Hay partidos mejores y peores. De excelencia técnica, con alto voltaje emocional o simplemente aburridos. En los Mundiales se ve de todo. Y hasta acá hemos visto de todo, con el empate entre España y Portugal como pináculo del show. Lo que no se observa a menudo es un partido que sacuda las jerarquías cristalizadas. Y eso quiero creer del triunfazo de México ante Alemania. Que conmovió al establishment y que impuso la reflexión a los adalides de la corrección política, los que suponen que la organización blindada de los germanos (previsión, seriedad, proyectos de largo aliento, toda esa cháchara) pavimenta la ruta hacia la superioridad indiscutible. Además de asegurar el recambio de talentos, la sustitución oportuna de las estrellas justo en la fecha de vencimiento. Es decir que esa supremacía tiende, por su propia dinámica, su ritmo estratégico, a perpetuarse. Espero que también haya cesado la superstición popular que, entre la ironía y la resignación, define el fútbol como ese juego de once contra once en el que siempre gana Alemania.No fue un chancletazo que terminó en gol, en triunfo milagroso y contra natura. No fue azar ni oportunismo de carterista, como otros resultados imprevistos que dejan el mundo como estaba. No. Fue empezar a disputarles poder, de forma explícita, a los dueños de la pelota. Por lo menos, su poder simbólico.
Los dirigidos por el inoxidable Joaquim Löw son los actuales campeones y también se llevaron la Copa Confederaciones del año pasado. Su reinado lucía sólido, ajeno al efecto narcótico del éxito. México, una vez más, llegó al Mundial para corroborar la evolución de su autoestima. A los mexicanos, por razones que habría que hurgar en su historia social antes que en los anales deportivos, les ha costado mantener la confianza en sus propias fuerzas a la hora de jugar con los tanques. La meta, en términos más tangibles, es llegar al famoso quinto partido (cuartos de final), algo que no consiguen desde 1986, cuando fueron anfitriones por segunda vez y los eliminó justamente Alemania.
México, en suma, recaló en Rusia para demostrar que su carácter está a la altura de sus muchas destrezas futbolísticas. Cuenta con un entrenador, el colombiano Juan Carlos Osorio, atento al detalle y celoso en extremo de la táctica, quien logró fidelizar al plantel, volverlo unánime. Es de los tantos admiradores de Bielsa y Guardiola, mira con lupa otros deportes colectivos en busca de enseñanzas y anota todo en una libreta: en rojo los errores, en azul los aciertos. De hecho, ha publicado un libro titulado La libreta de Osorio. Suelen mofarse de él. El público, los analistas deportivos, nunca sus dirigidos.
De modo que antes del partido en Moscú, los alemanes comandaban las apuestas. A México, según dejaban inferir los académicos de micrófono, lo aguardaba, a lo sumo, el consuelo repetido de haber dejado todo ante un grande. De haber dado otro pasito para despegar del pelotón de la medianía. De jugar como nunca y perder como siempre, tal como lo expresa la brillante síntesis acuñada en la tribuna. Alguna grieta anímica, alguna distracción grave debida al atávico miedo a la escena –miedo al superior– terminaría por reproducir el argumento conocido. Algo así. Tal vez flotaba en la trastienda de estas apreciaciones el incidente de los mexicanos con las prostitutas vip, poco antes de viajar al Mundial. Flaqueza imperdonable en la alta competencia que contribuyó a subrayar el contraste con los híper profesionales europeos.
Pero México jugó con perfil de potencia. Y, en el primer tiempo especialmente, exhibió todo lo falible que puede ser el engranaje alemán si se lo desafía con convicción y buen juego. Los roles se invirtieron: México atacaba a destajo, con una mezcla alquímica de velocidad y precisión, y el lucimiento de algunos nombres inolvidables. Vela, en primer lugar, llevándose a la rastra a sus atléticos perseguidores. Lozano, responsable de un golazo, Chicharito Hernández y su astuto lenguaje de un toque, Moreno… Los muchachos de Osorio no se apuraban en el área, no vacilaban en el pase, mantenían a raya cualquier amago de embestida, cualquier resurgimiento del mito alemán.
En la segunda parte, la nafta empezó a mermar y, en lugar de defenderse con la pelota, los mexicanos fueron retrocediendo, amurallando la quintita del siempre seguro Ochoa. La chance de abrochar un resultado irreversible quedó en manos de algún solitario contragolpeador.
Alemania insistió y estuvo cerca del empate. Al comando de Özil, una zurda quizá un tanto tímida para el carácter arrollador con que suele definirse al actual campeón. Al final, perdido por perdido, Löw volvió a las fuentes y se jugó por los Panzer. Esos colosos del área que tantas veces abrieron las puertas de la gloria a cabezazo limpio. Pero no pudo ser. Aguantó México con la frente alta y el pecho inflado. Se quebró el hechizo. Y lo necesario se volvió contingente.
*Publicado originalmente en La Agenda.