“Yo sabía qué hacer con la pelota y tenía noción del juego, pero no siempre conseguimos ejecutar lo que imaginamos. El cuerpo no acompaña lo que la cabeza piensa. Sólo los privilegiados consiguen ver todo y ejecutan lo que piensan con la bola.”
Neymar da Silva Santos llegó al União de Mogi en 1989 y ese mismo año se convirtió en la referencia del club. Tenía 24 años y un currículum abultado de experiencias, también en el fútbol. Hijo de mecánico y ama de casa, hermano mediano entre el mayor, Nicinho, y la menor, Jane, nació en Santos, donde creció haciendo lo que todos los chicos quieren: jugar en el mayor equipo de la ciudad. Hizo Infantiles en el Santos, y a partir de ahí su vida futbolística marcó un recorrido que más bien parece un festín onomástico: jugó en los Juveniles y se hizo profesional en Portuguesa Santista. A continuación salió a otro club del interior paulista, el Tanabi; después voló a la Tercera División del estado de Minas Gerais, al Iturama. Allí, con 20 años, agarró una tuberculosis que lo retornó a Santos y lo sacó momentáneamente del fútbol. Se puso a trabajar en el taller del padre; no duró. Volvió a jugar en un club tradicional de su ciudad, el Jabaquara, que un día se enfrentó al União de Mogi das Cruzes en un amistoso en el que tanto brilló Neymar que el árbitro se fue directo a los dirigentes del União, que entonces estaba en la Intermediaria, la Segunda División, y les dijo: “Llévenselo”. Y se lo llevaron. Era 1989 y Neymar despuntó, deslumbró, destapó sus esencias y se ganó un contrato “muy por encima de lo que pensaba”, diría él años después, que le permitió sentirse rey del club de Mogi.
En aquellos tiempos Brasil y su selección empezaban a desperezarse del sueño del fútbol arte de Telé Santana para dejarse caer en el pragmatismo de Sebastião Lazaroni y compañía. En el interior de São Paulo, sin embargo, seguía jugándose con delanteras de tres, con extremos bien abiertos. Neymar era punta derecho, el 7 a la espalda agitándose en sus carreras incansables antes del inevitable centro al ariete, Serginho. O preparando el cuerpo para cambiar el juego al otro lado del mundo, allá en el costado izquierdo, donde esperaba Edmar, el otro extremo. O, también, festejando goles. Siempre a mil por hora. No hay registros de cifras sobre la carrera de Neymar, pero se conservan en manos de hinchas videos VHS con la banda trillada de tanto repetir las jugadas. En ellos se observa un elegante delantero, de tronco escueto, pierna alta, sartorio y cuádriceps trabajados. Más que el requiebro en corto, el arabesco y la gambeta, usaba el tranco largo como recurso, el autopase como solución.
Quedan en la memoria del unionista de Mogi –y en el video– partidos como aquél ante el Jalesense, en el que dejó un recital de recursos, recibiendo de espaldas y llevándose la marca sin tocar la pelota, driblando en carrera y, también, cayendo y protestando al árbitro. Ante la marca pegajosa del lateral izquierdo del rival, la pisadita extrema, con un pie, con otro, y el cambio de ritmo para escapar de los tapones, de los tentáculos del defensa. Ante una pelota llovida, lo debido para todo extremo-bala: recibir y correr. Y, como mandaban los cánones de entonces, rociar el aire con la cal de la línea de banda, el alimento de todos los wines de este mundo: cuando la cal vuela es que algo ha ocurrido.
Y en el caso de Neymar, eso engloba su velocidad, su creatividad: su fútbol.
Según Thiago Campos, periodista deportivo de Mogi, “tenía un gestito como si tuviera la mano helada, hacia atrás, medio doblada, mientras inventaba con la pelota en los pies”.
“Era un extraordinario jugador, casi un velocista, que apretaba al lateral, filtrando juego hacia el medio y creaba por afuera. Era muy directo. Él era la velocidad”, recuerda Dunder, uno de los gregarios que liberaba juego hacia los costados y se sentía tranquilo, un central que subía a rematar los córners junto a Neymar, que eso también hacía; a veces los ganaba, como aquel día ante el Jalesense para terminar de remontar un partido que parecía imposible de levantar. União consiguió empatar tras una jugada por derecha del propio Neymar, que se consagró poco antes del final; en el 2-1 hizo delirar al estadio Nogueirão de Mogi, reconocible por su chimenea de ciudad fabril presidiendo los partidos tras la popular, justo a la altura del banderín de córner. Desde allí, desde la esquina salió, a rosca cambiada, un centro recto, casi sin arco, envenenado de salida, de los que sólo hay que tocar de la manera justa con el frontal para convertirlo en misil. Allí, entre el área chica y la grande, entre un cardumen de defensas vestidos de blanco, se elevó Neymar. Salto, giro de cuello e impacto armonioso, de los que dejan oír en la grada el plas del cuero al meterle cabeza. Golazo de La Serpiente de Tieté.
“¿Viste cómo era importante? Me sentía famoso en aquella época”, rememoró él mismo en una entrevista en 2014.
Entonces, después del 2-1, salió corriendo como pollo sin cabeza, levantó los brazos, cerró los puños como quien maneja una moto, miró al tendido, repartió abrazos y terminó haciendo una voltereta antes de saludar y aplaudir a la torcida del União, la Falange Vermelha, y dedicarle medio pasecito de baile.
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Mogi das Cruzes, a 60 kilómetros de São Paulo, en la región del alto Tieté, forma parte de la segunda corona metropolitana de la megalópolis brasileña. Tiene 400 mil habitantes –casi el doble que en 1989– y una economía diversificada entre industria y agricultura: es conocida en Brasil como la capital del caqui. Pese al tamaño, conserva el aire de pueblo grande, mantiene tradiciones de ciudad del Interior y, por supuesto, tiene equipo de fútbol. En realidad desde hace una década tiene dos, pero hasta entonces sólo uno llevaba el nombre de la ciudad: el União de Mogi, apodado La Serpiente de Tieté. Ya centenario –se fundó en 1913– ha desarrollado su historia en las tres últimas categorías del fútbol paulista. Un campeonato amateur en 1947 y el título de Segunda División paulista, ya en 2006, son sus mayores conquistas. União no tiene clásico histórico, más allá de rivalidades con ciudades próximas y clubes de resonante nombre: Taubaté, São José dos Campos, Bragantino, Flamengo de Guarulhos.
En 1989 se cruzó un rival de cierta entidad, el Río Branco de Americana, otra ciudad paulista, en un partido jugado en el Francisco Ribeiro Nogueira, el estadio municipal, conocido popularmente como Nogueirão. Ganaron los locales y hubo un protagonista sobresaliente: Neymar. Terminada la temporada, emisarios del Rio Branco fueron a buscar a la estrella del União. Para evitar su marcha, diez empresarios de la ciudad decidieron unirse para retener al jugador comprando su pase. El 21 de diciembre se firmó un documento, sellado por un escribano, en el que Neymar da Silva Santos cedía sus derechos económicos a diez empresarios locales. Uno de ellos, Moacir Teixeira, recuerda los números con exactitud:
— Pagamos entre todos cien mil cruzados, un equivalente a unos 55 mil reales de hoy (unos 15 mil dólares). Con eso que se le pagó, Neymar compró lo que más quería: una casa para su madre en Santos.
Dice el actual presidente del União, Senerito Souza, que, de toda la historia, Neymar “es el futbolista más ilustre” que vistió el rojo de La Serpiente de Tieté. Insiste en la frase Atilio Suarti, fisioterapeuta en la época, que lo ha visto todo en União y en el deporte de Mogi, que hoy amasa las piernas del equipo de básquet de la ciudad, de los más importantes de Brasil, y que no tiene dudas: “Fue el mejor jugador que tuvo el club”.
Un club que en la época de Neymar vivía tiempos relativamente felices, acomodado en la división Intermediaria, actual A-2, comparados con los que vive ahora, en la cuarta serie del estado más poblado de Brasil, 45 millones de habitantes, un país dentro de un país, un imbricado campeonato en el que se solapan jugadores, clubes, ciudades e hinchadas en un mar de divisiones. En aquella época era común que los equipos cediesen a préstamo a sus mejores futbolistas para jugar unos meses el campeonato de otra categoría. Le ocurría a Neymar: los segundos semestres del año, al terminar el campeonato estadual, salía a otros lugares: Coritiba, Lemense, Catanduvense. Pero volvía cada fin de año a Mogi, donde marcó una época. Una gira circense, el fútbol de Neymar.
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— Era una persona extremadamente humilde, carismática, líder del equipo, contador de chistes, simpático y pobre —dice Suarti.
— ¿Pobre?
— Todos lo eran para lo que pensamos de los futbolistas; se viajaba como se podía y se comía a base de pan con mortadela. Neymar no llegaba a un sueldo de tres mil reales de hoy (850 dólares), y era el mejor pagado del equipo. El resto no tenía poder adquisitivo y la mayoría no vivía en apartamentos alquilados, sino en la concentración.
Así recuerda Dunder, el gregario, aquella época de hermandad:
— Pasábamos mucho tiempo juntos. Yo vivía en la concentración y él, aunque tenía su apartamento, con los partidos casi pasaba más tiempo con los compañeros. Aquí jugábamos a las cartas, veíamos televisión. En el vestuario escuchábamos música, hasta que llegaba la hora de rezar.
El padrenuestro de costumbre, la plegaria antes de salir a jugar, tradicional en Brasil, tenía un orador.
De manos dadas, con los jugadores formando una rueda, Neymar llevaba la voz cantante.
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El 6 de febrero de 1992, después de entrenar, aún en el vestuario, Neymar le pidió a Atilio Suarti si le podía llevar al hospital. El día anterior había nacido su hijo y no tenía cómo llevarlo a casa.
— Yo era el único del equipo que tenía coche, así que allá fuimos, y desde el hospital me los llevé a su casa. Quién me iba a decir que ese bebé iba a ser quien es ahora —dice Suarti.
El bebé, de hecho, no tenía nombre, principalmente porque no se habían hecho ecografías durante el embarazo y no se sabía si era niño o niña. Nadine, la madre de la criatura, muy religiosa, quería que se llamase Mateus, como el evangelista. Finalmente, dos días después lo registraron con el nombre de Neymar, aunque para todos sería Neymarzinho o simplemente Junior.
Entonces era sólo el hijo del jefe del vestuario, un tipo de ceño fruncido cuando hacía falta y sonrisa abierta el resto del tiempo que, además, era el crack. De todo eso se acuerda Suarti cuando rememora el viaje desde el campo de entrenamiento hasta la Santa Casa de Misericordia. Del hospital, en el centro de Mogi, condujo luego hasta la vivienda de dos ambientes de la familia, en el Condominio Safira, ampuloso nombre que en realidad era un bloque de un complejo habitacional llamado Jardim Maricá, popularmente conocido como Bairro Rodeio, pues allí, en la periferia de la ciudad, se hacían antes rodeos de ganado. El vecindario –simétrico, con rejas y calles con lomas de burro, vereda estrecha y tránsito residencial– lo formaban hileras de edificios de cuatro pisos color pastel, con una cancha de cemento pintado al fondo, donde Neymar ponía a andar a su hijo y más tarde a dar los primeros toques de balón. Allí vivían obreros llegados de fuera para engordar las industrias. Y también vivían, de alquiler, Neymar y Nadine, luego Neymar hijo e incluso Rafaella, su otra hija, nacida meses antes de marcharse de la ciudad, en 1996. Pero el camino de salida se había empezado a marcar a fuego cuatro años antes.
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Una noche lluviosa de domingo en junio de 1992 un Volkswagen Brasilia comprado poco antes por Neymar baja las empinadas curvas de la vía de doble mano en su camino hacia Santos. La vía entre Mogi das Cruzes y el litoral del estado de São Paulo es atravesada por la Serra do Mar, que corre paralela al océano como una cicatriz.
Padre al volante, madre de acompañante y bebé en una sillita en el asiento de atrás. Un coche que viene de frente obliga a apartarse al Brasilia, que igual impacta por el lado izquierdo y se sale de la carretera. El cuerpo del conductor se desencaja, una pierna sobre la otra, chasquidos, dolor. Creyendo morir, mira hacia la parte de atrás y le grita a su mujer por el niño, dónde está el niño, que no lo veo. No está el bebé en el asiento. Miran el vidrio roto pensando que habrá salido despedido, pero tampoco. Ha desaparecido. Sólo con la ayuda del rescate consiguen encontrarlo, ensangrentado, debajo del asiento. No se vuelven a ver hasta el hospital. Allí el atribulado padre, ya diagnosticado –luxación grave de pelvis– recibe a su mujer y su bebé, ya limpio: la sangre que lo cubría se la había provocado un único corte superficial en la cabeza. Por lo demás, ileso. El padre agradece a la providencia y entiende que desde ese momento la vida es otra.
Y así ocurrirá.
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Neymar no jugó hasta más de un año después: nunca fue el mismo.
Una operación, reposo, la vuelta a los entrenamientos, recaída, las piernas doloridas, la chispa apagada, el fin de las carreras veloces, el miedo. Pasaron cuatro años, cuatro, entre aquella noche lluviosa del accidente y una salida honrosa del club. En ese tiempo pasó de ejercer de estrella, de ser requerido por la prensa local cuando había que dar un titular, de ser el garoto propaganda de União, a perderse entre clubes a préstamo para acelerar la recuperación y recuperar el protagonismo, a buscar una reubicación en los laureles que nunca llegó. Ante la adversidad, Neymar se fue. Era finales de 1996. Se trasladó a Santos y jugó unos partidos aquí, otros allá, sin firmar contrato, hasta que al fin volvió a competir, en julio de 1997, cuando se trasladó al estado de Mato Grosso, y con él su familia. Tenía ya 32 años y las piernas cansadas y el cerebro quemado. Pero lo intentó una vez más en los confines fronterizos con Bolivia, en la ciudad de Várzea Grande. Allí probó suerte en el campeonato local del año siguiente como integrante del club Operário, un histórico de ese estado. Debutó con un gol y dio el pase de otro en el triunfo en casa del Cacerense, 4-1. En ese campeonato Operário llegó a la final y la ganó, contra el União de Rondonópolis, a ida y vuelta. En el primer partido, empate sin goles, sin Neymar. La vuelta, ya con él en el campo, le dio el título a Operário, el undécimo de su historia y primero, paradójicamente, de Neymar. Operário, en castellano, se traduce así: trabajador.
Entonces, campeón por primera vez a los 32 años, el wing derecho se retiró.
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“Nunca lo dijo él, pero yo tengo para mí que se quedó resentido con la directiva de entonces del União, porque no se le dio la atención debida después del accidente”, dice, aunque murmure al hablar, Senerito Souza, el actual presidente de La Serpiente de Tieté. Y añade: “Yo me hubiera sentido igual”. Y añade, también, como un sueño en voz alta: “Ojalá Neymar vuelva al club, pero como presidente”.
Tras su retirada en Mato Grosso en 1997, el primer Neymar volvió “por necesidad”, con mujer y dos hijos, a la casa de su madre en Praia Grande, en la periferia de São Vicente, junto a Santos, y se puso a trabajar: fue mecánico, vendedor de filtros de agua, albañil en el órgano que controla el tránsito en la municipalidad; cambiaba las marquesinas de las paradas de los colectivos, reponía carteles con las líneas de buses, arreglaba una acera. Fue creciendo en el trabajo y, con los años, llegó a arreglar las motos de la policía de Santos. Había pasado un tiempo ya del que fuera, después del accidente y ya casi de salida del União, su momento mediático en Brasil.
El 31 de mayo de 1995 se celebró un amistoso contra el Santos para reinaugurar el Nogueirão. Aquel Santos no era el más laureado: su jugador más conocido era Edinho, el hijo de Pelé. Pero era el Santos, equipo de su ciudad, club que le encendía el pecho. Fue empate a un gol, pero lo que más recuerda el padre de aquel partido es que él tiraba las faltas e intentó lucirse ante Edinho, sin éxito. Ya hacía tiempo que Neymar no era el mismo. Ya no confiaba en él tampoco el técnico de los últimos dos años, el célebre Valdir Peres, arquero de la selección en el Mundial de España 82. Pero aquel partido era una oportunidad para brillar por los focos de las cámaras que acompañaban al Santos.
Para todos, aquella noche, Neymar fue el más grande. Especialmente para su hijo, Neymar Junior, Juninho para la familia, que vio el partido con la camiseta roja de La Serpiente de Tieté, la primera que vistió de un equipo de fútbol. Por tamaño, más que camiseta, mantón. El niño huesudo y con un rostro repleto de dientes, una sonrisa que va de oreja a oreja y unas orejas grandes, de cómic, un pelo tupido y negro cerrado, mucho antes de los tintes, las crestas, los pendientes y los tatuajes. Mucho antes de eso Neymar Junior gritó por su ídolo, su padre, en su duelo contra aquel Santos del hijo de Pelé y que pronto sería, también, el del hijo de Neymar.
Del primer Neymar.
Historia publicada originalmente en la Revista Don Julio #4