El creador de los Mundiales, el Walt Disney del fútbol, fue Jules Rimet, un francés que hace 86 años inventó un parque de diversiones para adultos que abre cada cuatro años. Lionel Messi y Neymar son los Mickey y Minnie versión 2014, los personajes que ofrecen la bienvenida a un territorio de felicidad en el que japoneses sonríen como geishas ante uruguayos, holandeses compiten con ingleses en litros de cerveza y argentinos hincan colmillos ante brasileñas.
Uno de los mejores actores de reparto en Disneylandia 2014 es la hinchada argentina, que ya en la primera fase del Mundial dejó en evidencia que tiene el repertorio más variado, armonioso e inspirador del torneo. Tiene lógica: es la racinguización de nuestro fútbol, el culto a las tribunas cuando el equipo no aparece. Ya le sucedió a River en épocas desnutridas y ahora lo está atravesando la selección. Hasta 1978 ganábamos campeonatos morales. Desde hace años la jactancia es ganar en las tribunas a la espera de que Messi y sus sherpas corten una sequía que en los últimos 20 años ni siquiera se descomprimió con Copas América.
Tanta autocelebración tiene sus desbordes. Con los brasileños, por ejemplo, se generó un malentendido: no nos odian como a la mayoría de los hinchas argentinos le gustaría. Mientras los fanáticos y medios argentinos hablan de rivalidad, a veces de manera tan forzada que limita con el chauvinismo o el patetismo, en Brasil se habla más de admiración. El sinónimo que los diarios de San Pablo, Río de Janeiro y Belo Horizonte usan para referirse a los argentinos es “hermanos”. Maradona, como debe ser, es tratado con pleitesía y sin chicanas: lo califican como un genio del fútbol, no como el segundo de Pelé.
La hinchada argentina tiene vocación de futbolista: necesita competir. Necesita enemigos. Necesita ganar. El himno de Brasil 2014, la canción de Creedence adaptada al “Brasil decime qué se siente”, es pegadizo pero hay estrofas que tienen tanto de cierto como si Axel Kiciloff y sus colaboradores le cantaran al juez Griesa “decime qué se siente”.
En la miseria de títulos (ninguno de mayores desde la Copa América del 93) vale hasta lo ficticio. A pesar de que el martes ante Suiza en el Itaquerao de San Pablo volverá a sonar la melodía anti brasileña, esa que dice “estás llorando desde Italia hasta hoy”, en los 24 años que pasaron desde que Diego Maradona arreó como vacas a los defensores brasileños, Claudio Caniggia dejó en el piso a Claudio Taffarel y Carlos Bilardo y el cuerpo técnico mandaron a contaminar a Branco con agua corrompida con Rophynol, lo que menos hizo Brasil es seguir lamentando lo que pasó en Italia 90. De hecho, a partir de entonces ganó los mismos Mundiales que Argentina en toda su historia: dos. Pero no importa: que nadie se atreve a ponerle fecha de vencimiento a las hazañas.
Los uruguayos también tienen sus particulares en el Disneylandia del fútbol: en los balcones de Fortaleza, antes del debut ante Costa Rica, banderas de Peñarol y Nacional se ataron una a la otra. Pasó desapercibido pero debería figurar entre las mejores postales de un Mundial que fabrica felicidad mayorista: la Celeste, país chico y selección grande, todo lo puede.
Los costarricenses caminan a imagen de su selección: modelo de buen juego y de buena educación. Daba compasión ver a un grupo de ticos en el aeropuerto de Belo Horizonte, después del partido ante Inglaterra, cuando tenían que marcharse de vuelta a San José lamentándose por no ver el partido de octavos de final ante Grecia: “No pensábamos que íbamos a pasar la primera fase”.
Los ingleses ya no son el terror de los bares alrededor de los estadios sino la bendición: gastan, gastan y gastan. Algunos se caen de la borrachera, pero se levantan y siguen gastando. Los viejos hooligans desaparecieron en simultáneo a la sofisticación de la Premier League: los que estuvieron en Brasil eran de clase media, nada comparable a la turba de los años 80 que sembraba el terror en los estadios.
También están los chilenos, con la moral de quien espera hacer el “Mineirazo” que continúe la saga del “Maracanazo” de Uruguay en el 50. Y los mexicanos, autores del mejor grito de guerra del Mundial. Como la FIFA le abrió un expediente a su Federación por el recurrente alarido de “puto” cada vez que el arquero rival sacaba desde la línea de fondo, en el partido ante Croacia hubo varios mexicanos que reemplazaron el grito de “puto” por el “Pepsi”, la gran rival de uno de los históricos auspiciantes de la FIFA. Y además, o sobre todo, están los colombianos, acaso la hinchada más numerosa del Mundial.
Es curioso lo que pasa con Colombia. Tal vez por el 5-0, o por Serna-Bermúdez-Oscar Córdoba en Boca, o por Bedoya en Racing, o por Teo Gutiérrez-Balanta-Carbonero más Falcao en River, o por Usuriaga-Mondragón en Independiente, o por Iván Córdoba en San Lorenzo, es difícil de creer que el equipo de José Pekerman acaba de conseguir la segunda clasificación de Colombia a los octavos de final de lo que Walt Disney se perdió de inventar.
Colombia es una referencia regional pero no lo es en los Mundiales. Hasta ahora su única vez en la segunda ronda había sido en 1990, aquella Copa en la que René Higuita, el arquero burlador, fue burlado por Roger Milla, el camerunés que patentó los bailecitos en los festejos de gol.
Después Colombia se abrazó a la tragedia en Estados Unidos 94, con el asesinato de Andrés Escobar, y volvió a mancarse en la primera ronda en Francia 98. Y nunca más, hasta que ahora, desde la sensatez y la capacidad de José Pekerman, llegó a Brasil y por primera vez ganó los tres partidos de su grupo. También por eso, y la cercanía geográfica del primer Mundial en Sudamérica desde Argentina 78, se entiende la marea de hinchas.
Hay muchos motivos para ser hincha de Colombia en este Mundial, y no solo por Pekerman, el juego ofensivo y estético del equipo, el lujo al servicio de la efectividad de James Rodríguez, la emoción que contagiaron los 43 años de Faryd Mondragón, la resiliencia con la que se sobrepuso a la lesión de Radamel Falcao, la presencia de tres futbolistas que prestigian el torneo argentino, la corrección de una hinchada que no necesita compararse con otra para pasarla bien en Disneylandia y la vuelta de tuerca de unos jugadores que, a su modo, están construyendo algo que nunca vivieron ni vieron, sino que les contaron.
La mejor generación colombiana de la historia fue la que en cierto modo terminó en 1994 (o peor aún, en la cancha de River el día del 5 a 0, el 5 de septiembre de 1993, porque a partir de ahí fue todo lógicamente barranca abajo), la de Valderrama, Asprilla, Valencia, Leonel Álvarez, Freddy Rincón y demás. Muchos de los jugadores colombianos en Brasil 2014 eran niños en aquella época de oro, la de auténticos cracks que también fueron beneficiados por el narcotráfico que regía en el país. O así lo interpretó el escritor colombiano Juan Gabriel Vázquez, en un texto publicado en El País antes del Mundial:
“El gran momento del fútbol colombiano coincidió con los años más violentos de nuestra generación reciente, y en cierta medida fue producto de ellos. Hacia 1983, el ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla denunció la penetración de los dineros del narcotráfico en dos zonas neurálgicas de la vida nacional –el fútbol y la política-, y al año siguiente fue asesinado por sicarios al servicio de Pablo Escobar. Lara, por supuesto, tenía razón: la mafia se había adueñado de tres o cuatro equipos y les había permitido importar a los jugadores más caros de Latinoamérica. Hoy estamos de acuerdo en que esa invasión indeseable tuvo una consecuencia paradójica: una generación de colombianos que aprendió a jugar al lado de los mejores. Pero aquella alianza entre fútbol y mafia no podía terminar bien”, escribió Vázquez, y a continuación relató cómo los festejos por el 5 a 0 terminaron con 76 muertos en las calles, ríos de champagne en el hotel de Buenos Aires donde paraba la selección pagados por un narcotraficante de segunda línea, Leonel Álvarez dedicándole el triunfo a un Higuita que estaba encarcelado en Bogotá y, por supuesto, el asesinato de Andrés Escobar por hacerse un gol en contra al año siguiente, en el Mundial de Estados Unidos.
Colombia es un país particular en Sudamérica: mientras casi toda la región sufría gobiernos dictatoriales en las décadas del 70 y del 80, en Bogotá se mantenía el régimen democrático. Colombia incluso no apoyó la decisión de Leopoldo Galtieri del regreso argentino a las islas Malvinas en 1982. Y Colombia, volviendo al fútbol, es el único país en la historia moderna de los Mundiales que se negó a recibir a Disneylandia. La Copa del Mundo del 86 que terminó consagrando a Diego Maradona en la altura del DF México originalmente debía jugarse en Bogotá. Pero Colombia se negó.
Es notable recordar el discurso del entonces presidente, Belisario Betancur, en el momento en que Colombia retiró su sede. Sucedió en 1982, cuatro años antes del comienzo del Mundial, y ocho después de una designación que había sido en simultáneo con la llegada de Joao Havelange a la presidencia de la FIFA, en 1974.
En aquel 1982, posterior al Mundial de España, la FIFA ya insistía en lo que suele hacer en la previa de todos los torneos, incluso en Brasil 2014 y Sudáfrica 2010: mostrarles el látigo a los futuros organizadores porque no llegan con los estadios ni las rutas ni los aeropuertos. Betancur ensayó entonces un discurso memorable pero olvidado de 99 palabras:
“Acá en el país tenemos muchas cosas que hacer y no hay tiempo para atender las extravagancias de la FIFA y sus socios. El Mundial debía servir a Colombia, y no Colombia a la multinacional del Mundial”, dijo Betancur en cadena nacional y despertó la aprobación del pueblo colombiano, incluso de los intelectuales, como Gabriel García Márquez. En realidad, tampoco era un anuncio sorpresivo porque ya Betancur lo había anticipado en la campaña electoral: “Ni un solo centavo del presupuesto nacional irá para el Mundial de Futbol”.
El presidente habló de “condiciones y exigencias inaceptables”. La FIFA ya quería hacer un Mundial para 24 equipos y en 12 sedes, y Colombia se negaba: “Cuando nos eligieron –en 1974- había 16 participantes”. La FIFA imponía el sistema de iluminación en algunos estadios y Colombia quería jugar todos los partidos de día. Todas las sedes debían tener aeropuertos que cumplieran las normas IATA y estar comunicadas por trenes y rutas, lo cual era imposible de cumplir. Según Betancur, “los directivos de la FIFA no parecen haber visto un mapa de Colombia en su vida”, en referencia al relieve del territorio colombiano que hace imposible la comunicación por trenes. Y otra serie de exigencias, incluso fiscales, que llevaron a decir al presidente colombiano que “lo de la FIFA es un intento de violación a nuestra soberanía”.
Colombia, entonces, eligió quedarse sin Disneylandia. Otro motivo para alentar a la revolución amable de Pekerman.
Fuente: Informe Escaleno.