Los periodistas y comentaristas de televisión nos han repetido una y otra vez las razones por las que este ha sido un torneo maravilloso, el mejor en la memoria reciente, lleno de drama y emoción, y de estrellas y grandes goles. Pero esos expertos y periodistas están todos bronceados, relajados y filmando sentados alrededor de una mesa junto al mar. No puede haber ninguna duda de que todos ellos han pasado un momento maravilloso. Sus anfitriones han sido generosos y cálidos, y han disfrutado de un ambiente de fiesta en todas las ciudades. Pero ¿qué pasa con el resto de nosotros, los que sólo podemos juzgar esta competencia desde casa en frente de la televisión?
Hubo grandes momentos y grandes goles, por supuesto. Siempre los hay. Pero los Mundiales dependen de sus partidos de eliminación directa, y la parte final de éste -con la excepción de un extraordinario enfrentamiento que hizo temblar la tierra- ha sido regular y en ocasiones profundamente deprimente.
Es cierto que sólo dos de los juegos de muerte súbita terminaron sin goles, y ambos contaron con los tristes, sin vida y cínicos holandeses. No sólo han apenas cruzado la línea de mediocampo desde su extraordinaria victoria por 5-1 sobre España, sino que ahora no han podido marcar en su última final, semifinal y cuartos de final de la Copa Mundial -seis horas de fútbol en total-. Pero en todos los partidos en la ronda de 16, los favoritos vencieron a sus oponentes por poco y sin haber jugado muy bien. Uno de esos juegos, Bélgica vs EE.UU., fue probablemente el mejor partido de la Copa Mundial del siglo XXI; el resto de ellos fueron, en su mayoría, bastante aburridos.
Tres de los cuartos de final fueron eventos sin mayores atractivos y aunque el cuarto, Brasil vs Colombia, tuvo momentos de emoción, también fue brutal. Cuando James Rodríguez fue fotografiado llorando tras el pitido final, no podía dejar de preguntarme si las lágrimas habían sido causadas por la decepción o la frustración por haber sido sistemáticamente la víctima de las infracciones brasileñas.
El arbitraje en este Mundial ha sido robótico: claramente, a los árbitros se les ha dado tres instrucciones y han dado un gran espectáculo al obedecerlas. La primera fue asegurarse de que todos los jugadores supieran dónde colocar las manos cuando formaban la barrera -muy importante- y la segunda fue separar a los oponentes que forcejeaban antes de un tiro de esquina, sin hacer nada para detener esos mismos agarrones cuando la pelota estaba en juego. La tercera fue conservar sus tarjetas en los bolsillos durante el primer tiempo. El resultado quedó a la vista con Rodríguez y, más tarde en el juego, con el pobre Neymar -una postura más dura frente a las faltas desde el principio hubiera evitado la ridícula y peligrosa falta que lo dejó fuera de la Copa del Mundo-.
Es un trabajo imposible, por supuesto, porque la gran mayoría de los futbolistas internacionales son terribles tramposos. Tiran de las camisetas, meten los pies, simulan estar lastimados cuando no lo están, fingen que no han hecho nada cuando han dañado a alguien, cuestionan cada patada, cada córner, cada tiro libre lateral. Hasta que los jugadores y entrenadores se hagan cargo de algún grado de responsabilidad, entonces los árbitros no tendrán ninguna posibilidad.
Y sin embargo, el torneo ha producido los más extraordinarios 30 minutos que los fanáticos del fútbol -y los fans del deporte en general- hayan visto. A diferencia de cualquier cosa comparable, sin embargo -tal vez el salto de Bob Beamon en el 68, o la paliza de Cassius Clay a Sonny Liston- no fue una diversión sin complicaciones. Conozco a un par de personas que no pudieron soportar lo que estaban viendo y salieron de la habitación porque estaban retorciéndose demasiado. El partido de Brasil vs Alemania fue mucho más parecido a una cacería del zorro, pero a la parte en la que el zorro se rompe en mil pedazos, no la parte jovial de la persecución.
Y fue a Brasil a quien le arrancaron la carne del cuerpo. Y, para varias generaciones de aficionados de fútbol, Brasil es la razón por la que ven los mundiales en primer lugar. Incluso cuando no resultaban ser tan buenos o cuando no llegaban demasiado lejos en el torneo, siempre esperábamos que mostraran algo nuevo, o a alguien nuevo y sorprendente. En las décadas de 1970 y 1980, casi todos los equipos brasileños fueron una sorpresa, sobre todo porque los jugadores habían jugado todas sus carreras en Brasil, y nadie en Europa o en cualquier otro lugar fuera de América del Sur sabía mucho acerca de ellos. Pelé jugó en Santos, Zico en el Flamengo, Eder en el Atlético Mineiro. Hicieron cosas que nunca habíamos visto, en parte porque nunca habíamos tenido la oportunidad de verlos. Esos días han pasado -ahora todos los mejores brasileños juegan en Europa- y los nombres de esta selección de Brasil no sólo eran familiares sino también poco interesantes. Ya sabíamos que algunos de los jugadores eran ineptos. Brasileños ineptos, jugando un Mundial, ¡en Brasil!
Como simpatizante del Arsenal, estoy acostumbrado a ver capitulaciones horribles. Cedimos cuatro goles durante los primeros 20 minutos en Anfield el año pasado, cuatro en el primer tiempo en Stamford Bridge, ocho en Old Trafford en 2011, pero todo el mundo sabe por qué el Arsenal recibe semejantes palizas: el DT juega con demasiados centrocampistas ofensivos, y nunca propone tácticas para que su plantel pueda anular al equipo contrario.
Brasil tenía un solo delantero verdaderamente creativo y se lesionó para el partido contra Alemania. Lo esperable era que la consecuencia de esto fuera alguna especie de solidez defensiva, la capacidad de anular al rival. De lo contrario, ¿cuál era el punto de cualquiera de esos jugadores? Lo que ocurrió el martes por la noche fue un colapso nervioso televisado y el final de una larga era que comenzó en la década de 1950: nadie volverá a ver el fútbol brasileño de la misma manera por un largo, largo tiempo.
Gracias a Dios por Alemania entonces, aunque nadie lo diga muy a menudo. Han minimizado la trampa, han tratado convertir en todos los partidos, y han jugado con gallardía, a pesar de que aparentemente están condenados a ser descritos, al menos en Inglaterra, como “crueles” y “eficientes” hasta el fin de los tiempos. Así son los lugares comunes: los españoles siempre jugarán tiki-taka, pero los alemanes siempre serán una máquina, sin importar cuántos Mesut Ozils, Thomas Mullers y Mario Gotzes produzcan.
En el fútbol internacional lo que realmente importa es la gloria. Hay mucho dinero para Sepp Blatter y sus compañeros en la FIFA pero no es un asunto serio como el fútbol europeo de clubes; no es un sustento de vida y el futuro no depende del resultado. ¿Por qué tratar de avanzar mecánicamente a un empate cero a cero y ganar en los penales, cuando todo el mundo está mirando? ¿Por qué no tratar de anotar más goles que el otro equipo? ¿Cuántos fanáticos holandeses, gente que recuerda a Cruyff, Van Basten, Gullit y Bergkamp, hubiesen disfrutado de otra aparición en la final, tal vez otro empate sin goles, tal vez incluso el propio trofeo?
Ciertamente, el resto del mundo se olvidará de este equipo actual lo más rápido posible. Si los alemanes juegan como lo han hecho hasta ahora y ganan la Copa del Mundo el domingo, entonces la gloria será suya y este Mundial habrá, según nos siguen diciendo los expertos tomando sus bebidas en la playa de Copacabana, valido la pena.
Fuente:ESPN.