El miércoles se bajó el arco de lo alto de San Mamés. Fue, más que un desmontaje, el descendimiento: una operación delicada y nunca vista de enorme trascendencia simbólica. Se llevó a cabo ante la mirada de una multitud de jubilados y melancólicos. Los primeros atendían a la obra técnica, asegurándose de que todo se hacía mal. Los segundos fueron más bien para ver caer el arco, para comprobar cuánto dolía. Fue al fijarme en los melancólicos cuando me di cuenta de que tampoco he ido yo mucho a San Mamés. “Lo bien que lo estarías pasado ahora de haber ido más”, me lamenté. “Estarías sufriendo a tope ahí con esa gente”.

peio2La primera vez que estuve en San Mamés jugaba el Bilbao Athletic, el equipo filial del club que milita en Primera. No sé muy bien qué hacíamos allí ni ellos ni yo, aunque creo que a mí me llevó mi tío Jesús Mari. La última vez que estuve en San Mamés fue hace un par de años y me llevó Miguel González San Martín. A mí a San Mamés siempre me termina llevando un adulto que me quiere. Aquel último partido lo ganó el Athletic y yo sufrí una decepción terrible, profundísima, irreparable, al comprobar en el descanso que en el bar del estadio solo vendían cerveza sin alcohol. “¡Este no es gure estiloa!”, grité con lágrimas en los ojos mientras entre varios aficionados intentaban levantarme del suelo.

Lo de la cerveza me dolió. Hasta el punto de que veo ahora las imágenes de la demolición de San Mamés y una parte de mí encuentra en ellas una proporcionada revancha. “Haber tenido cerveza”, se dice esa parte de mí, que no es la mejor, mientras ve en la tele cómo las excavadoras van derruyendo fondos y tribunas. Sin embargo, hubo un tiempo en que mis amigos y yo fuimos con cierta frecuencia a San Mamés.

Debió de ser la temporada 89-90, teníamos dieciséis años, éramos fans de Peio Uralde. (Y ahora sentémonos a presenciar cómo la frase anterior termina con una reputación literaria.) El caso es que aquel año Uralde fue discutido y nosotros estábamos de su lado. En parte porque parecía recién salido de una peli de Kean Loach y en parte porque, más que su juego, nos gustaba su extremada gestualidad. Incluso la imitábamos en clase, cuando nos echaban por ejemplo, abriendo mucho las manos, flexionando un poco las piernas, moviendo la cabeza. “Zarracina, imbécil, vete fuera, anda”, decía el profesor de Biología. Y de aquella clase no se iba Zarracina, sino Uralde, racial y enrabietado, moviendo mucho la cabeza, preguntándose por qué con las manos, por qué, como recién expulsado injustamente del Carlos Tartiere o La Condomina.

Lo mejor era sin duda cuando Uralde metía un gol. Reaccionaba llevándose una monumental sorpresa, lo que no está mal si juegas de delantero centro. Y de pronto echaba a correr de un modo salvaje, desesperado, inexplicable, como si estuviese intentando fugarse, no ya del campo, sino de la realidad. Eso podía entenderse porque la realidad era un lugar donde Uralde tampoco metía muchos goles. Al menos aquella temporada en la que se le discutía tanto y en la que el hombre quizás nos tenía solo a nosotros, en todo San Mamés, indiscutiblemente de su parte.

Llegamos a plantearnos la compra masiva de pelucas y la fundación de la Peña Peio Uralde. Con dieciséis años uno tiene la cabeza llena de sueños hermosísimos. Creo que fui yo quien comenzó a estropearlo todo. Me cansé de ir al fútbol porque resultaba que era incapaz de ver los goles. Siempre me pillaban agachándome para recoger la bolsa de pipas, hablando con el de atrás, yendo al baño, qué sé yo. Aquello era inexorable y bastante raro: para ver los goles que había presenciado, tenía que esperar siempre a que empezase ‘Estudio Estadio’.

Sin embargo, aquel año mis amigos y yo fuimos con cierta frecuencia a San Mamés. Lo hacíamos aprovechando la existencia de unas entradas para niños, muy baratas. Teníamos, ya digo, dieciséis años. Nos acercábamos por tanto al metro ochenta, lucíamos mostachos incipientes y acumulábamos antecedentes penales sobre todo en clase de Biología. “Una Sur Niño”, pedíamos en taquilla con nuestras incontrolables voces de barítono hiperhormonado. “¿Niño?”, preguntaba el taquillero. “Sí, niño”, respondíamos quitándonos la faria de la boca para que se nos entendiese bien. Yo creo que, si no se nos llega a marchitar el ideal, si la vida no llega a complicársenos, habríamos seguido yendo a aquellas taquillas a pedir entradas infantiles para nosotros y para nuestros hijos, que se llamarían todos Peio y pintarían bárbaro en las categorías inferiores.

Fuente: El Correo.