SAO PAULO — No hay indignación en Brasil. No hay denuncias de traición a un legado, ni quejas lastimeras de que la victoria no debería haber llegado a cualquier precio.
Lance!, el periódico deportivo, resume muy bien la reacción. La caricatura en la edición del domingo representa a Camilo Zúñiga, de Colombia, acobardado bajo la silueta de Hulk, con el delantero a punto de impartir justicia por mano propia contra el hombre que fracturó la columna vertebral de Neymar.
No hay ninguna mención del enfoque agresivo que el seleccionado de Luiz Felipe Scolari adoptó en su encuentro de cuartos de final contra los colombianos. Nadie se rasga las vestiduras por el hecho de que Brasil abandonó su tradición de Jogo Bonito, sacrificando su reputación como los grandes artistas del fútbol mundial, para adoptar una política de agresión deliberada diseñada para anular a James Rodríguez.
Todo lo que hay -aparte de algunas críticas a Carlos Velasco Carballo por no haber expulsado al zaguero del Nápoli- es esa caricatura. Piensa en la iconografía. Zúñiga ha pedido disculpas por lo que sin lugar a dudas fue una falta, por la que probablemente debería haber recibido una tarjeta. Pero es muy probable que no haya sido deliberada. Y sin embargo aquí está, contrito, víctima de otra amenaza.
No se trata simplemente de que Brasil no se haya mostrado indignada por lo que Scolari mandó a hacer a su equipo. Es el hecho de que la nación no sólo no ha rechazado este enfoque, sino que dos días más tarde aboga por el despliegue de la fuerza física otra vez. El remordimiento se pinta como debilidad. La violencia se ve como fortaleza.
Puede que aquí sea necesario poner las cosas en perspectiva. Fortaleza 2014 no fue la Batalla de Santiago. A James Rodríguez sólo le cometieron falta seis veces; ninguna de ellas causó lesiones graves, aunque en un sentido sólo fue cuestión de suerte.
Si es profundamente lamentable que Neymar haya quedado fuera del mundial -tras dos semanas fenomenales, lidiando de forma admirable con el peso de las grandes expectativas sobre sus hombros- entonces sólo es gracias a la amabilidad del destino que el número diez de Colombia no haya sufrido ningún daño sustancial. No hay que ser un genio para saber que cuantas más faltas le cometes a alguien, más probabilidades hay de que salga lastimado.
Pero eso no debería ser utilizado en defensa de lo que hizo Brasil. En primer lugar, la forma en que jugaron se había calculado fríamente. Al principio, Fernandinho fue el villano nominado, y cuando ya parecía estar arriesgándose demasiado, sus compañeros tomaron el relevo. Las faltas se rotaron, reduciendo así el riesgo de la tarjeta que los habría detenido.
En segundo lugar, y lo que quizás sea aún más importante bajo las normas del juego moderno, las tácticas de Scolari estuvieron al límite del juego brusco. El fútbol del siglo XXI es un deporte esencialmente diferente al que Italia y Chile jugaron en 1962, o al que Hungría y Brasil se entregaron en 1954, en la llamada “Batalla de Berna”.
Cometerle falta seis veces a un jugador -o, más exactamente, ser descubierto cometiéndole falta a un jugador seis veces- es casi lo más sucio que se puede llegar a poner el deporte dado el grado en el que todas las formas de contacto directo, legales e ilegales, han sido retiradas del juego.
En una época en la que todo tiene que ser lo mejor o lo peor de algo, porque si no parece mediocre y sin sentido, siempre existe el riesgo de exageración. Sin embargo, en este caso, gran parte de la aversión sentida por quienes serían descritos por Luis Suárez como “la familia del fútbol” parece legítima. Brasil ha ido demasiado lejos. No ganaron como se debe, si es que tal noción existe.
¿Por qué, entonces, semejante desconexión entre la forma que el resto del mundo vio el enfoque de Scolari y la forma que lo vio Brasil? Eso es simple. Es porque la imagen que todo el mundo tiene de Brasil, excepto la que los brasileños tienen de Brasil, se basa en lo que podría ser un error, y hasta un mito.
En Golazo, su libro sobre el fútbol latinoamericano, Andreas Campomar describe el proceso mediante el cual Argentina dejó de ser un equipo que sólo creía en el entretenimiento autoindulgente –el estilo de juego basado en fintas y gambetas que se conoce como “la nuestra”– para convertirse en el país que produjo algunos de los equipos más brutales de todos los tiempos: Estudiantes a fines de la década de los ’60, por ejemplo, y el seleccionado nacional descrito por Sir Alf Ramsey, con poca delicadeza, como “animales” en 1966.
El cambio radical se produjo en 1958, cuando un equipo ampliamente considerado en el Cono Sur como el favorito para la Copa del Mundo voló a Suecia decidido a mostrarle al planeta las virtudes de “la nuestra”, y regresó a casa escarmentado, batido 6-1 por Checoslovaquia. El fútbol argentino entró en un período de profunda introspección, y finalmente llegó a la conclusión de que el juego basado en una forma vengativa de fantasía era anticuado. Necesitaban un enfoque más duro, una mayor voluntad de ganar, un sentido agudizado de profesionalismo en todas sus formas. En una cultura que Campomar describe como “no propensa a la moderación”, los “animales” y Estudiantes fueron el exagerado producto por excelencia de dicho deseo.
Brasil tuvo dos momentos así. Uno en 1966, cuando Pelé y los suyos fueron eliminados a patadas, literalmente, del Mundial. Ya en 1962 Pelé había quedado fuera por el “tratamiento” que le aplicaron los rivales. Su impacto llegó con retraso -estuvieron bastante bien en 1970, si mal no recuerdo- pero para 1974 habían decidido que tenían que abolir el “futebol arte” y adoptar el “futebol força”, pateando como los mejores en Alemania Occidental.
Luego vino 1986, cuando los restos de lo que quizás haya sido el equipo más puro de Brasil -la generación de Zico, Socrates y Falcao en 1982- fue vencido por Francia en los cuartos de final de la Copa Mundial. Una vez más, el fútbol brasileño cambió de dirección. Se fueron los artistas y llegaron los obreros. Entrenadores como Carlos Alberto Parreira -ahora coordinador de la selección, y un hombre cortado con la misma tijera que Scolari- decidieron que no podían vencer a los europeos jugando a su manera. Tenían que tratar de competir con ellos físicamente.
Brasil no tiene ninguna obligación de jugar de cierta manera pero se los mide con un estándar injusto. Imaginamos que siempre deben jugar como el equipo de 1970, a pesar de los 44 años y más que han pasado con defensores cerrados y pivotes en el mediocampo. Somos engañados por recuerdos que la mayoría de nosotros no tenemos, recuerdos sostenidos en el subconsciente colectivo, recuerdos masajeados por las maniobras del marketing.
La diferencia fue que esta vez, el cambio perduró. Los fracasos de Brasil en 1974 y (con un equipo mejor, pero no para la historia) en 1978 le dieron al arte futebol su broche de oro. La derrota en México 1986 acabó con él por completo.
Todos los equipos de Brasil que le siguieron han mantenido la funcionalidad como punto de referencia. Esto no quiere decir que hayan sido uniformemente “malos” -los seleccionados de 1994, 1998 y 2002 fueron muy buenos- o que no hayan tenido características positivas. La dupla de Bebeto y Romario dio espectáculos realmente emocionantes en la cuarta Copa del Mundo ganada por el país en 1994, y lo mismo puede decirse de Rivaldo, Ronaldinho y Ronaldo en 2002.
Pero ninguno de esos equipos jugó como el Brasil de la imaginación popular. Sí, tuvieron individuos sobresalientes, y sí, tuvieron destellos de genialidad -aunque el número de actuaciones enfáticas que produjeron contra oponentes de primera es extremadamente bajo- pero estaban rigurosamente estructurados, obsesivamente programados y siempre bajo control.
El mejor reflejo de esto es el único cambio que Parreira hizo en 1994: sacó a su capitán, Raí, hermano de Sócrates y un jugador con la mejor tradición brasileña, y lo reemplazó con Mazinho, un mediocampista derecho tenaz pero limitado, para que jugara junto a Mauro Silva y Dunga. Fue el mejor ejemplo de cómo piensa el fútbol brasileño moderno.
Esto no es algo malo -Brasil no tiene ninguna obligación de jugar de cierta manera- pero sí sugiere que se los mide con un estándar injusto. Imaginamos que siempre deben jugar como el equipo de 1970, a pesar de los 44 años y más que han pasado con defensores cerrados y pivotes en el mediocampo. Somos engañados por recuerdos que la mayoría de nosotros no tenemos, recuerdos sostenidos en el subconsciente colectivo, recuerdos masajeados por las maniobras del marketing. Recordemos el comercial de Nike en la sala de embarque del aeropuerto con más claridad que al seleccionado de Brasil de 1998. Tenían a Dunga y a Cesar Sampaio en el mediocampo. No deben haber hecho muchos jueguitos con el balón en una cinta transportadora de equipaje.
Sin embargo, ellos dos (y Kléberson, cuatro años más tarde) son un ejemplo mucho más representativo del fútbol de clubes brasileño que los que nos transmiten los hechiceros y los embaucadores de la imaginación popular. Que Brasil aún produzca un suministro tan notable de magos no oculta el hecho de que gran parte del fútbol que sus fans miran cada semana está repleto de faltas tácticas y cínicas, y abundante agresividad. Tal vez el medio ambiente despiadado en cierta medida explique la línea de producción: Tienes que ser muy, muy bueno para verte bien.
Esa es la razón por la que no hay indignación en Brasil por lo que pasó contra Colombia. Están acostumbrados. Han visto a la Seleçao jugar de esta manera durante años. Han visto a sus clubes seguir el ejemplo. Así es el fútbol brasileño; ellos también recuerdan la generación de oro, pero la toman como lo que es: el pasado. Tal como el resto de nosotros, ellos saben que lo que importa es ganar, no cómo se gana.
Fuente: ESPN.com