No soy el único aficionado que esta temporada está bastante desinteresado del fútbol, quizá por primera vez desde que le presté atención, a los siete años, e hice mi inaugural colección de cromos, perdida luego y por conseguir la cual ahora, completa, daría no poco. Los chicos la conocíamos como “los cabezones”, porque la cabeza de los jugadores, pintada a partir de una foto, era mucho más grande que el cuerpo, un dibujo cómico, como de chiste, con defensas burlados y caídos al lado del ídolo.
De aquellas colecciones recuerdo alineaciones enteras (la del Madrid, la del Barça, la del Athletic de Bilbao, que aquí reproduzco para que vea que no presumo en vano ni miento: Carmelo; Orúe, Garay, Canito; Mauri, Maguregui; Arteche, Marcaida, Arieta, Uribe y Gaínza), y también lo difícil que era conseguir al delantero centro del Atlético de Madrid, Mendoça, en toda colección hay algún hueso, hasta el punto de que para tenerlo hube de entregar a cambio, en el patio-zócalo del colegio, no un montón de “repes” que de nada sirvieron, sino una pequeña foto de mi tía Tina, monísima por entonces y bastante más joven que mi madre, o que las madres. (Ella nunca lo supo; no sé si me perdonará ahora que la canjeara por un pelotero mozambiqueño).
Tal vez por eso, por el aburrimiento de la actual temporada, invité hace poco a un amigo alemán que ha vivido en Frankfurt, Paul Ingendaay, a ver en vídeo la quinta final de la Copa de Europa, en la que el Real Madrid le endosó un 7-3 al Eintracht de Frankfurt, un tanteo inolvidable. Ingendday es más joven, así que nunca había visto a Di Stéfano, Puskas ni Gento, y se llevó más de una sorpresa.
La primera fue comprobar (pese al blanco y negro, esa final es del 60) que la distancia entre el juego de entonces y el de ahora era mucho menor de lo que imaginaba; quizá los equipos se concedían más espacio, se encimaban menos, eso era todo.
La segunda fue descubrir que, no estando en la época permitidas las sustituciones, los veintidós jugadores alcanzaron los noventa minutos sin aparente cansancio, y por tanto sin aflojar el ritmo pese a estar bien definido el vencedor.
La tercera fue ver cuán pocas interrupciones se producían: apenas cayó nadie, no ya lesionado sino ni siquiera al suelo (el árbitro pitó un penalty a favor del Madrid por un empujón tan leve a Di Stéfano que éste se desequilibró nada más, sin tirarse ni ser derribado); nadie buscaba las pérdidas de tiempo, en los fueras de banda el balón se ponía al instante de nuevo en juego.
La cuarta fue la escasez de faltas y la ausencia de protestas y discusiones: ni tras el penalty injusto la armaron los francfortianos.
La quinta fue ver un estadio, el de Glasgow, abarrotado con ciento treinta mil personas que no causaron el menor altercado ni problema, sin necesidad de vallas ni de fosos ni de cocodrilos.
La sexta fue ver cómo en una final de Copa de Europa los jugadores se habían dejado en el vestuario la especulación y el miedo, los nervios y, como se dice ahora, la presión que aprieta; pues no sólo se lanzaban sin reserva al ataque ambos equipos, dando por sentado que el juego consistía en intentar meter goles, más que el contrario, sino que lo hacían divirtiéndose. Di Stéfano, que comentaba las imágenes que yo había grabado, ante la profusión de pases de tacón y rabonas que se veían, confesó: “El entrenador a veces se ponía nervioso y me recomendaba no jugar de tacón, porque contagiaba a los compañeros; y que diera yo taconazos, pues pase, decía, pero si ponía el equipo entero era suicida; pero en fin, también teníamos que divertirnos, no”.
La séptima sorpresa fue ver cómo hasta los supuestamente rudos y expeditivos defensas de entonces -antes de la invención del líbero, antes de Beckenbauer-, poseían una técnica extraordinaria que envidiarían casi todos los actuales, por lo que a veces se pagan millonadas. Marquitos, el lateral derecho, fue capaz de despejar a córner de tacón un balón peligrosísimo a un metro de su portería.
Hoy su entrenador lo habría castigado por eso; y a los demás amigos de los taconazos, Di Stéfano incluido; a Puskas, por no haber corrido más, pese a sus cuatro goles; a Gento, por prodigar sombreros, caños y rabonas arriesgando la posesión; a todos por atacar tanto y no fingir gran daño en las faltas recibidas; por desgastarse corriendo y exponerse a lesiones con el partido resuelto; a Di Stéfano también por no revolcarse en el penalty; y, por supuesto, al equipo entero por querer ganar sin disimulo, olvidando la máxima actual que dice: “Para ganar, primero hay que no perder”. Lo sueltan nuestros entrenadores y se quedan tan anchos. No sé cómo lo aguantan los jugadores y no contestan: “Vaya hombre, no me diga”.
EL PARTIDO COMPLETO
LOS MOMENTOS DESTACADOS, PARA LOS QUE ESTÁN CON MENOS TIEMPO
*Extraído del libro Salvajes y sentimentales. Artículo original publicado por primera vez en el Diario El País. 1998.