Cuando le entregaron el trofeo como mejor jugador del Mundial, Lionel Messi no parecía muy halagado.
Parco por naturaleza, resultaba difícil desentrañar sus sentimientos y reflexiones más hondos. Pero el ceño contraído, la sonrisa ausente, el desgano para saludar y agradecer denotaban fastidio.
O acaso emergía una remota frustración: el mejor jugador no había logrado llevar a su equipo a ganar la copa.
Aunque la distinción podía haber recaído en otro con toda justicia (Lahm, sin ir más lejos), por lo hecho en Brasil y por su luminoso apellido, la elección de Leo no da espacio para el reproche.
Llama en cambio la atención su progresiva pérdida de protagonismo, en concordancia con la modificación táctica definida por Sabella con el correr del Mundial.
Cuando el equipo mantuvo su voluntad original de atacar con más gente y con una frecuencia ambiciosa, Leo se erigió, como de costumbre, en el epicentro de ese sistema.
En cuanto la Selección pensó en trabajar los partidos reduciendo espacios hacia su propio arco, el rol que le asignaron fue el de los espasmos geniales. Lo condenaron a repetir lo de Irán.
Acaso ese instante de iluminación, que destrabó un partido imposible, modeló de un saque su personalidad mundialista. Lo obligó a un ofició complicado.
Con una formación volcada hacia atrás, el contraataque fue el lenguaje único de Argentina. Un contraataque en cuentagotas, así que era pecado errar. Messi comenzó a funcionar entonces como el hipotético ejecutor implacable de esa ocasión esporádica.
La Selección dormía los partidos con lucha y astucia, como ante Holanda, con un gigantesco Mascherano, que pasó a ser el centro de gravedad del equipo, y aguardaba que Messi tuviera su momento e inventara un gol.
Por eso, en el Mundial se lo vio más intermitente que nunca. Lejos de ser el que la pide, la tiene y gestiona en la búsqueda constante del gol, fue, por decisión táctica, un reservista que de a ratos caminaba la cancha a la espera de su momento mágico. El plato fuerte y breve del menú.
El plan por poco sale bien en la gran final. En una contienda pareja, Alemania ostentó la posesión y Argentina generó las jugadas más picantes. Allí, Messi dijo presente.
En la primera parte, su velocidad hizo estragos por la derecha en dos oportunidades. En el segundo tiempo, tuvo un mano a mano con Neuer que definió con suma delicadeza y salió a centímetros del poste.
De los socios de antaño, sólo le quedó Higuaín. Di María cayó en combate y Agüero, suplente, mezquinó su talento, tal vez porque el físico no acataba plenamente las órdenes de su cerebro.
Finalmente, el equipo del vértigo lució por su equilibrio y una defensa sin rugosidades. El plantel diseñado al servicio de Leo y su juego florido terminó destacándose no por su creatividad para atacar sino por la polenta y el orden para impedir que lo atacaran.
En ese contexto, Messi estaba forzado a producir milagros. Y, el resto del tiempo, observar o sumarse a la lucha. A pesar de la ímproba tarea, se las rebuscó para ser el mejor de todos. Por lo menos para la FIFA.
Fuente: ESPN.com