El film Youth (2015), del napolitano Paolo Sorrentino, nos muestra a Diego Maradona –una mímesis perfecta a cargo del actor Roly Serrano– arrumbado en un spa suizo. Gordo hasta la inmovilidad, respira con ayuda de un tubo de oxígeno. Pasea por las piscinas templadas mostrando un tatuaje de Marx que le cubre por completo la espalda (hermoso detalle) y apenas intercambia alguna palabra con los otros huéspedes. Una fauna que mezcla celebridades en decadencia y promisorias estrellas que huyen del tedio mundano. Solo Claudia permanece a su lado en ese templo de magnates con aires de mausoleo.
Podría pensarse en una acertada descripción de la debacle de un personaje excesivo. Hasta en una pintura en la que el director se pasó de cruel, si no supiéramos que Sorrentino adora a Maradona, a quien mencionó entre las glorias de su olimpo personal cuando recibió el Oscar en 2014 por su película La grande bellezza. Y si no, hubiéramos visto otras muchas desfiguraciones de Diego, otras catástrofes de un cuerpo exigido hasta el límite que siempre se reconstruye. Un cuerpo proteico hecho de sucesivas máscaras, con una biografía de montaña rusa que se transformó en un espectáculo de masas.
Desde semiólogos vocacionales hasta expertos del chimento, son muchos los que han convertido a Maradona en el objeto siempre esquivo, inasible, de sus relatos. Y a menudo, en ejemplo negativo: porque se drogaba o porque su indocilidad (y su batalla interior) no admite lealtades permanentes. Como inspirado en Arlt, Diego hizo del desaire un modo de ejercer la libertad. El tribunal ñoño que le apunta (monocromáticamente gorila) acaso cree que el poder de los dioses deriva de sus virtudes morales. Tal vez habría que tomar las escenas de Youth con la debida distancia metafórica y ver en ese hombre acabado un significante exhausto, una bandera de todas las causas que ya no resisten otro uso.
Ahora que Maradona regresó a las canchas argentinas al frente de Gimnasia y zurció las grietas futboleras (en cada cancha ocurre un homenaje de amor genuino que recorre todas las generaciones) y que cumple 60 años (la edad provecta, un número que incita a la revisión), convendría poner pausa, podar las muchas ramas de la jungla narrativa maradoniana (sobre todo el puterío, un género que él ha fomentado con esmero) y volver al origen. Aunque una visita a YouTube puede confirmarlo en pocas escenas, a veces se pierde de vista que la piedra fundamental de este culto fue una revolución en el fútbol. La reinvención de un juego sagrado. Eso hizo Maradona. Le adosó a la magia sudaca de su zurda la velocidad sónica. Fue un atleta virtuoso que además se esforzó por darle al fútbol la altura dramática de la epopeya.
La fecha fundacional: 20 de octubre de 1976. Con el número 16 en la remera (la edad que estaba a punto de cumplir), la melena rizada y negra, debutó en Primera. Aunque era un adolescente, ya se lo conocía no solo en La Paternal por sus días de Cebollita. Le tocó entrar en el segundo tiempo ante Talleres de Córdoba con el marcador 0-1. Reemplazó a Rubén Giacobetti, hoy titular de una importante inmobiliaria en el barrio porteño de Villa Urquiza. La expansión del evento –la construcción del mojón histórico– registra algunos otros datos adicionales. Uno: el entrenador Juan Carlos Montes, que lo llamaba nene quizá porque consideraba una deferencia inmerecida decir su nombre como hacía con los adultos del plantel, antes de lanzarlo a la cancha le pidió que tirara un caño. Se sabe que Diego, desde la infancia, fue un coleccionista de caños, cuyas víctimas enlistaba mentalmente en busca de un record privado. Dos: Diego, en efecto, le metió un túnel a Juan Domingo Chacho Cabrera, notable volante del equipo cordobés, quien murió en 2007 en la provincia de Salta, donde manejaba un taxi.
Un mes después del debut, metería su primer gol y así despegaría la cabalgata vertiginosa. Una carrera saturada de adjetivos, admirada en todas las lenguas; y que, ya en aquellos años, como las obras que inauguran un género, había definido sus alcances. La asombrosa novedad que portaba Maradona quedó expresada en las fintas dibujadas en la cancha polvorienta de Boyacá y Juan Agustín García que hoy lleva su apellido. Lo demás fueron variaciones de esa música original.
Gracias al joven maravilla, Argentinos cambió de estatus. Montado en su zurda, llegó al primer subcampeonato de su historia en 1980. Y, lo más llamativo, se transformó en un equipo atracción. Como un circo ambulante donde el número diez, aquel pibe que animaba los entretiempos, ahora aplicaba su magia a la competencia formal. Faltaba mucho para que irrumpieran las cámaras ubicuas. No todo podía verse. Había que ir a la cancha, apostar a la experiencia directa. Y la gente iba.
¿Que se vislumbraba en esos primeros y definitivos pasos? Detrás de la habilidad criolla, encarnada por lo general en el diez zurdo y elegante, de pecho inflado y culo parado, había un ritmo que presagiaba otro baile. El valor agregado de Diego fue la velocidad a la que desarrollaba sus artes. Tal gesto de vanguardia diseminó la perplejidad, en especial entre los defensores que debían marcarlo. Maradona jugaba a otra cosa, jugaba en el futuro. El tamaño de su ventaja se corroboraba en la red, en el protagonismo excluyente de cada presentación, en el repertorio inagotable que siempre deparaba una faceta inesperada. Diego podría haber usado una frase que luego le dedicó a otro: Maradona y diez más. Así, evitando la primera persona, como a él le gustaba. La hipérbole era, en rigor, una realidad cotidiana que lo complacía. Un equipo sobre sus hombros.
Por el talento sin sombra, pero también quizá por la inercia de Fiorito, del pasado en los márgenes, en la insignificancia social (ese pasado rugoso, diría Horacio González), asumió de una vez y para siempre, a modo de drástica compensación, el papel de crack unido al de héroe. A diferencia de otros fuera de serie que enumera la tradición, Maradona socializó poco su magisterio, no contagió ni educó sino que hizo la tarea de los demás. Mejoró escasamente a los compañeros; más bien se inclinó a suplir con su excedente de habilidad y temperamento las carencias del entorno. Paternalismo de altísima gama.
Y cuando las piernas ya no tuvieron el aguante ni la sensibilidad juveniles, sostuvo su liderazgo solar con la enorme espalda que le proporcionaba el apellido y la capacidad actoral para llevar los partidos hacia un teatro de tensiones: chamuyos a los árbitros, guiños ampulosos a la tribuna y dominio de las cámaras. De cuando en cuando, un cambio de frente con la precisión de siempre.
A Diego le tocó muchas veces integrar equipos de mediana capacidad. Quizá se sentía más cómodo en esos planteles sin demasiadas luces, que le servían en bandeja la posibilidad –la necesidad– de la proeza. Su apogeo bajo el cielo napolitano es el ejemplo más claro. Él metió al Napoli en el mapa del fútbol europeo. Y le dio a esa flamante visibilidad un contenido político: la reivindicación del sur italiano ninguneado por el norte rico (los adversarios deportivos eran enemigos de clase). Prefería el rol de dador solitario en la carestía, sin rastros de estrellas en las inmediaciones. El milagro individual a la cooperación colectiva. La comparación con San Genaro acaso no era del todo exagerada. Pero no era egoísmo, ojo, sino la aplicación cabal, según su entender, de la parte que le tocaba por sus dones. Le tocaba hacer el gol a los ingleses cada fin de semana. ¿Alguien podría haberlo acusado de morfón?
Claro, la exacerbación del yo fue una arrogancia imperdonable. Que pagó con excomuniones diversas. Pero que no le impidió, muchos años después, resignarse a deambular como DT por los arrabales más recónditos del fútbol luego de que la AFA lo despidiera. Acatar los deseos de los jeques petroleros, arremangarse en el ascenso mexicano. Ser, en ese exilio, menos que uno del montón. El paria de Fiorito otra vez. Pero fue solo un tramo de sus incesantes conversiones. Ahora está de vuelta. Con sesenta años y una revolución en su haber.
NdE: Artículo publicado en La Nación Trabajadora con motivo de los 60 años de Maradona.
La ilustración es de Martín Vega.