Hay muchas maneras de llegar a un grande. Puedes hacerlo por la puerta grande, siendo un futbolista célebre, contrastado, caro, guapo y, a poder ser, seguidor del club desde niño. Otra opción es hacerlo directamente dando una hostia en la mesa, como Samuel Eto’o en Barcelona, que con su “voy a correr como un negro para cobrar como un blanco” dejó ya el primer día a todos los culés alterados, buscando la frase en una canción de Chuck D. También los hay más modositos, claro. Ahí está el caso de James Rodríguez, que cuando ya se había enfundado la camiseta del Real Madrid dijo que le pedía a Dios “sabiduría para afrontarlo todo”, como si se temiese que para triunfar en ese club no bastaría con meter gol, sino que también iba a ser necesario aprenderse de memoria algunos sonetos de Quevedo.
Existen muchos modos de aterrizar en un grande. Los hay de todos los colores. El más raro, tal vez, sea el de hacerlo en silencio, como si te hubieras colado en el jardín del vecino y no quisieras despertarle al perro. Hablamos de jugadores de perfil medio, que por lo general no le han costado al equipo más de 15 millones, que todavía no se han teñido el pelo y que en su mayoría son jóvenes; chicos prometedores que se supone que tarde o temprano van a explotar. Victor Moses, al firmar su contrato con el Chelsea en 2012, cumplía con ese estándar. La primera vez que pisó las oficinas de Stamford Bridge, se presentó como un veinteañero comedido: tejanos apretados, brazos cruzados, espaldas en su sitio y media sonrisa tierna, de emborracharse solo los sábados. Su mayor aval entonces era haber despuntado en las anteriores campañas en el modesto Wigan, con el que había debutado en la Premier de la mano de Roberto Martínez.
No fue casual que Moses protagonizara esa forma de entrar en una entidad de prestigio. O eso creo. Hay tipos que se echan el silencio encima por voluntad propia, sin necesidad que alguien previamente les haya mandado a callar. La mudez, en el fondo, es un abrigo precioso, del que solo te desprendes cuando llegas a casa y ya no hay motivos para seguir fingiendo. No hables, decía Borges, a menos que puedas mejorar el silencio.
Observándole desde la distancia, uno tiene la sensación de que Moses ha hecho un pacto con el silencio. Un pacto férreo, forrado con cemento. De hecho, su eclosión definitiva en el Chelsea -ratificada con el premio a mejor jugador del mes de noviembre en la liga inglesa- no ha sido para nada estridente. Más bien todo lo contrario. Ha sido sutil e incluso yo diría que un poco fría, al estilo de esos disparos que salen despedidos de una pistola con silenciador, afónicos pero letales. Moses entró en el once de Antonio Conte como consecuencia directa del cambio que vivió el equipo con la introducción de la línea de tres centrales. Su primera titularidad de la temporada coincidió con el primer partido en el que el entrenador italiano prescindió del 4-1-4-1 que había empleado hasta entonces. Anclado en el carril derecho, casi a la misma altura que los interiores, sus actuaciones fueron notorias desde el inicio, aunque quedaron parcialmente ensombrecidas por los muchos elogios que se llevó el nuevo dibujo táctico en sí mismo. Pero no hubo problema. No para Moses, acostumbrado a sentirse cómodo en ambientes opacos. Desde esa posición de confort, su figura ha ido creciendo. Se cierra con obediencia, sale al cruce con el ímpetu de un bóvido, hace profundo el campo cuando es necesario y todavía se guarda energía para acompañar las contras y cerrar las jugadas. Es tal el grado de aplicación de Moses que, pese a haber salido cedido tres veces en busca de minutos, parece como si llevara mucho más tiempo teñido de ‘blue’, desde la época de Cech, Lampard, Drogba y compañía.
Conte también ha sabido apreciarlo. Demasiado ocupado lidiando con personalidades más fogosas como la de Diego Costa, para el técnico es un respiro que a su causa se sumen peones discretos, obedientes, dispuestos a desenvolverse con orden y sigilo. Un sigilo que, en Moses, es un modo de vida. El mundo le enseñó pronto que había que hablar poco y digerir rápido. A los 11 años, las balas se llevaron a sus padres. Todavía vivían juntos en Kaduna, Nigeria, cuando el gobierno del país impuso por norma el estricto cumplimiento de la ley islámica. En una sociedad partida en dos por la religión (los islámicos solo representaban algo más del 50% de la población), una medida política como esa desembocó en un espiral de trifulcas violentas. Sus padres, de fe cristiana, fueron asesinados en una de ellas. A Moses la noticia se la dio su tío, cuando este lo fue a buscar inmediatamente después de la tragedia a un partido que estaba jugando en la calle.
A los pocos días, lo subieron a un avión y se lo llevaron a Inglaterra, lejos del ruido y de los horrores. Moses empezó a entrenar en las categorías inferiores del Crystal Palace. Lo primero que apuntaron sus formadores es que parecía un chico mustio, de pocas palabras. Su personalidad solo se dejaba entrever en gestos vacuos, insuficientes. Un día, sin embargo, el misterio se esfumó. Moses eligió con quién confesarse y, a susurros, le fue narrando todo lo que le había sucedido. Al acabar, volvió a callarse, como una de esas flores hermosas que cierran sus pétalos cuando las golpea el viento.
-Artículo publicado en la muy recomendable revista española Panenka