El calor pegajoso de la siesta del domingo azotaba el sueño en el Barrio Echeverría. En la calle, los perros buscaban el amparo de la sombra y unos cuantos niños audaces desafiaban al sol de verano desoyendo las amenazas de sus padres. De pronto, unas manos tímidas golpearon la puerta de la familia Rodríguez para terminar con el silencio de esa soledad soporífera. Apenas abrieron la puerta, se escuchó un pedido que sonó a súplica:

–  ¿Doña Laura que la va ha dejar salir a la Romina a jugar a la pelota? – dijo la voz infantil que lideraba al grupo.

51257743f10b8A Doña Laura Alicia Leal no le gustaba que su hija de diez años jugara al fútbol, pero terminaba cediendo al ruego de los niños; siempre con la condición de que ellos fueran los encargados de traerla de vuelta a casa en las mismas condiciones en que había salido. Esa negociación se repetía todos los fines de semana. Los chicos necesitaban la habilidad de las piernas veloces de Romina para ganarles a los muchachos de la otra cuadra o a los de Villa Muñecas en los partidos que se improvisaban en la cancha Belgrano, unas cuantas calles de ahí cruzando la vía.  En ese potrero humilde de pastos desprolijos, Romina Rodríguez gambeteó la modorra de la siesta y tiró los primeros caños con los que comenzó a forjar el sueño de ser futbolista; un sueño que parecía vedado a las mujeres.

Cuentan sus padres que a Romina nunca le gustó jugar con muñecas. A los cinco años, como regalo del día de Reyes magos, recibió su primera pelota. Ella recuerda ese suceso ahora, más de dos décadas después, con un brillo de fascinación infantil en los ojos: era un balón pequeño y de plástico. Ni bebotes, ni osos de peluche, ni juegos de cocina. Esa rudimentaria esfera sería a partir de entonces su único juguete. Tan así fue que de adolescente llegó a tener 16 pelotas desparramadas por su habitación. Cuando cumplió doce años, su padre le regaló el primer par de botines: unos Lotto de 13 tapones. Romina puede, sin demasiado esfuerzo, relatar toda la genealogía de los que siguieron – más de diez pares a los que enumera por marca  – hasta llegar a los Nike que ahora calza y que muy pronto tendrá que reemplazar porque están gastados de tanto fútbol.

Para explicar por qué Romina prefirió los botines a los zapatos de taco aguja, o por qué eligió pelarse las rodillas para disputar una pelota en la canchita del barrio en lugar de saltar el elástico como las demás niñas, basta recurrir a un trillado lugar común: Romina lleva el fútbol en la sangre. Su padre, Julio José Rodríguez, jugó cuatro años en la primera de Atlético Tucumán a comienzos de los setenta. Era lo que por entonces se denominaba wing izquierdo. Se destacaba por la velocidad de sus desbordes y la pegada potente de su zurda. Julio compara su estilo de juego con el de otros grandes  futbolistas de su época como Oscar “Pinino” Más y Jorge Alberto Comas: “Para mí eran dos fuera de serie. Ellos agarraban la pelota como venía y le pegaban. Así la agarraba yo antes. Ahora, no agarro ni el colectivo”. Tras pasar por clubes como San José, Talleres de Córdoba y Ciclón de Tarija, Julio abandonó el fútbol profesional. Sin embargo, nunca pudo dejar de jugar a la pelota. Esa pasión inextinguible por el juego es parte de la herencia futbolística que le legó a Romina. Desde que era apenas una niña, ella se levantaba todos los domingos a las ocho de la mañana para que Julio la llevara a la cancha Belgrano, donde él participaba de un torneo de veteranos. En esa cancha, mientras su padre jugaba a no despedirse del fútbol; Romina aprendía sus primeras lecciones.

Cada vez que tenía la oportunidad de encontrarse con una pelota, Romina jugaba. Y cuando ella jugaba, los demás miraban. Dentro de la cancha, los jugadores contrarios se resignaban a verla pasar a toda velocidad con el balón  dominado. Afuera, los curiosos se acercaban a ver como esa niña menuda eludía con desparpajo a cuanto varón rival se le pusiera enfrente. Uno de los primeros en descubrir esa destreza innata que la destacaba fue el ex jugador y director técnico de Atlético Tucumán Ángel Guerrero. Cuando la vio hacer pataditas y otras de sus habilidades en una de las canchas de Campo Norte, no dudó en sugerirle a su padre que la llevara a jugar en el equipo de fútbol femenino de Atlético. A pesar de los reproches de la madre, que no quería que su hija descuidara los estudios, Julio la llevó al Complejo Ojo de Agua y Romina tuvo a los 11 años su primera prueba. Esa fue también la primera vez que ella jugó al fútbol con otras chicas y el resultado no sería distinto de cuando lo hacía con varones: cada vez que la pelota llegaba a sus pies, Romina corría dejando tras ella un tendal de jugadoras contrarias. El diagnóstico del técnico Julio Cisterna fue contundente: la chica juega una barbaridad.

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Romina no tardó en abandonar la cancha del barrio para entrenarse con el equipo de fútbol femenino de Atlético, donde jugó cuatro años hasta que en el 2000 se cambió al eterno rival. Para los Rodríguez, una familia de puros hinchas decanos, su pase a San Martín parecía una traición al fanatismo cultivado durante varias generaciones. En un principio, su padre trató de convencerla de que siguiera en el club donde él vivió su gloria de jugador, pero después comprendió que ese cambio era parte del desarrollo profesional de su hija. A Romina, alejada de esas dicotomías futboleras, lo que le importaba era continuar su carrera de futbolista y el complejo donde entrenan las chicas de San Martín le quedaba más cerca de su casa. Además, siempre se ha considerado sólo hincha de River. Con respecto a los equipos tucumanos, se define con la tibieza del término simpatizante; esa especie de limbo pasional que le permite a uno sentirse afín a un club sin que ello suponga un pacto tácito, visceral  e irrenunciable de por vida.

A sólo dos semanas de su llegada a San Lorenzo, fue titular en el partido contra Boca Juniors; equipo considerado por los especialistas como el mejor del país en fútbol femenino. Esa fue la primera vez que las chicas de Boedo le ganaron a Boca en su cancha. En la tribuna, presenciando la hazaña, estaba José Carlos Borello, director técnico de la selección nacional de fútbol femenino.  Una semana después, Romina recibió una carta en la que le anunciaban que tenía que presentarse en el predio de la AFA en Ezeiza.

Como jugadora de San Martín, Romina ocupó distintas posiciones dentro de la cancha: fue lateral, mediocampista y delantera por derecha. Es lo que la ciencia futbolística y el periodismo deportivo denominan una jugadora polifuncional. Según el director técnico Florencio Robles – quien la conoce desde el año 2005, cuando se hizo cargo de la conducción del fútbol femenino de la Ciudadela -, las principales características de Romina son su velocidad y la potencia de su pegada, por eso es una de las encargadas de manejar las pelotas paradas en el equipo. A pesar de su condición de polifuncional, sin dudas, sus virtudes más sobresalientes se vislumbran cuando pisa el área rival. Romina participó en la mayoría de los planteles que obtuvieron los 28 títulos que hoy ostentan las chicas de “El Santo” y en, al menos, dos campeonatos consecutivos se consagró como goleadora absoluta. Las estadísticas son contundentes: en el torneo Apertura de la Liga Tucumana de fútbol del año 2011 convirtió 23 goles en diez partidos, ocho de ellos en el encuentro contra Sportivo Guzmán. Lo que significa que su promedio de gol en ese campeonato fue de 2,3 tantos por partido, casi el doble que las mejores cifras del mejor jugador del mundo, Lionel Messi (En su temporada más prolífica con el Barcelona, la 2011/2012, el promedio de gol del rosarino fue de 1,22 goles por partido). Como para no dejar duda de su vigencia en las redes, Romina metió el año pasado 26 goles en 20 partidos, con un promedio de 1,3 tantos por encuentro.

512576bde11afQuizás fue esa capacidad goleadora de la delantera de San Martín lo que atrajo la atención del director técnico de San Lorenzo de Almagro, Alejandro Almeyra. Cuando el entrenador la vio jugar, no dudó en sumarla a su plantel y a mediados de 2008 Romina y su compañera Yanina Ledesma emigraron a Buenos Aires. Esa fue la primera transferencia de jugadoras tucumanas a uno de los equipos grandes de la capital. Una vez allá, las chicas se instalaron en la casa de Doña Quela, la madre de Florencio Robles que vive en Lugano. Desde ahí tenían apenas 20 minutos de viaje hasta El Bajo Flores, donde entrena el equipo de fútbol femenino de San Lorenzo. Por entonces, el club les pagaba 280 pesos mensuales en viáticos que les permitían afrontar los gastos de traslado y comida.

En San Lorenzo, Romina jugó de lateral y volante por derecha  (de cuatro y ocho, según la equivalencia numérica futbolística usada antaño). A pesar de jugar alejada de lo que ella considera su hábitat natural dentro de la cancha, el área rival, tuvo un gran desempeño. A sólo dos semanas de su llegada a San Lorenzo, fue titular en el partido contra Boca Juniors; equipo considerado por los especialistas como el mejor del país en fútbol femenino. Esa fue la primera vez que las chicas de Boedo le ganaron a Boca en su cancha. En la tribuna, presenciando la hazaña, estaba José Carlos Borello, director técnico de la selección nacional de fútbol femenino.  Una semana después, Romina recibió una carta en la que le anunciaban que tenía que presentarse en el predio de la AFA en Ezeiza.

Hacía un tiempo que Romina se había mudado de la casa de Doña Quela a una pensión en Ciudad Evita que compartía con otras jugadoras de San Lorenzo; todas ellas de distintas provincias del país. De ahí la buscaba dos veces a la semana un colectivo de AFA para llevarla a Ezeiza. El resto de los días, entrenaba o jugaba con el equipo de San Lorenzo. Lo primero que le sorprendió de entrenar con la selección nacional fue la profesionalidad con que estaba organizado el plantel. Al llegar, en el vestuario del predio la esperaba, prolijamente planchada y acomodada, la indumentaria deportiva que usaría ese día. Al finalizar cada entrenamiento, un nutricionista le daba una colación que consistía en un sándwich y una fruta. Además, contaba con la asistencia de kinesiólogos, masajistas y psicólogos. Era un mundo nuevo; un mundo perfectamente ordenado para que ella se preocupara sólo en jugar al fútbol.

Durante ese mes que Romina entrenó con la selección nacional, la AFA le pagó 90 pesos por cada entrenamiento del que participó, pero el premio mayor fue la emoción que sintió la primera vez que se vio vestida con la ropa de la celeste y blanca.  Mientras ella vivía el sueño de todo futbolista, desde Tucumán viajaban por teléfono las lágrimas de orgullo de sus familiares más cercanos y en el suplemento deportivo de La Gaceta le dedicaban una nota de más de media página.

Ese año no sólo San Lorenzo se consagró campeón del torneo femenino de AFA por primera vez en su historia con un gol de Romina en el partido final, sino que se clasificó para lo que sería la primera Copa Libertadores de América jugada por mujeres.

Ese año no sólo San Lorenzo se consagró campeón del torneo femenino de AFA por primera vez en su historia con un gol de Romina en el partido final, sino que se clasificó para lo que sería la primera Copa Libertadores de América jugada por mujeres. El torneo sudamericano se organizó en Brasil durante octubre de 2009. Si bien las chicas de San Lorenzo no pasaron a la segunda fase, Romina realizó una buena tarea jugando como lateral por derecha y tuvo la posibilidad de codearse con algunas de las mejores jugadoras del mundo, entre ellas, Marta Vieira Da Silva; conocida en Brasil como Pelé con faldas. Cuando finalizó la copa, Romina viajó a Tucumán. En enero de 2010 la esperaban en el Bajo Flores para empezar la pretemporada, pero no volvió más a Buenos Aires.

Cuando le pregunté por qué no regresó a San Lorenzo, ella me dio una respuesta sencilla que se me ocurrió extremadamente humana:

-Me sentía sola. La soledad me mataba.


Fuente: Tucumán zeta.