En Bologna (Italia) los abuelos siguen contando a los más jóvenes de cuando el equipo de la ciudad fue Campeón de Europa antes de la Segunda Guerra; el “equipazo que hacía temblar el mundo”, le dicen. Pero casi nadie, hasta hace unos años, se acordaba del hombre llegado desde las orillas del Danubio que llevó aquel Bologna a la cumbre futbolística del continente y que fue, entre 1936 y 1938, el mejor entrenador de Europa.
De él existe una imagen que lo retrata en el apogeo de su ilusión: vestido de manera impecablemente elegante y desenvuelta, lleva puesta una corbata regimental que combina con el infaltable (para la época) sombrero de ala ancha, acaricia una pelota (obviamente), y su expresión sabia es alegre y satisfecha. La expresión de quien supone estar en el lugar y en el momento correcto. Una suposición que resultó ser equivocada, porque el idilio (existencial, mucho más que deportivo) durará muy poco, exactamente hasta septiembre 1938. El abismo en que se sumergió el mundo hizo olvidar rápidamente a aquel gentleman centroeuropeo. Durante casi setenta y ocho años no se supo más de él, hasta el cercano 2007 en que el brillante periodista italiano Matteo Marani, hojeando melancólicamente un polvoriento almanaque de su equipo (el Bologna, precisamente), se encontró con la desteñida fotógrafía.
¿Acaso será éste aquel entrenador judío que, como alguna vez me mencionaron, guió al Grande Bologna?
Así nació, por obra de la fortuna, un fantástico y desgarrador libro que nos devuelve la historia del hombre nacido en Solt, Hungría, en 1896; del entrenador de fútbol ganador de numerosos trofeos; del judío expulsado de Italia luego de la promulgación de las leyes raciales de 1938; del deportado asesinado en Polonia en el invierno de 1944; la historia de Arpad Weisz.
****
Seguramente, en enero de 1935, cuando Arpad llegó a Bologna como nuevo entrenador del equipo de la ciudad, hacía aquel típico frío húmedo del valle del Po, que penetra los huesos hasta la médula. Había necesitad de revancha por ambos lados: el Bologna padecía una preocupante escasez de resultados tras algunas excelentes temporadas entre los años ’20 y ’30. El húngaro, por su parte, llevaba ya un tiempo sin saborear la victoria.
La historia que lo trajo hasta Bologna es, como siempre, zigzagueante. Jugador de la poderosa Hungría que participó en los Juegos Olímpicos de París en 1924, fue transferido al Inter de Milán donde, sin embargo, terminó lesionándose y colgando los botines. Fue entonces cuando decidió sentarse en el banquillo, su verdadera vocación. Para eso, viajó a Montevideo y Buenos Aires, a empaparse del fútbol de los mejores. Estudió y aprendió de memoria los más modernos dictámenes técnico-tácticos de gurúes europeos como Chapman y Pozzo. Una vez que se sintió preparado, regresó a Italia a hacerse cargo de entrenar, justamente, al Inter, ganando el “Scudetto” con apenas treinta y tres años (todavía es el entrenador más joven en salir campeón en Italia), publicando un luminoso manual sobre el “Giuoco del calcio” y, quizás lo más importante, descubriendo a un tal Giuseppe Meazza.
Cuatro años más tarde, Arpad llegó a Bologna. Corría 1935, habían ya transcurrido 13 años desde que el Rey concedió el poder a Benito Mussolini tras la “Marcha sobre Roma”. Y el fútbol era una pieza central en la actividad propagandística del gobierno, organizador y ganador del Mundial de 1934 (el primero ganado por la selección azzurra), exaltación nacionalista de la grandeza del pueblo italiano.
De todas formas, Arpad no tenía razones para preocuparse por el régimen. Llevaba casi una década viviendo sin problemas en Italia (entre Milán, Bari y Bologna), su hermosa esposa, Ilona, le había dado dos pequeños italianos, Roberto y Clara, y era un profesional respetado. Hasta, para un judío húngaro como él, la situación era probablemente más aceptable que en su propia patria (Hungría también padecía el flagelo fascista); sobre todo si se piensa que fue el mismo Mussolini quien afirmó, en 1932, que “el Gobierno Fascista jamás pensó, ni piensa, en adoptar medidas políticas, económicas, morales en contra de los judíos como tales, exceptuando desde luego en el caso que se trate de elementos hostiles al régimen.”
La casa de Arpad Weisz en Bologna era acogedora, en un tranquilo barrio al margen de las ramificaciones urbanas. Pero, lejos lo más importante para un detallista como él, bastaba recorrer una par de calles (de nombres inequívocos: “De las Camisas Negras”, “Del Legionario”) para llegar a su otro hogar en la ciudad: erecto en los años ’20 por voluntad del jerarca fascista local Leonardo Arpinati, el maravilloso estadio “Littoriale” (un Emirates Stadiumde la época) albergaba 38.000 butacas vigiladas por la imponente torre “Maratona” que guardaba en su interior la estatua ecuestre de Benito Mussolini. Hoy en día, con la única excepción de la representación del dictador y del nombre (cambiado por “Dall’Ara”), todo está idéntico: el estadio y la torre siguen descansando a la sombra de las dulces colinas boloñesas, encendiéndose cada domingo por medio para ver jugar a la escuadra de la ciudad.
Tras finalizar la temporada de 1935 en el sexto lugar (habiendo asumido el equipo apenas en enero), Weisz dejó claro que no era un entrenador como los demás: hizo modernizar el terreno de juego volviéndolo, hasta la actualidad, una de las mejores canchas de todo el país. Exigió la construcción de un centro médico para uso exclusivo del club, con el fin de desarrollar una preparación atlética que, para la época, era ciencia ficción. Consiguió que antes de los encuentros -de todos los encuentros- el equipo pase la noche aislado, para alcanzar la máxima concentración. Y, sobre todo, cuando había que entrenar, se calzaba el buzo y trabajaba codo a codo con sus jugadores sin importar el clima. El resultado fue una revolución integral. Y no lo será solo para el Bologna… sino que para todo el fútbol profesional.
Los frutos se vieron de inmediato: los jugadores estaban tan perfectamente preparados, tan excelentemente amalgamados, que el Bologna inició la temporada 1935/36 con un una plantilla de apenas 16 elementos. La formación titular sonaba, más o menos, así: Gianni, Fiorini, Gasperi, Montesanto, Andreolo, Corsi, Maini, Sansone, Schiavio, Fedullo, Reguzzoni; desplegada en la cancha según las enseñanzas de Herbert Chapman, el legendariomanager de Arsenal que introdujo el famoso “Sistema” o WM (por su representación gráfica). Defensa de tres, un mediocampo construido con un doble 5, dos mediocampistas ofensivos, dos wings y un centro-delantero. ¡Y qué centro-delantero tenía el Bologna! Weisz lo convenció de quedarse un par de temporadas más, como si olfatease el inminente triunfo, y Angelo Schiavio, que pensaba retirarse, le dijo que “sí”, que está bien ¡Y claro que estaba bien! Angelo, el “anzlein” (el angelito en dialecto), un boloñés de pura cepa, fue la bandera del equipo donde jugó toda su carrera (terminó marcando algo así como 240 tantos en unos 300 encuentros) y quien, en 1934, marcó el gol que le dio a Italia su primer Título Mundial. No era un gigante, pero era potente, capaz de un amague seco y preciso y de rematar como si tuviese un rifle en la pierna. Más encima, cosa fundamental, era un gran líder .
¿Y al medio? El mediocampo del Bologna de Arpad Weisz es probablemente uno de los más fascinantes de la historia del fútbol italiano, compuesto por tres personajes procedentes del mismo mítico lugar: la orilla charrúa del Río de la Plata. Tres extranjeros de origen italiano que el fanático nacionalismo fascista pintaba como héroes que, finalmente, volvían a la patria para participar de su grandeza (la verdad era que la autarquía del régimen no permitía extranjeros, y el talento de los oriundos sudamericanos constituía un recurso del que el fútbol italiano no podía prescindir). A dos de estos uruguayos -ambos de Montevideo- Arpad Weisz los encontró como si lo estuviesen esperando en el equipo: Francisco Fedullo y Raffaele Sansone; técnicos, rápidos, uno zurdo el otro derecho, perfectamente compatibles.
El tercero, en cambio, arribó en 1935 al puerto de Génova y fue a recogerlo personalmente el presidente Dall’Ara. Venía de Carmelo y tenía la responsabilidad de ser el nuevo director de orquesta del conjunto rojo y azul. Miguel Ángel Andriolo, italianizado en Michele Andreolo, era lo que hoy llamaríamos un volante total: jugaba de “centromediano”, o sea de 5, y lo hacía con el dinamismo de Busquets y el poder físico de Gerrard. Como buen metrónomo, Andreolo, punteaba la esfera donde quería cuando había que construir – tic, toc, tic, toc- y la machacaba como un tambor -bam bam bam bam- cuando había defender; además, y esto era cosa de cierta relevancia, fue uno de los primeros en marcar directamente desde tiro libre. No extraña, pues, si “Micheolo” –como lo apodaron los boloñeses- se volvió de inmediato la columna vertebral del Bologna que, al poco tiempo, salió campeón de Italia (ganó, también, el Mundial con Italia en 1938).
Con estos tres imprevisibles náufragos rioplatenses, más el fiel artillero Schiavio y un reparto defensivo de todo respeto, el Bologna de Arpad Weisz empezó la escalada hacia la gloria con doce fechas seguidas sin derrotas. Se llegó así al 10 de mayo de 1936: Bologna-Triestina en un Littoriale saturado que sirvió de testigo del tercer título para los rojo-azules. “Micheolo”, con un escopetazo de tiro libre, luego Schiavio y un gol en contra consagraron campeón al Bologna. É Scudetto! … aunque en realidad, afuera de las canchas, había de qué preocuparse: la Alemania nazi había decretado las primeras leyes antisemitas y en España se combatía la Guerra Civil. Sin embargo, si la borrasca ya era inevitable, nadie todavía se imaginaba su esquizofrénico poder devastador.
Así comenzó la temporada 1936-37. Solo que esta vez los partidos seguidos sin derrotas fueron trece, y desde la fecha 18 Arpad Weisz y su implacable Bologna se arrancaron del resto y se volvieron inalcanzables. Dos ligas en dos años para el revolucionario magiar nacido en un pueblito de unos miles de habitantes. Sí, fantástico, pero todavía algo faltaba: la coronación internacional.
La ocasión llegó en seguida, en la primavera de 1937, con el “Torneo Internacional de la Exposición Universal de Paris”. El Bologna llegó a la capital francesa en calidad de Campeón italiano y, dado que en esas fechas se estaba muy lejos de la constitución de algo vagamente parecido a la Champions League, el certamen parisino definía al Campeón de Europa. El conjunto de Weisz liquidó por 4-1 al Sochaux en cuartos de final, al Slavia Praga por 2-0 en semis y, en la final, le tocó jugar contra los ingleses de Chelsea. Gary Lineker, en 1990, dijo del fútbol que “...es un deporte donde 22 jugadores corren detrás de una pelota por 90 minutos y al final ganan los alemanes”. Cierto casi siempre. Como también lo es que se trata de una disciplina en la que los ingleses a menudo presumen de ser los mejores, pero acaban humillados. La final de 1937 no fue la excepción: 4-1, triplete de Reguzzoni y sello de Busoni. El Bologna, y Arpad Weisz, se coronaban Campeones de Europa. Fue el 6 de junio de 1937 y, de esa fecha en adelante, de aquel equipo se diría que “hacía temblar al mundo”. Porque, efectivamente, el mundo estaba temblando… pero no por aquellos chicos invencibles.
Porque, más allá del hermoso juego que consiste en pegarle a una pelota, la situación internacional entre 1935 y 1938 era profundamente alarmante a raíz de una ya imparable radicalización de los fascismos europeos. A partir de la toma del poder por parte de Hitler en 1933, y habiendo avanzado la marea fascista en todo el continente (Hungría, Rumania, Grecia), se empezó a entender que más temprano que tarde se desembocaría en un enfrentamiento. Sería contra la Unión Soviética o contra las democracias europeas de Francia e Inglaterra. La confirmación -como si fuese un ensayo general de la matanza- la dio la Guerra Civil Española, donde chocaron por primera vez el fascismo y el antifascismo. Fue, justamente, en ese marco nefasto de radical cohesión popular que se volvió necesaria, según los fascistas, la exaltación del mito de la raza.
En lo que concierne Italia el asunto se hace carne con el “Manifiesto de la Raza” y las consecuentes leyes que decretaron la inferioridad de los judíos. Dos son las razones que llevaron a esa infame sentencia; la primera es interna e ideológica: el fascismo había revivido el mito de la “romanitá” -del pueblo superior y civilizador-, volviendo a la política colonial en África con la invasión de Abisinia en 1936. La segunda razón, en cambio, vino de afuera: el fascismo italiano amarró su destino con la Alemania de Hitler, que ya había hecho del antisemitismo una perversa realidad. El judío se convirtió, entonces, en el perfecto chivo expiatorio que justificaba cualquier desastre político-social: era impuro, no era itálico y, por ende, no podía ser realmente fascista.
Bajaba así el telón del verano de 1938 y del idilio de Arpad con el Bologna. Caía también el telón sobre una Italia presa de sus inconfesables terrores. “Se le revoca la ciudadanía italiana a los judíos extranjeros residentes en Italia después del 1/1/1919, bajo pena de expulsión”. Arpad llegó en 1924. Hasta en una ciudad normalmente solar y abierta como Bologna las puertas se cerraron repentinamente para la comunidad hebraica y, desde luego, para Arpad Weisz y su familia.
No importaba que los Weisz residieran en Italia desde hacía tiempo, que se sintieran italianos, o que lo hayan sido, como los dos niños. No importaba que Arpad sea el entrenador artífice del Grande Bologna, campeón de todo. No importaba nada… (¿y cómo podría, en un mundo que avanzaba ciego hacia la auto-destrucción?). Arpad, Ilona, Roberto y Clara abandonaron el país –su hogar- durante la noche, en silencio, sin que nadie (o casi) se diera cuenta. Los mismos diarios que habían levantado su leyenda no lo volvieron a mencionar jamás. La ciudad que lo había halagado, borraba su nombre de la noche a la mañana. ¿Los jugadores? Quien sabe ¿El presidente Dall’Ara? En silencio. Arpad Weisz ya no existía. Con su familia cruzó la frontera el 10 de enero de 1939 con destino a París, en busca de un equipo local, pues no se resignaba a lo inevitable; no tuvo suerte. Terminó, después de un par de meses, en Holanda, fichado por un equipo chico -el Dordrecht-, en una liga a años luz de la Serie A. Sin embargo, Arpad, como el gran profesional que era, llevó estos chicos sin oficio ni experiencia a un inesperado quinto lugar, ganándole hasta al coloso Feyenoord. Verdaderamente increíble.
Pero la Segunda Guerra Mundial explotó y, en tan solo una semana de mayo de 1940, las tropas nazi controlaron los Países Bajos. Fue la última trágica etapa de la lucha de Arpad para seguir guiando a once jóvenes dentro de un rectángulo de pasto verde. Los judíos ya no podían ocupar ningún cargo… Arpad terminó mirando los partidos de los suyos escondido debajo de la diminuta tribuna del Dordrecht, sufriendo por el juego como cuando disputaba el título de Campeón de Europa. Finalmente, una mañana de agosto de 1942, mientras en Bologna la gente despertaba para ir al mercado en bicicleta, la Gestapo se llevó a toda la familia Weisz de Dorrecht a Westerbork, a un campo de “clasificación” para los presos: la puerta de entrada al Infierno.
Había empezado la “Solución final” soñada por Hitler y Himler; el exterminio sistemático de los judíos europeos. Seis millones de fallecidos, dos tercios de los registrados. Cuando en octubre salió el tren de carga que lo llevó a Auschwitz -junto a Ilona, Roberto y Clara-, fue final del camino para Arpad; eran demasiadas ya las batallas perdidas después de los, ahora lejanísimos, triunfos italianos. Ni siquiera le fue concedido el alivio de morir abrazado a su familia: lo bajaron del tren antes de su destino final, en Alta Silesia, para aprovechar sus brazos de deportista en alguna industria no identificada. Ilona, Clara y Roberto, en cambio, sí llegaron a Auschwitz el 5 de octubre de 1942 y, tan solo unas horas después, eran cadáveres congelados sin identificar, junto con otros miles de cuerpos comprimidos dentro de las “duchas” de gas Zyklon. Arpad, por su parte, murió sin una pelota entre las manos, como hubiese debido ser. Como en aquella fotografía.
*Esta nota fue publicada originalmente en Revista De Cabeza.