cuello».
Giorgio Long John Chinaglia, delantero centro y orgulloso portador de un pistolón magnum del calibre 44, hoy procesado por amenazas, estafa, relaciones con las mafias búlgaras y otros delitos similares, era el jefe de un clan. Gigi Martini, lateral izquierdo, aficionado a disparar contra las farolas desde el hotel en que se concentraba el grupo y hoy diputado neofascista, mandaba sobre el otro clan. Ambas facciones sólo se veían de cerca sobre el césped. El resto del tiempo permanecían separadas para evitar que la cosa, acabara en tiroteo.
Aquel «grupo salvaje» ganó la Liga, la primera en la historia de la Lazio. La victoria coincidió con la formación de los Commandos Monteverde Lazio, pioneros en el género de los grupos ultrà verdaderamente potentes y de ideología fascista. En 1987, los Commandos se integraron en una nueva fuerza, los Irriducibili, entre cuyos fundadores figuraba un joven futbolista recién llegado al club, Paolo di Canio, con el cuerpo atiborrado de tatuajes fascistas. Un fiscal afirmó una vez que los Irriducibili eran «el grupo más fascista, racista, homófobo y antisemita» de entre todos los que poblaban los estadios italianos. Y todo comenzó con el «grupo salvaje» de 1974, que empezó a disolverse en 1977 de la forma más esperable: con un disparo y un muerto.
Luciano Re Cecconi, un interior finísimo conocido como «El ángel rubio», que, dicen, era el único del equipo que no llevaba habitualmente pistola y el único lo bastante neutral como para poder relacionarse con los dos clanes enfrentados, entró en una joyería y gastó una de las bromitas habituales del «grupo salvaje»: se puso la mano en el bolsillo y gritó «esto es un atraco». El joyero sacó una pistola y lo mató de un tiro. Re Cecconi murió allí mismo, susurrando «sólo era una broma, sólo era una broma». En su entierro, por una vez, los clanes de Chinaglia y de Martini se unieron de forma pacífica.
Por entonces, la grada rival, la romanista, estaba dominada por extremistas de izquierdas. La segunda victoria de la Roma en la Liga, en 1984, aún fue saludada con banderas rojas. Curiosamente, el Commando Ultrà Curva Sud recibió en 1986 un premio al fair play.
Nunca más hubo motivos para premios de ese tipo. En la década siguiente, los ultrà de la Roma, encabezados por Curva Sud, tendieron a la violencia y se aproximaron progresivamente al fascismo y la ultraderecha, como casi todo el resto de los ultrà italianos, con excepciones como la del Livorno, en cuyo estadio siguen enarbolándose hoces, martillos y fotos del Che Guevara. Cualquier cosa que huela a antisistema es buena para los ultrà.
El fenómeno ultrà no es espontáneo. Más bien lo contrario. La preparación de coreografías y cánticos, la confección de pancartas, el espionaje de lo que prepara el rival y la coordinación de actividades extrafutbolísticas (por llamar de alguna forma a las batallas campales contra la policía) requieren un mando, una estructura jerárquica y una financiación abundante. Los clubes italianos han sido tradicionalmente generosos con sus aficionados violentos: han pagado trenes especiales, han guardado material bélico de los ultrà en sus propios locales y han permitido que gente como los Irreducibili o los Curva Sud vendieran productos del club en el mismo estadio.
Lo del espionaje mutuo es curioso. En 2001, la Roma fue campeona. Los Curva Sud prepararon para el derbi una pancarta colosal destinada a homenajear a cada uno de sus jugadores. Cuando la Roma, encabezada por el gran Francesco Totti, saltó al césped, en la curva sur del Olímpico se desplegó la pancarta: «Mira a lo alto, sólo el cielo es más grande que tú». Inmediatamente, en la curva norte laziale apareció otra pancarta de tamaño comparable: «Tenéis razón, el cielo es blanco y celeste».
Donde hay espionaje y negocios hay también colusión. Los ultrà pueden romperse la cabeza unos a otros en cada derbi, pero sus jefes se conocen y se coordinan. Eso se hizo evidente en el derbi disputado, o casi, el 21 de marzo de 2004. Los propietarios de Roma y Lazio, presionados por la Federación y por sus propios apuros económicos, se habían puesto de acuerdo para prohibir los puestos comerciales de los ultrà en el Estadio Olímpico y para, poco a poco, estrangular financieramente a los violentos. Los ultrà aceptaron el reto. Apenas iniciado ese derbi de 2004 empezaron a circular rumores por la grada, de forma verbal o a través de sms, acerca de las cargas que estaba protagonizando la policía antidisturbios en el exterior del estadio. Al poco, los rumores contenían una noticia: la policía había matado a un niño. En el descanso, la grada empezó a arder literalmente: fogatas, bengalas, peleas. Decenas de miles de gargantas gritaban «asesinos, asesinos».
Resultó inútil que el jefe de la policía, Maurizio Improta, se desgañitara anunciando por los altavoces que fuera había tranquilidad y que no había muerto nadie. En los estadios, la policía carece de crédito.
Cuando los jugadores volvieron al césped para el segundo tiempo, un «comité de aficionados» bajó al campo para pedirles que interrumpieran el partido. Y aceptaron. ¿Cómo jugar con el cadáver de un niño a pocos metros? A los futbolistas también les había dicho la policía que los rumores eran falsos, pero la elección era clara: entre un jefe de policía y 60.000 tipos furiosos que gritan «asesinos, asesinos», no hay color. Se acabó el partido.
No tardó en saberse que los jefes ultrà de ambos clubes habían organizado el montaje para demostrar su fuerza. Las directivas se envainaron sus planes y permitieron que los ultrà siguieran vendiendo bufandas y camisetas en el Olímpico y cobrando clandestinamente del presupuesto de los clubes unos cuantos años más. Hasta 2007, cuando una nueva oleada de violencia y la muerte de un policía en Catania hizo que el Gobierno impusiera normas estrictas en los estadios.
Ahora, el ambiente está mucho más tranquilo. Pero para vivir en persona la emoción de un derbi romano sigue siendo aconsejable llevar en el bolsillo un buen pañuelo. Por lo de las lágrimas.
*Extraído del libro Historias de Roma. RBA Libros, Madrid, 2010.