Quien lo cruce en Buenos Aires difícilmente reparará en que se trata de uno de los mejores coachs de la historia del deporte mundial. Julio Velasco, el actual DT de la Selección argentina de voley masculino, parece uno de esos buenos vecinos sin mayores señas particulares que se encuentra un domingo a las 10 de la mañana en la panadería.
Hoy, a los 64, sigue siendo requerido por políticos y empresarios para dar charlas de coaching, liderazgo y recursos humanos. No esquiva a nadie, pero prefiere compartir experiencias en clubes, universidades y escuelas, o con equipos nacionales de cualquier disciplina. En abril de 2014, aceptó dirigir a la Selección después de 32 años de trabajar fuera del país. En 2015, Argentina volvía a ganar una medalla de oro en los Juegos Panamericanos, después de 20 años. Fue en Toronto y nada menos que ante Brasil, eterno campeón sudamericano y la máxima potencia del voley mundial en lo que va del siglo.
“Sentí que era tiempo de devolverle algo a la Argentina”, aseguró al regresar. “Mi país me dio, por ejemplo, algo que muchos dan por descontado, que es esencial y que no es así en todo el mundo: la educación pública y gratuita”. Lo que pretende devolver se resume en el objetivo específico que lo desvela: llegar al bronce. No el de una estatua con su figura, se entiende, sino el de la medalla en los Juegos Olímpicos de Rio de Janeiro.
EL DISCURSO DEL MÉTODO
La competitividad es un requisito básico en el alto rendimiento deportivo, según la entiende Velasco: “No se trata de conformarse con ser los mejores de nuestro entorno, sino de intentar compararnos con los mejores en lo absoluto; hay que competir en el máximo nivel, para perder y aprender. ¡y también poder ganar! El día que ganaste, te das cuenta de que el techo puede subir”.
Cuando asumió su primer compromiso en la alta competencia -en 1979 con la Primera de Ferro-, era menor que varios de sus dirigidos; hoy, supera en edad a muchos de los padres de sus jugadores. Para que la diferencia no se vuelva brecha, postula un contrato intergeneracional: “Se juega para producir eficiencia y desarrollar al máximo la capacidad que tienen los jugadores de ver el juego, porque enseñar es sacar lo mejor que tiene el otro”. Exige, a cambio, el máximo compromiso, entendiendo la motivación no como lo que el jugador está dispuesto a hacer, sino, más bien, como aquello a lo que está dispuesto a renunciar.
“Cuando trabajé limpiando ventanas en un banco y me enojaba con los clientes que las ensuciaban -suele contar en sus charlas-, me di cuenta de que las ideologías rígidas, como el maoísmo al que me había volcado en la adolescencia, no explicaban que existen distintos puntos de vista. Comprendí que a la gente el vidrio que yo limpiaba le servía para apoyarse. Lo mismo me pasa con los jugadores; si no les puedo explicar lo que pretendo que hagan, no lo van a hacer. Del mismo modo, el deporte competitivo también es muy útil para aprender a vivir. Enseña, por ejemplo, a aceptar los reveses: si Messi acepta perder, por qué no lo voy a tolerar yo”.
Hay un concepto fuerte del pensamiento de Julio Velasco que maravilló a Pep Guardiola, quien sigue reconociéndolo públicamente como un mentor e inspirador. “Hay ciertas reglas que tienen que ser iguales para todos en la gestión de un grupo -detalla el técnico de la Selección de voley-, pero los jugadores no son todos iguales, no rinden de la misma manera ni ganan el mismo dinero; por lo tanto, el trabajo con cada uno de ellos ha de ser distinto, hay que seducirlos para convencerlos y que el resultado de conjunto sea el mejor”.
El voley argentino ganó una sola medalla olímpica. Fue en los Juegos de Seúl, en 1988. Fue la generación dorada de Castellani, Conte, Weber y Kantor, entre otros, con la que Velasco trabajó en 1982, como técnico ayudante del coreano Young Wan Sohn, en el Mundial que se jugó en Buenos Aires. A 28 años, Julio Velasco cree que es muy difícil repetir el logro en Rio 2016, pero no lo ve imposible. Como cuando militaba en la Universidad, intentará plasmar lo que entonces memorizaba: hacer de la debilidad fortaleza para llevar al enemigo a un terreno donde moverse como pez en el agua. “De 10 partidos que juguemos con Brasil o con Italia, vamos a perder ocho. Ahora, como en los Juegos después de la fase de grupos la clasificación se define en un partido seco, único, la presión corre por el lado del contrario y ahí puede estar nuestra fortaleza, porque ellos están obligados a ganar. Eso sí, no podremos equivocarnos”.
CUARENTA AÑOS DESPUES
En 1995, en pleno auge al frente de la Selección italiana de voley, pasó de figura respetada a ídolo popular. Invitado al programa El laureado, de la RAI, en el que se solía celebrar el exitismo de los famosos, se despachó ante las cámaras: “La vida no es un campeonato, el mundo no se divide entre ganadores y perdedores; ese es un concepto propio de los norteamericanos. La diferencia fundamental sigue siendo vivir entre buenas y malas personas. Entre las buenas personas hay ganadores y perdedores; y entre las malas también”.
“Volver todos los años a la Argentina me permitió no ser devorado por la maquinaria del exitismo, que en Italia es marcadamente poderosa”, recuerda Velasco. “En el país, en cambio, soy solo Julio”. En el país también aprendió, décadas atrás, que tomar decisiones es lo determinante en la conducción técnica y táctica de un equipo deportivo. Y, muchas veces, también es lo que separa la propia vida de la muerte.
A los 22 años, cuando era presidente del centro de estudiantes de Filosofía y Letras por el Partido Comunista Revolucionario (PCR), las bandas del Comando Nacionalista Universitario (CNU ) -cercano a la Triple A-, que habían comenzado la caza y el exterminio de la militancia universitaria de izquierda, lo echaron de su trabajo como preceptor del Colegio Nacional. Decidió entonces hacer el curso de técnico de voley en Buenos Aires y, a los pocos meses, le ofrecieron entrenar a los juveniles de Estudiantes.
A los 24, decidió abandonar su hogar y los estudios de filosofía cuando le faltaban seis materias para recibirse; se radicó en la Capital y no pisó La Plata hasta que volvió la democracia. A pocos días del golpe del 76 habían asesinado a su mejor amigo, Guillermo Miceli.
Cuando entre el 79 y el 82 ganó cuatro campeonatos metropolitanos consecutivos con Ferro, encontró siempre una excusa para no salir en las fotos de los festejos; cuestión de que nadie relacionara el apellido Velasco del voley con el del militante universitario del PCR. “El voleibol no solo fue un trabajo, sino un refugio”, recuerda 40 años después. “Viví durante años en la semiclandestinidad y tuve muchos amigos que murieron, incluso mi hermano estuvo desaparecido dos meses en el 78. A mí me conocían, no sé si me buscaban realmente, pero hice todo lo posible para que no me encontraran”.
Texto publicado en la revista BRANDO