Se hizo un silencio. Medio segundo. La multitud permaneció expectante y en el aire se suspendieron Godín y Khedira. Ganó Godín. El uruguayo. El “u-ru-gua-yo”, como le canta el fondo. Cabeceó y el balón viajó como esas pelusas que liberan los chopos en primavera. Como si no pasara nada y la brisa fresca del Atlántico lo empujase hacia el desastre. Hacia el 1-0 que deja a Iker Casillas expuesto. Vendido por el error de su defensa, ese Modric enganchado, al tirar el fuera de juego. Condenado por su peor fallo en años. Porque calcula mal y sale. Sale contra su vocación natural. Abandona su medio. Se aleja de los palos y cree que llega pero es demasiado tarde y la cabeza de Godín ya ha impactado. Intenta volver a toda velocidad. Se lanza a por el balón como un poseso y lo atrapa sobre la raya de gol pero no consigue frenarlo y se hunde. Choca contra la red y es gol. Gol y caída de un héroe que ha llegado a la final atormentado. ¿Caída? Bueno, realmente no. Haciendo honor a su legendaria fortuna providencial, Casillas acabó levantando la Décima en Lisboa.
A finales de 2013 Casillas se encontró en el túnel de vestuarios con un amigo que visitaba el Bernabéu y le confesó que se iría del Madrid en el mercado de enero. Por la puerta de atrás o por cualquier puerta. Le daba igual. Estaba saturado. Exhausto después de años de luchar contra fuerzas que no podía controlar. Triste porque sentía que el esfuerzo y el cariño que había dedicado a una camiseta no habían servido más que para sentir el desprecio de parte de su propia gente. Casillas no pudo irse en enero porque Ancelotti lo puso a jugar la Champions, cerrándole la vía de acceso a un gran club. En el camerino madridista, sin embargo, la melancolía del portero no era una novedad.
La propaganda que generaron Mourinho y su entorno, con el apoyo de hombres influyentes dentro del club, extendió entre el público la convicción de que Casillas era un traidor en la temporada 2012-2013. No le perdonaban su rebeldía frente al caudillo. Muchas veces desde la tribuna sur de Chamartín le gritaron que era un “topo”. Entre la primavera y el otoño de 2013 los empleados de Valdebebas le vieron ausentarse espiritualmente. Le embargaba la pena porque nadie rompió una lanza por él, ni desde las gradas ni desde el palco. Sus dos Copas de Europa, sus cinco Ligas, sus dos Copa del Rey, el prestigio que había proporcionado al club con sus conquistas internacionales en Sudáfrica, Austria y Ucrania, no habían servido para evitar que muchos creyeran la propaganda de advenedizos sin sentimientos de pertenencia madridista que habían irrumpido en el club para y por el dinero.
Roto por bajas y lesionados en puestos capitales, el Madrid no hizo uno de sus mejores partidos de la temporada en Lisboa. No hubo intención de elaborar hasta la última media hora, hasta la entrada de Isco y Marcelo, ni hubo más ingenio que el de Di María, condicionada toda la estrategia por la necesidad de preservar cierta organización defensiva en un equipo sin mediocampistas de verdadero nivel. La calamidad fue completa, colectiva, pero los focos del gol iluminaron al taciturno Casillas. El capitán parecía un condenado contemplando los despojos del partido cuando faltaban dos minutos para el pitido final. Pero entonces sucedió algo raro. El Madrid remató por tercera vez entre los tres palos. Fue Sergio Ramos, de un frentazo que mandó a la red un córner lanzado por Modric. Y fue la salvación de un hombre que no mereció que le señalaran. Ni en 2012, ni en 2013, ni ayer en Da Luz.
Casillas fue corriendo a abrazar a Ramos y le plantó un beso en la mejilla, agradecido, con lágrimas en los ojos. Hizo lo mismo con Marcelo cuando el brasileño anotó el 3-1 y ambos fueron incapaces de reprimir el llanto. Eran campeones. Marcelo por primera vez. Su compañero de fatigas, por tercera. Cuando el juez Björn Kuipers señaló la conclusión el veterano de 33 años se arrodilló y, doblado en posición fetal, enterró la cara en la hierba. La pesadilla había concluido. Como si la inminencia del contacto con la gran Copa pudiera limpiar los malos recuerdos subió al podio con el rostro iluminado por la felicidad. Mostró una risa llena de dientes, agarró el trofeo por las orejas, y lo elevó con un grito de liberación.
*Fuente: Diario El País de España