En marzo de 2015, Lionel Messi volvió a demostrar la improbable condición del genio. Sin asomarse a la tragedia, el Barcelona no empezó el año en gran forma. Todo parecía indicar que, bajo el mando de Luis Enrique, continuaba el largo y complejo proceso de transición hacia glorias todavía futuras.
No es fácil renovar el apetito de triunfos cuando ya los has conseguido todos. El Barça de Guardiola se empachó de trofeos y a sus sucesores les corresponde el trabajo de la digestión. Tito Vilanova, el Tata Martino y Luis Enrique desempeñan el ambiguo papel que se le confería a los chambelanes en las viejas fiestas de quince años: tienen el privilegio de bailar con la festejada, pero saben que difícilmente se casarán con ella.
En la pasada elección del Balón de Oro al mejor futbolista de 2014, Messi volvió a estar en la terna. Nadie podía dudar de que superaba en calidad a Cristiano Ronaldo y Manuel Neuer, pero el trofeo respalda méritos relacionados con la obtención de títulos.
En el Mundial de Brasil, la Pulga fue distinguido como máximo jugador de la justa, algo que merecía por los primeros cuatro partidos, pero no por los siguientes. De cualquier forma, parecía razonable premiar a alguien que llegó a la final, destacándose en forma individual. Leo recogió el premio de consolación con la cara de quien recibe un bono de descuento para ir al dentista. En su sistema de valores, cualquier cosa que lo aleje del primer sitio significa un fracaso.
En términos de geopolítica, Alemania y Japón demostraron que en ocasiones lo importante no es ganar la guerra sino la posguerra. ¿Cómo enfrentaría Messi la posguerra de Brasil 2014? Regresaba a Barcelona, ciudad donde ha sido acusado de evasión fiscal, y a un club donde el presidente Sandro Rosell tuvo que dimitir por la opacidad en el traspaso de Neymar. Para colmo, enfrentaba a un Real Madrid en estado de gracia, con un Cristiano Ronaldo que nunca ganará mundiales ni concursos de simpatía, pero que anotaba con el mismo gusto con que se depila ante el espejo.
Romario, Ronaldo y Ronaldinho integran la trilogía de la triple R de astros que no sacrifican su arte en nombre de la disciplina. Brillan mientras la suerte, las juergas y los huesos están de su parte.
Por el contrario, Messi representa al crack asombrosamente estadístico. Difícilmente alguien igualará su capacidad de pulverizar récords. Jorge Valdano ha dicho que el 10 del Barça es “Maradona todos los días”. El prodigio es su rutina.
¿Hay manera de frenarlo? Los Nostradamus del césped juzgaron que la final de Brasil podía sentarle como un maleficio. Al volver a Barcelona, enfrentó la descomposición de un club aficionado al dolor, enfermó de gastroenteritis, lució distraído, como si pensara demasiado en la abuela que vive en el cielo y a la que dedica sus goles, y se habló de su posible traspaso al París Saint-Germain. Poco después, el Balón de Oro fue a dar a las manos manicuradas de Cristiano Ronaldo.
Pero Messi tiene una de las personalidades más raras del planeta: es un aburrido que no se aburre del fútbol. Despertó de su siesta en media cancha. Cristiano le llevaba 12 goles de ventaja en la ruta al Pichichi y en marzo de 2015 Leo logró alcanzarlo, rompiendo de paso el récord de hat-tricks en España, uno de los pocos caprichos estadísticos que le hacían falta.
Estamos tan acostumbrados a la reiteración de sus maravillas que acaso no aquilatemos cabalmente su valor. Con todo, el fútbol se define menos por la consistencia que por la singularidad. La palomita con la que Aldo Pedro Poy logró que el Rosario Central venciera a su enemigo jurado, el Newell’s Old Boys, en la semifinal del campeonato argentino de 1971, se recuerda con el mismo sentido de la épica con que se recuerda al general San Martín en el combate de San Lorenzo.
Messi ha ganado todo, pero le falta la jugada inmortal. Aunque calcó el gol maestro de Diego Armando Maradona, lo hizo en un juego de trámite, no en un Mundial.
El destino (“ese fantasma sincronizador”, como lo llamaba Nabokov), le dio la oportunidad de acabar de una vez por todas con esa maldición en Brasil. Su última jugada pudo haber provocado el frenesí que desemboca en estatuas de bronces y tatuajes en la piel de la tribu.
Como conviene a la épica, la historia de ese lance empezó hace más de una década. El periodista argentino Pablo Silva se mesaba los cabellos ante la falta de respeto que los jugadores tienen por la legalidad. El futbol se ha convertido en un pretexto para hacer trampa. Numerosos histriones se tiran en el área para simular un penal, otros reciben un empujón en la espalda y se cubren la cara como si les hubieran arrancado la nariz; los defensas jalan las camisetas enemigas en los tiros de esquina, y las barreras tienen tendencia a no respetar la distancia de 9 metros con 15 centímetros que indica el árbitro.
Este último problema causó un perjuicio personal a Silva. Participaba en un partido amateur cuando el silbante marcó un tiro libre a favor de su equipo. Pablo y los suyos iban perdiendo por un gol. Esa jugada representaba la oportunidad del empate. Como tantas veces, la barrera hizo lo que le dio la gana. Pablo Silva cobró la falta y el disparo acabó en un estómago enemigo.
Indignado por la afrenta, se propuso encontrar un remedio y diseñó un recurso para aportarle al juego un poco de justicia: un aerosol capaz de señalar dónde debe colocarse el muro defensivo y de desaparecer segundos después de cobrada la falta.
Los grandes inventos suelen tener muchos padres. Desde que la servilleta se atribuyó a Leonardo Da Vinci, no han faltado los envidiosos ni los eruditos que pongan en duda esa autoría y reclamen para sí el honor de haber ideado el tenedor, el alfiler o la tijera.
En el caso del spray arbitral, se habla de otros posibles inventores, pero queda claro que Silva fue decisivo para promover su aplicación (primero en la Liga Argentina, luego en la Conmebol y en la Libertadores). La variante que se debe a su inspiración fue patentada en 2002 con el nombre de “9.15” –por la distancia que debe garantizar- y defendida por Silva con la rica adjetivación que el periodismo deportivo argentino ostenta desde los tiempos en que el legendario “Borocotó” animaba las páginas de El Gráfico.
Brasil 2014 fue el primer Mundial con aerosol. Curiosamente, el invento de Silva pudo haber sido más importante para la selección albiceleste que la relación del Papa Francisco con Dios.
Argentina llegó a la final contra Alemania, permitiendo que Lionel Messi llamara a las puertas de la consagración definitiva. Con total oportunismo, el destino hizo que a unos minutos de que terminara el partido se marcara un tiro libre a favor de Argentina. El mejor jugador del mundo se encontró en la misma situación que Pablo Silva años atrás: podía empatar con un disparo.
El árbitro Rizzoli, de pobre actuación en el resto del juego, sacó su spray. La distancia de 9.15 quedó garantizada. La idea de Silva podía beneficiar a su país en la agonía de la final. ¿Había trama más perfecta?
Justo entonces la épica se dio de baja y el 10 argentino mandó la pelota a las gradas de la desesperación. La jugada definitiva de Lionel Messi quedó pendiente.
Hay veces en que el destino no sabe escribir una historia. Para eso queda la literatura.
Fuente: Revista De Cabeza