El Atlético de Madrid cumplió una temporada excelente. E inesperada. Se consagró campeón de la liga, postergando a los dos gigantes, Barcelona y Real Madrid. Y además se metió nada menos que en la final de la Champions League.
Sin embargo, en las consideraciones elogiosas hacia el equipo de Diego Simeone, siempre se remarcó -antes que virtudes futbolísticas específicas- el carácter, cuando no ciertos rasgos éticos como la solidaridad, la contracción al trabajo.
Se ve que la poderosa convicción que supo insuflarle a su plantel el Cholo sonaba más épica y meritoria que la pasmosa practicidad con que, en términos de juego, el Aleti resolvía sus disputas. Es decir, mucha mística pero no tanto fútbol.
Por supuesto que la campaña es digna del mayor reconocimiento. Se sabe que el Atlético no cuenta con una colección de figuras ni con el presupuesto de los clubes de elite. Y que además tuvo que lidiar con percances decisivos para un equipo con un recambio escaso.
El ejemplo más doloroso es la lesión de Diego Costa, un delantero insustituible en la táctica de los madrileños.
Pero en la final de la Champions, la enjundia, el sacrificio extremo y la renta excepcional (ganancias que exceden los riesgos tomados y las inversiones hechas) se toparon con la sencilla realidad de un equipo inmensamente superior.
Además del compañerismo, el carisma de un líder y la disciplina táctica, el fútbol exige juego. Y jugar quiere decir aplicar la imaginación y la destreza (no sólo los huevos) al servicio de un plan colectivo.
A igualdad de tesón (no hay equipos que ahorren energías), suele vencer el de mayor espesor técnico. El más dotado para atacar y defender.
De modo que el Real Madrid terminó dibujando un resultado (4-1), que si bien se estiró en el tiempo suplementario, cuando el Atlético no tenía más nafta, establece con nitidez la diferencia entre ambos. La diferencia que, al menos, se reflejó en Lisboa.
A pesar de que algunas circunstancias puntuales, esas en las que se deslizan el azar y el error (los accidentes que cambian la historia del fútbol), hicieron que el Atlético estuviera a dos minutos de quedarse con la copa.
El gol de la ventaja del Aleti provino de una mala salida de Casillas. Y esa pelota que pellizcó Godín y que débilmente se metió en el arco casi les depara su primera Champions a los Colchoneros.
Desde entonces, progresivamente, el equipo de Simeone fue cediendo terreno, dispuesto a defender ese gol afortunado como un tesoro. Renunciando a cualquier otra inquietud. Confiado en que ese acierto aislado redundaría en gloria.
Pero el cielo lisboeta no protegió al Atlético. Pudo más la insistencia del Madrid. Y luego del gol tardío, en el tercer minuto del tiempo compensatorio, pudo más aun su jerarquía. Bajo la dirección del eximio Modric, una especie de Nito Mestre balcánico, y con el plus de un Di María inspirado y veloz como un meteorito. Los goles llegaron como consecuencia de ese desequilibrio.
Con bajas sensibles en el plantel y con un poderío inferior, quizá era lógico que el Atlético apostara a capitalizar su golpe de suerte soportando la tormenta en el área. Pero, en tales condiciones, ganar habría resultado un milagro.
Y los milagros, obra de la Providencia, nada tienen que ver con las epopeyas (deportivas) de los hombres. Con las conductas y los méritos humanos.
Fuente: ESPN.com