La lógica de los niños es aplastante. Verano de 1990. Cromos de Panini. Selección de la República Argentina, vigente campeona del mundo. En la página par de las dos que tenían —no como los equipos del tercer mundo, que venían dos tíos en cada cromo— estaba nuestro protagonista, a la izquierda del albiceleste Néstor Ariel Fabbri. Era el de Néstor un cromo muy popular porque el defensa salía con la boca abierta de par en par al igual que el portero belga Preud´Homme —parecía que estaban dándole al juego de la rana y alguien les iba a lanzar una moneda— en el llamado síndrome del himno, que te inmortalizasen para los cromos mientras lo cantas, un problema que nunca hemos tenido en España porque con muy buen criterio hemos decido que nuestro himnos se cante con el silencio de la vergüenza o el de la discreción, dos sentimientos muy nobles y bellos.
Era donde tenía que estar un jugador del Real Madrid, según la aludida lógica de un niño. En el mismo grupo de Maradona, autor en activo del gol más gol de todos los tiempos y no solo eso, también bestia negra del Milan esa misma temporada en la liga italiana, el club que una año atrás había dado al Madrid la bienvenida al fútbol moderno con un destrozo equiparable a que te saquen un ojo con un tenedor que no pincha bien o cualquier otra bucólica escena de ese cariz. La que ustedes quieran.
Era sencillo. Al Milan, el mal, le había dado para el pelo Maradona, el bien. Y Maradona tenía un amigo, Ruggeri, que jugaba en el Madrid, la luz de Trento. Todo encajaba, excepto una cosa. Durante aquel verano no se paraba de especular con la salida de Ruggeri del Madrid. Era la época de los tres extranjeros, cuando fichar era un verdadero arte, como bien saben los que jugaron al PC Fútbol hasta la versión 4.0.
Al final el argentino se fue del equipo. Una salida que muy bien podría haber pasado desapercibida de no ser porque fue sustituido por una excelente persona, Predrag Spasic, pero de infausto recuerdo por diversos motivos que ya comentamos. Además, en ausencia de Ruggeri las noticias que fueron llegando a España mientras el Madrid de la Quinta tocaba fondo submarino eran que él seguía ganando títulos como un señor. Copas América, Confederaciones… hasta estrellarse con todo su equipo en el Mundial del 94 por el positivo de Maradona. Una cortina de humo fastuosa para no reconocer los méritos de la Bulgaria de Stoichkov y la Rumanía de Hagi, que parece como que eran el Talavera y el Cacereño B metidos en la Champions por un malentendido burocrático.
Mucho hemos fantaseado con Ruggeri desde entonces los madridistas de mal. Ay, Fernando Hierro y él en un mismo equipo, cuando al fútbol se jugaba con pocas cámaras y cierta predisposición entre los españoles para apreciar el balompié cubista por la exitosa emisión de Pressing Catch aquellos años en la cadena amiga. En fin, cuántos sueños rotos.
Por eso muchos nos preguntamos por qué se fue, qué pasó. Y buscar la respuesta, fácilmente localizable, tenía premio. Sí, porque resulta que Óscar Ruggeri se ha convertido en uno de los exfutbolistas con un repertorio de anécdotas y vivencias más descojonantes de todo el orbe. Y no solo eso, sino que las comparte con los medios argentinos parece que noche sí noche también. Youtube está lleno de cortes del «Cabezón« contando barbaridades ante una concurrencia que se parte la caja.
Y sí, se fue porque querían «consolidar la defensa«. Eso contó Radomir Antic en su día. Ruggeri habría tenido que operarse del pubis al volver del Mundial y hubiera estado tres meses de baja. Pero la versión que ha dado el argentino en el siglo XXI es, digamos, más colorida, rica en matices. Ha dicho que José María García tenía enfilado a Valdano y que, por tanto, a los que venían detrás de Jorge Alberto Francisco les metió caña como solo él era capaz. «La ligábamos de rebote», declaró a El Gráfico. Pero también añadió cierta anecdotilla:
Un día nos dio mal un muchacho, lo encaré en el aeropuerto y le pegué con un bolso. Mendoza, el presidente, me la facturó. Después me arrepentí.
Un detallito que no es moco de pavo y que en aquellos tiempos en el que las gentes no depositaban sus cinco sentidos en el móvil y pasaban de vivir a través del aparato, pues no pudo quedar registrada como hubiese pasado ahora.
Pero ahora, en televisión, le ha echado toda la culpa a Toshack. El galés parece que no contaba con él. Tenía celos profesionales porque Ruggeri fue originalmente una petición de Leo Beenhakker. Cuando le dijo que tenía que irse, el argentino contestó que vale, con todo su pesar, pero que quería que le abonasen todo su contrato, porque tonto no era. Como no estaba dispuesto a marcharse por menos, boicoteó al entrenador. Si este daba una charla en el vestuario del tipo vamos a morir todos, él aprovechaba para afeitarse tranquilamente ante el descojono general. En el campo, mientras los demás entrenaban, él salía en albornoz y se ponía a tomar el sol medio desnudo en mitad del césped. Le decían los compañeros «¿tú no tienes casa?» partiéndose el culo. Aunque Ruggeri no presume, se justifica: «Estaba muy enfadado, Toshack me hizo eso de la nada». El argentino cree que se hubiera consolidado en el equipo con un año más.
Siempre se ha dicho que la lógica del Real Madrid es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma. La decisión técnica de cepillárselo tampoco era tan demencial en su momento, pero el funcionamiento interno del club sí que apuntaba maneras en 1989. Los futbolistas todavía no se depilaban las cejas pero ese vestuario se podría aparecer en las pesadillas postraumáticas de la guerra de Vietnam que sufría John Rambo entre sudores. Ruggeri, que estuvo en el vestuario de la mismísima Argentina de Carlos Salvador Bilardo y Diego Armando Maradona, alucinó con el del Madrid. Nunca había visto nada igual en toda su vida:
El primer día, abrí la puerta y estaban todos sentados. Martín Vázquez, Butragueño, Míchel, Sanchís, Hierro… entré rápido y me senté en un huequito. Y yo era campeón del Mundo con la selección y con River. No se hablaban entre ellos. Había tres o cuatro grupitos. Te gritaban: «jugá vos, que firmaste no sé cuántos millones». Un día hubo una reunión. Yo pensé que lo había escuchado todo en el fútbol y no. Todas las barbaridades habidas y por haber las escuché ahí. La pelea más grande era entre Míchel y Hugo Sánchez, por el ego.
Es importante subrayar un detalle. Lo mismo que pasaba con Maradona en los equipos donde jugó, Ruggeri acabó bien con todos sus compañeros. Se lleva, incluso actualmente, bien con todos sus excompañeros blancos, que nunca ha sido muy fácil, y los visita cuando viene a Madrid. Pero eso es lo de menos, lo jugoso son los criterios profesionales con los que fue dirigida esa plantilla, de los que da buena cuenta otra anécdota sobre Toshack:
Íbamos a Bilbao, donde te tiraban centros por todos los lados, allí solo sabían cabecear y cabecear. Le dije que en esa situación deberíamos tirar el fuera de juego. Yo lo sabía todo sobre eso de todos los entrenadores que ya había tenido. Hablé con él: «Aquí hacemos el fuera de juego y les dejamos en todas». Y me contestó: «Practíquelo usted». ¡No quería entrenarlo! Así que lo practicamos nosotros y lo hicimos.
Ese era el ambientazo. Por eso no es de extrañar que cuando ganaran la Liga, la de los récords, solo Ruggeri quisiera dar la vuelta al campo: «Los del Madrid se metieron todos adentro y me dejaron solo, era porque ya habían sido cinco veces campeones». Este es el fútbol frío y sin alma que se encontró Ruggeri en el Real Madrid por muchos récords que batiera ese equipo en su quinta liga ochentera consecutiva.
Tal vez sea exagerado tachar situaciones como la comentada como propias de un fútbol sin sangre, pero cuando uno escucha al argentino relatar qué le pasó cuando ganó la Liga con River después de haber jugado en Boca, alta traición, pues uno se lo piensa. Dice así:
Salimos campeones con River, y cuando volvía a casa vi a los bomberos, había también ambulancias, en la zona mía. Hasta que pude ver que mi casa estaba ardiendo. Habían prendido todo el portón del garaje, mis padres no podían salir. Tuvieron que venir los vecinos a apagarlo. Cuando todo se solucionó me fui a casa del Abuelo —líder de los aficionados de Boca—, era una carnicería, vivía con sus padres, y le pregunté «¿me quemaste la casa?». Dijo: «Mi gente no fue, fueron de Boca, pero no los míos, pero te lo voy a averiguar». Tiempo después me dijo que los que lo habían hecho volvían en un tren de no sé donde, en el techo, y se mataron en un puente.
Precioso todo.
Básicamente porque esta es la anécdota light con los aficionados ultras de la época. En la que realmente temió por su vida fue en un encontronazo con el citado Abuelo en 1981, cuando jugaba junto a Maradona en Boca. Volvemos a su entrevista en El Gráfico:
Cayó el Abuelo a La Candela con una banda, con pistolas. A Perotti, que estaba hablando por teléfono, le hicieron «pin» y le cortaron. Nos metieron en un rincón: «Hoy les venimos a hablar; mañana, a las seis de la tarde, no hablamos más». Las seis era cuando terminaba el partido. Fue apretada grossa. Nunca había visto a los tipos así, transpirados, con revólver, yo estaba atrás de todo, escuchando. Quiso hablar Maradona y le dijeron: «Callate, con vos no es». Por eso, hoy me da risa cuando hablan de que la barra apretó a los jugadores. Apretadas eran las de antes.
Y tampoco estaban mal los cargos federativos. En el programa El show del fútbol confesó que el presidente de la AFA, Julio Grondona, le había dicho a Diego Maradona que le iba a «pegar un tiro en las piernas» a Ruggeri en la época en la que el 10 fue seleccionador.
Pese a todo, con lo que un servidor más disfruta es escuchándole hablar de las instrucciones en el campo que recibía de Bilardo. Era su stopper. Posiblemente la posición más hermosa del balompié, ya en desuso, como es lógico en un deporte en decadencia y prácticamente sin interés a día de hoy. Ruggeri salía al campo a que no jugase alguien. Bilardo, de esta manera, restaba a uno de los suyos, pero también al mejor de los rivales. Aritmética sin contemplaciones.
En una entrevista en Fox Sports él mismo lo explicaba sobre el césped a un periodista:
Ser stopper es estar siguiendo todo el día a un jugador, hasta cuando se iban a la banda a beber agua les seguía. Klinsmann me llevaba de lado a lado sin parar. Yo no jugaba, pero me encantaba. Bilardo me dijo que el stopper hacía todo esto y me preguntó «¿vas a jugar de stopper?» y le dije «sí, me encanta». Esto era en la selección, mientras tanto en River jugaba en zona, pero es que en River estaba Menotti. Bilardo me motivaba pues ofreciéndome mil quinientos dólares si, por ejemplo, Lineker no metía gol. Nos lo metió. Para ser stopper había que estar fuerte, físicamente bien, y saber cabecear. Nada más porque solo había que seguir al tipo, ni siquiera tenías que sacarla bien. Bilardo decía, si el 9 hace todos los goles, ese no juega, vos tampoco jugás. De todos los que defendí así, Klinsman fue el más difícil, nunca me hizo gol ¡pero lo que me hizo correr ese pibe! Físicamente era un animal, metía, le podías hablar, hacerle de todo, que no se arrugaba.
No fue el único jugador tan duro como él que se encontró en su carrera. Con el mismísimo don, todos en píe,Aldo Serena, tuvo un problemón porque le pisaba pero no le hacían daño. Aquello fue una duda metafísica para Óscar Ruggeri:
Me frotaba los tacos contra la pared antes de salir al campo para que… (risas) y lo pisaba en el córner, pero él me hablaba y no entendía, le pregunté a Pedro Troglio qué decía, que le tenía al lado y sabía italiano, y me contestó: «Que es de hierro, que lo sigas pisando que le da igual».
Vialli, sin embargo, era más diplomático, le pedía por favor «oiga, juguemos al fútbol», pero así, reitero, hacía los emparejamientos defensivos este entrenador, asegurándose: «No juega Ruggeri, pero no juega Vialli». E iba descartando. Todo lo demás lo dejaba a la superstición, como explicó el protagonista en ESPN, tenía todo el banquillo y el vestuario llenos de sal. Pero peor era Pasarella como jugador, que untaba mierda de perro en los picaportes de las puertas de las habitaciones de los hoteles. Buen ambiente.
La situación sobre el campo, seguir a un jugador hasta el final, en realidad era mejor que los entrenamientos. Bilardo le hacía un ejercicio de coger la bola, correr y echar el pelotazo a los delanteros. Simple, pero cuando lo haces hasta cien veces cada tarde, era como una tortura. «Volvías a tu casa mareado», explica. Y luego lo mejor es que Carlos Salvador le podía llamar para ir a su casa a ver vídeos: «Íbamos a entrenar a las seis y a las diez de la noche te podía poner un vídeo de un partido de África; vídeos de dos horas, metía la cinta, se callaba y tú tenías que decirle los errores que veías. Si no decías nada, te ponía el partido entero otra vez. Tenías que tener una concentración…». Pero así salieron campeones. En México, Bilardo le ordenó parar a Hoeness a cualquier precio y así lo hizo: «Al final pude con él, pero acabé sin una manga de la camiseta y con la sensación de haber ido a la guerra».
En el siguiente mundial, el de Italia 90, tras la derrota contra Camerún en el primer encuentro, una auténtica catástrofe, Bilardo se hundió. Así lo cuenta el defensa:
Hizo una reunión en la concentración, con los ojos llenos de lágrimas. Ahí dijo que prefería que se cayera el avión a la vuelta. A los pocos días, empezaron los chistes entre nosotros. Decíamos: «Imaginate que nos volvemos a Buenos Aires, nos empieza a hablar el comandante y, de repente se da vuelta… y es Pipeta el que está manejando».
De los compañeros y rivales también cuenta maravillas. Detalles como recibir un golpe en la cabeza con una moneda cogida entre los dedos. A su compañero Colorado Suárez, que dejó un jugador sangrando, le preguntaron qué le hizo y contestó: «Le clavé una aguja y que creo que le atravesé el pulmón». A Canigga, en los entrenamientos, cuando era solo un chaval, lo crujían: «Después de entrenar con él lo veías lleno de arañazos, con la ropa rota, pero no lo podíamos parar y mientras tanto él no sabía ni contra quién se jugaba el fin de semana siguiente».
Lo que sí que es cierto es que el problema con todas estas historias es que a medida que aumenta el metraje de los vídeos revisados empezamos a verlo, más que recordando, manteniendo polémicas estériles de corte televisivo muy parecidas a los de las programas españoles que todos sabemos. Por ejemplo, con el siempre delicado y cuidadoso guardameta paraguayo José Luis Chilavert tuvo sus más y sus menos, a raíz de que intentara lesionarle de una patada porque el portero le había escupido, y Chilavert le espetó que se había terminado convirtiendo en «un payaso mediático».
Dios nos libre de sobrepasar esa línea explorando al personaje. Nosotros nos quedamos con un defensa que supo ser contundente gracias a, él mismo declaró, las palizas que le daba su madre. Que el hincha que llevaba dentro se murió el mismo día en que se hizo profesional, ya que desde entonces solo fue hincha de la camiseta que llevase puesta en ese momento. Y que, muy importante, posee un récord que no tienen ni Maradona, ni Platini, ni Pelé, ni Cristiano Ronaldo ni Messi. En sus diecisiete años como profesional, tuvo un 100% de eficacia en lanzamientos de penalti. Uno tiró, uno metió. Fue con Lanús en los minutos finales de su último partido como profesional. Ahí queda eso.
*Artículo publicado originalmente en la muy recomendable revista española JOT DOWN