En la historia de Carlos Alberto Rivada todos se llaman Videla. El que anunció que había desaparecido a su familia, el que lo señaló para que lo secuestraran y, claro, el máximo responsable de su muerte, el presidente de la nación.
La madrugada del cuatro de febrero de 1977, a las tres de la mañana, un conductor de ambulancia, Rubén Videla, tocó el timbre de la casa de don Héctor Rivada, el dueño de Los Mellizos Rivada, la tienda de deportes más famosa de Tres Arroyos (pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires, que entonces contaba con unos 25.000 habitantes). En el hospital en el que trabajaba habían encontrado solos a dos niños, de tres años y unos meses, que podrían ser sus nietos. Efectivamente, lo eran.
Aterrado, el abuelo corrió a la casa de su hijo Carlos Alberto y su nuera, María Beatriz Loperena, que era contigua a la tienda familiar y se comunicaba por una puerta interior. Entró: todo estaba revuelto y sin un solo atisbo de robo. El secuestro era la única opción, pero, aun en un país en el que el runrún de los desaparecidos por motivos ideológicos por el ejército ya corría, nadie podía imaginar por qué Rivada podía haber sido objetivo de los militares.
En lo futbolístico jugaba de 7, de wing, y era tan rápido y habilidoso que la prensa local lo consideraba uno de los mejores jugadores de la zona a sus 27 años. La noche de su desaparición, en el verano austral, había jugado un partido. Había perdido contra el Estación Quequén, campeón regional, por tres a dos. Rivada estaba, quizá, en el mejor momento de su carrera.
Carlos Alberto era un profesional paradójico del deporte. Jugaba en el equipo de fútbol y en el de baloncesto del Huracán de Tres Arroyos, y en ambos deportes era uno de los mejores de la región.
En lo futbolístico jugaba de 7, de wing, y era tan rápido y habilidoso que la prensa local lo consideraba uno de los mejores jugadores de la zona a sus 27 años. Compatibilizando los dos deportes se había pagado sus estudios de Ingeniería Eléctrica y en el momento en que se lo llevaron mantenía a su familia con el fútbol, el baloncesto y una pequeña empresa de instalaciones eléctricas.
Con todo, le daba para dar una vida honrada a los niños, Diego y Josefina, y a su mujer, que se dedicaba a la labor del hogar, y para tener una furgoneta Fiat que le ayudaba en sus quehaceres.
La noche de su desaparición, en el verano austral, había jugado un partido. Había perdido contra el Estación Quequén, campeón regional, por tres a dos. Rivada estaba, quizá, en el mejor momento de su carrera.
Don Héctor comenzó entonces la persecución de fantasmas que es común en las historias de familiares desaparecidos por la Junta Militar. Se dirigió al militar de más alto rango de su zona, el comandante del V Cuerpo del Ejército de Bahía Blanca, Osvaldo René Aizpitarte, con quien llegó a entrevistarse. Le prometió que lo ayudaría, y le dio su palabra: pocas cosas más envenenadas que la palabra de un militar entonces. Don Héctor se dirigía, sin saberlo, a quien era uno de los secuestradores de su hijo, que le sonreía y consolaba.
Lo mismo, sonrisas y consuelos, recibió del capitán de navío Saúl Zenón Bolino, que también lo recibió. Menos obtuvo del presidente de la Conferencia Episcopal argentina, el cardenal Raúl Primatesta; sólo respondió por carta y con formalismos. Escribió que «en la desdichadamente exigua medida de sus posibilidades se interesará por su angustioso problema». Y le deseaba que «el Señor le bendiga y fortalezca». En esa época, el Señor parecía no estar muy del lado de las familias de las víctimas.
Pero ¿por qué se habían llevado a Rivada, si carecía de militancia política conocida desde que había regresado a su ciudad, un año y medio antes? El camino es doble. Cuando estudiaba en la Universidad de Bahía, había formado parte del Movimiento Político Estudiantil, una actividad que se había diluido con los años. A pesar de que el peligro subversivo de Rivada era anecdótico, su mención en la agenda telefónica de un antiguo compañero de instituto le convertía en merecedor del secuestro. El compañero en cuestión era José Antonio Garza, con quien también había compartido universidad, Bahía Blanca, aunque en ramas distintas. Garza apareció muerto en esa misma época en la provincia de Entre Ríos (en la frontera con Uruguay), a manos, claro está, de los militares.
La historia acaba un año y medio después de su desaparición, con don Héctor -padre de Carlos- enviando una carta al Almirante Emilio Eduardo Massera. La carta es un relato titulado «Con desesperación», en el que muestra la esquizofrenia de la relación entre los familiares de las víctimas y los militares en la época. El absoluto desconocimiento de lo que allí ocurría provocaba, por ejemplo, que don Héctor escribiera a Massera «creo en usted, a quien acudo en busca de la verdad».
Entonces, el padre de Carlos Alberto empezó a atar cabos. Apenas 15 días antes de su desaparición, Julio César Videla, un vecino de Tres Arroyos, insistió mucho, extrañamente, en estar en una cena del equipo de baloncesto de Huracán, que había ganado el título local. Acompañado de otro hombre, Videla logró estar presente en la celebración y sacó fotos de Rivada. El vecino era un delator de la policía local, militante político de ultraderecha, y su acompañante integraba el servicio de inteligencia de la Marina. El flash de aquella cámara firmó la luminosa sentencia de muerte de Rivada.
La historia acaba un año y medio después de su desaparición, con don Héctor enviando una carta al Almirante Emilio Eduardo Massera, personaje decisivo de la Junta, mano derecha del tercer Videla del relato, Jorge Rafael, presidente de la nación. La carta que el padre escribe a Massera es un relato titulado «Con desesperación», en el que muestra la esquizofrenia de la relación entre los familiares de las víctimas y los militares en la época. El absoluto desconocimiento de lo que allí ocurría provocaba, por ejemplo, que don Héctor escribiera a Massera «creo en usted, a quien acudo en busca de la verdad».
El señor Rivada habla de su desilusión con el gobierno: «Personalmente, creo que es peor no saber nada de lo que ha ocurrido a mi hijo y su esposa que tener la seguridad de que ambos han muerto», dice. Y añade: «Esta incertidumbre desgasta y mata a los padres y familiares de quienes, si de algo fueron culpables, debieron ser juzgados y condenados. Y si lo fueron sumariamente por quienes se creyeron investidos de alguna autoridad superior que se lo permitía hacer, aun en tal caso, como en la guerra ocurre con los traidores a la patria, aun así —se lo repito Almirante—, tales hechos debieron ser comunicados a quienes continuamos viviendo, si eso es lo que estamos haciendo, o muriendo lentamente».
Cierra don Héctor: «Todos parecen querer hacerme entender que debo aceptar las circunstancias y resignarme. Pero no claudicaré jamás en mi propósito de encontrar a mis hijos. ¿Qué haría usted en mi caso, Almirante?». Nunca encontró respuesta, pues murió en julio de 1982 por un paro cardíaco sin saber qué fue de su hijo y su nuera. Nunca se supo. Son los dos únicos desaparecidos de Tres Arroyos, que siguen en ese estatus, pues nunca se encontraron sus cadáveres.
Un caso más entre miles en la locura de la Junta Militar, pero prácticamente único en la historia del fútbol argentino.
*Extraído del libro Futbolistas de izquierdas. Leeme editores. 2013.