La redacción hervía. Es la sensación que tengo ahora y la que tenía en aquel momento. El estrépito de las viejas máquinas Lexikon 80, con sus teclas golpeando contra el papel en blanco; la locura de un día de cierre, con el reloj apurando para que la nota llegue a tiempo; la magia, en definitiva, del sueño cumplido: sentirme un periodista, casi de película.
La redacción de la revista El Gráfico hervía cuando se abrió la puerta de la oficina del director, justo frente a mi escritorio, apenas a un par de metros de distancia. Ceremonioso y afectado, Ernesto Cherquis Bialo hizo un ademán, llamándome. Puse un punto y aparte en lo que escribía –ni recuerdo ahora de que se trataba, pero lo sentía muy importante- y fui, pasando por encima del bolso que descansaba a un lado, con la ropa prolijamente doblada adentro y el pasaje del ómnibus La Estrella, para Puan, en uno de los bolsillos.
Era la noche del domingo 22 de diciembre de 1985, vigilia de Navidad, y no me iba a perder la oportunidad de volver a mi pueblo, para pasar las fiestas con mi familia y mis amigos, para pasear mi orgullo de pibe – con – el – sueño – realizado por las calles que me habían visto partir, apenas cuatro años antes.
Cherquis se dirigió a mí sin tutearme, tal como lo hacía cuando pretendía sumarle trascendencia a algo, rodeado por Aldo Proietto, que era el subdirector, Osvaldo Orcasitas, jefe de redacción, y José Luis Barrio, secretario de redacción. Aquello era algo importante, parecía, más allá de la exageración del director: “Mire, Arcucci, hemos estado conversando, pensando, evaluando y hemos llegado a la conclusión de que sólo usted y nadie más que usted es capaz de hacer la nota que le vamos a pedir. Se trata de una nota diferente… trascendente… fundamental”.
La búsqueda de calificativos y sinónimos era una de las características de sus discursos y en este momento lo exacerbaba. Hasta que remató: “Bueno, lo que queremos es que pase la Navidad junto con Diego Armando Maradona, que está llegando al país. Que esté con él, que nos cuente que come, que dice, que hace, que regalos recibe, que regalos da. Cómo vive él esa noche”.
Rápidamente, creí entender: no es que fuera el indicado para hacer la nota por capacidad; se trataba, simplemente, del único disponible para una tarea que nadie querría hacer, por utópica y por inoportuna: ¿quién, de los más importantes periodistas que en ese momento escribían en El Gráfico, aceptaría pasar la noche de Navidad separado de su familia, trabajando, y encima con pocas posibilidades de ser aceptado como uno más en la intimidad de los Maradona?
Para mí, implicaba que aquel bolso que descansaba junto al escritorio quedaría armado e inútil en Buenos Aires -ciudad de la que, cuando podía, huía- y que mi presencia de – pibe – exitoso – que – se – fue – y – ganó no se pasearía por Puan –pueblo al que, cuando podía, regresaba-. También, claro, se trataba de una gran oportunidad.
“¿Me dan un minuto?”, les pedí. Salí, tomé el primer teléfono, llamé a Puan, hablé con los viejos. Les expliqué la situación y les dije lo que pensaba. Me contestaron que hiciera lo que sentía. Volví a la oficina y les contesté: “Sí, la voy a hacer”.
Noté cierto alivio en ellos, como si les hubiera quitado un peso de encima. Jamás imaginaron, ni yo tampoco, que me estaban haciendo un favor.
Maradona llegaba a la Argentina, desde Nápoles, dos días después, el martes 24 de diciembre. Mi lunes fue como todos los lunes –me fascinaba tener el día libre cuando todo el mundo iba a trabajar, igual que trabajar cuando todo el mundo descansaba- y lo ocupé en prepararme para el gran momento. Y la grandeza pasaba, en todo caso, por la oportunidad periodística, no porque sintiera una particular devoción por el personaje. Personalmente, ya lo había visto a Maradona una vez, en la misma redacción de El Gráfico, apenas unos meses antes, cuando había llegado hasta allí para realizar una nota muy particular: la de su reencuentro con la revista, con la que estaba enemistado desde el Mundial de España 82. Recuerdo haberme sacado una foto con él, como todos en la redacción, pero en ningún momento se me había cruzado por la cabeza que estaba posando para la eternidad parado al lado de un mito. Y seguía pensando lo mismo poco tiempo después, cuando llegó la oportunidad de hacerle la nota, mano a mano.
Lo que no tenía pensado era con quien pasaría la noche de Navidad si las cosas no funcionaban como yo pensaba. Estaba solo, en definitiva, y eso, por aquellos tiempos, no me molestaba tanto. Confiaba en mí.
Con esa confianza intacta llegué al Aeropuerto Internacional de Ezeiza a las seis de la mañana de El Día, acompañado por el fotógrafo Julio Giustozzi, que empezó a sufrir mi ansiedad desde temprano: el vuelo de Aerolíneas Argentinas procedente de Roma aterrizaría sólo dos horas y diez minutos más tarde, cuando ya se había reunido un grupito algo mayor de periodistas, todos esperando al mismo hombre.
Cerca de las nueve de la mañana, él apareció. Lo recuerdo perfectamente. Diego Armando Maradona tenía un suéter rojo, jeans negros y cara de dormido. El resto de los periodistas lo rodeó, como un enjambre de abejas sobre la miel, y él siguió caminando al frente, sin parar, mientras contestaba. Volvería a ver esa imagen infinidad de veces, siempre desde un sitio de espectador privilegiado y a la espera de mi momento: una masa informe de piernas, brazos, cabezas, micrófonos, libretas, biromes, cámaras, luces, moviéndose como un solo cuerpo hacia donde el corazón -Maradona, en el medio, apuntado por todos- la llevara. Alguna vez ha sido grotesco, con idas y vueltas, para atrás y para adelante, con golpes, en círculos, arrastrando todo lo que se cruzara a su paso. Aquella vez, creo recordar, fue algo armónico, sereno, casi etéreo.
Cuando pude, finalmente, acercarme a él, estaba insólitamente libre. Cruzaba su brazo izquierdo por encima de los hombros de su padre, don Diego, quien desde ese momento y para siempre sería para mí la imagen perfecta de la mansedumbre. Caminé a su lado desde el centro del hall de Ezeiza hasta la salida, sintiendo yo también en la cara y en el cuerpo el peso de las miradas del resto, que se clavaban como puñales.
Sin detener la marcha, después de saludarlo y presentarme, le dije:
-Diego, tengo que pedirte algo…
-¿Qué?
-Una nota…
-Bueno, vamos a ver…
-…pasar la Navidad con vos…
-¿Qué?
-Eso, pasar la Navidad con vos y tu familia. Desde un costadito, simplemente mirando. Para contar como lo vivís.
-¿Estás loco, vos? La Navidad es mía y de mi familia… Están locos, viejo, ya no saben que hacer.
-Por favor, Diego. Te juro que no te vas a enterar que estamos ahí.
-¿Estamos? ¿Por qué estamos?
-Bueno, el fotógrafo y yo…
-No, viejo, no, basta, no.
-Diego, por favor…
-Bueno, bueno, llamame por teléfono después y vemos…
-No tengo tu teléfono, Diego.
-Anotá… Y chau, fiera, chau.
Anoté el número convencido de que ese era el pasaporte a la nota soñada. Yo también le dije chau y lo dejé irse, solo, con su viejo. Inmediatamente, sentí como mi cuerpo se liberaba del peso de las miradas y releí el número que había escrito en la libreta, satisfecho como si esa fuera la tarea cumplida.
Tan seguro y agrandado estaba que esperé a que pasara el mediodía para llamarlo por primera vez. Imaginaba la respuesta amable, vení temprano, traé champagne. Sentía la nota hecha, ya.
La respuesta al primer llamado fue “No, Diego no está” y las que siguieron tuvieron el mismo concepto, aunque con matices. “Diego está durmiendo la siesta”, “Diego se fue a visitar a un sobrino”, “Diego está jugando al paddle”, “Diego descansa”, “Diego salió”, “Diego no volvió”. Diego.
Alternativamente al número de su casa, discaba al del fotógrafo, que no era más comprensivo que los Maradona. Para él no era la nota soñada pasar una fiesta familiar con Maradona y lo único que pretendía escuchar, intuí yo, era que la nota se había suspendido definitivamente.
Diez y pico de la noche del día de Navidad. Lejos de atender al consejo en forma de reclamo y orden que llegaba de la revista -“Andá, golpeale la puerta de la casa y plantate ahí”- preferí un último intento, desde un teléfono público, aunque pensando una estrategia que nada tenía de sana y mucho de golpe bajo.
-No, Diego no está -, me respondió una voz de mujer que, mucho tiempo después reconocería como la de Claudia.
Entonces, se puso en marcha mi plan.
-Mirá, yo soy de un pueblo que se llama Puan, que está a seiscientos kilómetros de Buenos Aires, allá tengo toda mi familia. Me quedé acá exclusivamente para hacer esta nota. Y ahora me estoy quedando solo, sin fiesta familiar y sin nota… Pero, bueno, está bien, les dejo un saludo grande, que la pasen bien, un abrazo especial pa…
-A ver, esperá un segundo-, me respondió la voz femenina, comprensiva.
En la línea se hizo un silencio eterno. En realidad, se escuchaban voces, risas, ambiente de mucha gente, muy felíz.
Pasaron dos minutos, cinco, no sé. Lo que escuché después fue la inconfundible voz de Diego: “¿¡Qué te pasa, pelotudo!? ¿¡Cómo que no te fuiste a tu pueblo a pasar las fiestas con tu familia!? ¿¡Estás loco, vos?! Escuchame: eso no se hace, ni por Maradona ni por nadie… Y te digo algo, fiera: sé que me querés ablandar con esto. Pero no te voy a dar bola, ¡no te voy a dar la nota! Hoy… no te voy a dar la nota… Pero vení mañana, vení que te voy dar una nota, una nota en serio. Va a ser la nota más importante que jamás hayas hecho… Vení a las once, acá, a la casa de mis viejos, ¿sabés dónde es?
-Sí, en Devoto.
-Sí, fiera, en Devoto pero del lado de afuera… Chau, feliz Navidad.
-Feliz Navidad, Diego. Gracias.
Al día siguiente, martes 25 de diciembre, me instalé frente a la casona de la calle Cantilo, en Villa Devoto, mucho antes de las once de la mañana. Sentado en el Citroen del fotógrafo -que por lo menos había podido pasar la noche de fiesta con los suyos y por eso, creo, sonreía- esperé más de tres horas para ser puntual. Y a la hora señalada, ni un minuto antes ni un minuto después, toqué el timbre.
Me atendió Claudia: “¿Qué hacés, plomo?”, me saludó por primera vez de la manera que repetiría tantas durante tanto tiempo. Entré y no salí hasta las once de la noche. Compartimos un asado, obra de don Diego, y charlamos un rato largo, sentados en el jardín, junto a la pileta, sobre el piso verde de césped sintético. Hablamos de la Navidad, de las Navidades de su infancia, y de una lesión circunstancial. El estaba vestido con una remera y un pantalón azules, y calzaba ojotas. Todo Puma, la marca de la que él era la cara oficial. Recuerdo que no cambió el tono cuando nos sentamos a hacer la entrevista. Como era con los suyos, en la intimidad, así hablaba para la nota. Sin cassette. Estaba en la plenitud de su carrera. El Napoli, su Napoli, ya no era el equipo pobre del sur. Por él, le peleaba de igual a igual a los poderosos del norte italiano, a la Juve, al Milan.
Así y todo, aunque era puro fibra, la panza maradoniana se le dibujaba debajo de la remera, naciendo justo debajo del último botón del cuello y exagerada por su gesto: los brazos abiertos, a los lados, terminando con un pote de helado y una cucharita, respectivamente, en cada una de las manos, para acompañar cada definición, cada respuesta tipo puñalada.
Para las fotos, posó con su mamá, la Tota, brindando con copas de champagne llenas de agua delante del arbolito que ya entraba en proceso de desarme.
En la revista no se quedaron nada contentos con la nota; ellos querían la noche misma de Navidad, a cualquier costo. Y yo, aunque cuando releo la nota siento que podría haber sido infinitamente mejor, estaba feliz: había compartido la intimidad de Maradona sin invadirlo, había respetado sus tiempos sin que perjudicara los míos; sabía que, seguramente por eso, las puertas de la casa Maradona estaban abiertas por siempre para mí.
*Del Libro Conocer al Diego – Editorial Planeta 2001