-Poneme, José, no te vas a arrepentir.
-No sé, no estoy muy seguro de ponerte, no te entrenaste bien en la semana. La verdad es que no sé, pero me parece que me voy a decidir por Curioni.
-Si me ponés, te juro que te salvo. En serio, José. Te salvo.
-Ta bien, pero si no me salvás, te juro que te cago a trompadas.
“José” era José María Silvero, el director técnico de Boca en 1970. Y el pedido que le hacía Rojitas, Ángel Clemente Rojas, tenía lugar en La Candela, la enorme quinta ubicada en San Justo, cerca de la Ruta 3, donde se concentraba el equipo xeneize. Era la tarde del 23 de diciembre de 1970, horas antes del partido final del Campeonato Nacional: Boca enfrentaba a Central en la cancha de River.
Rojitas y Silvero se conocían muy bien. Siete años atrás, cuando el delantero debutaba en la primera de Boca y Silvero era el marcador central, el hincha se sentía en el cielo con esa defensa sólida que empezaba en el arquero Antonio Roma y continuaba en Simeone, Marzolini y Orlando. Por entonces, Rojitas -surgido de los potreros de Sarandí, 18 años radiantes- los trataba a casi todos esos monstruos sagrados de “usted”. Y aceptaba apagar el cigarrillo cuando Antonio Ubaldo Rattin se aproximaba a la habitación que ambos compartían. O, mejor dicho, en la que habían puesto al pibe Rojas para que el Rata lo cuidara. Rojitas y Silvero habían ganado dos títulos juntos, en 1964 y 1965, un par de años antes que Silvero colgara los viejos botines negros y se convirtiera en técnico de Boca. El micro avanzaba por el Camino de Cintura para conectar con General Paz, y de allí derechito hasta el Montunental, cuando Silvero se acercó al asiento de Rojitas y le reiteró aquella frase pronunciada un par de horas antes:
-Acordate, si no me salvás, te cago a trompadas.
Varios jugadores de aquel plantel dan fe de ese diálogo. Y cuentan que estaban seguros de ambas cosas: Silvero podía pegar piñas, y Rojitas podía salvar a todos, al técnico y a sus compañeros.
El partido se habla puesto chivo de golpe. El equipo rosarino no jugaba bien y no era superior a Boca, pero al término del primer tiempo ganaba 1-0 con un gol de carambola, un rebote que Landucci mandó al fondo del arco ante la salida apurada de Roma. Boca se adueñó de la pelota en el segundo tiempo, acorraló a Central en su campo y gestó varias jugadas de peligro, pero la pelota no entraba. Hasta que, los 36 minutos de ese segundo tiempo que los rosarinos querían terminar ahí mismo, Rojitas pisó la bocha cerca del área, amagó dos veces, abrió un hueco en la defensa de Central, pateó fuerte al palo derecho y empató el partido.
El hada y el potrero
En aquel 1963 lejano, Rojitas era simplemente Rojas para los diarios y revistas deportivas. Recién empezó a ser Rojitas al año siguiente, cuando llegó Alfredo Rojas, El Tanque, grandote y goleador, que venía de Gimnasia de La Plata. El más chiquito ligó entonces el diminutivo para su apellido. Antes, como ese 19 de mayo de 1963 en que debutó en la Primera ante Vélez, era simplemente Rojas, cuando tenía la camiseta azul y oro puesta, y El Pelado para sus amigos, vecinos y rivales de las canchas de la zona sur, en donde gastaba la pelota ante rivales que se llamaban Perfumo, Santoro, Bernao, Panadero Díaz, y que integrarían también, en otros equipos, aquella galería futbolera de los 60. Rojitas tuvo una irrupción centelleante, como un rayo en la oscuridad de un fútbol en donde comenzaban a escasear los habilidosos. Era flaquito y esmirriado, pero tenía una cintura que los rivales pensaban poseída por el demonio, y los de Boca no podían creer que jugara para ellos: pisada y amague, cintura y cintura, los rivales pasaban de largo, la gente enloquecía, un nuevo ídolo tomaba cuerpo y forma en esa camiseta con la número 8 ó la 9 en la espalda. Ese 1963 mágico sería la antesala de la gloria, o de Devoto. Devoto, precisamente así se llamaba un jugador de Huracán que lo partió al medio en 1964 y lo sacó de las canchas durante casi todo ese año. Y en 1965, la magia volvió en todo su esplendor, más maduro, más fuerte, decisivo en los partidos decisivos, y Boca se llevó un nuevo campeonato, con muy buenos partidos de un Rojitas que también era convocado a la Selección Nacional que jugaba las eliminatorias para el Mundial 1966.
Fútbol y noche
Tenía sus razones el técnico Silvero para “apretar” a Rojitas, que en 1966 cayó hasta besar la lona, y que en 1967 tocó fondo. Mucha noche, copas, amigotes. Y peleas con Alberto J. Armando, el presidente de Boca de aquellos años, en que junto con su colega Liberti, de River, quisieron fundar el “fútbol espectáculo”, es decir, articular los negocios con Boca y River como bastoneros. Para eso faltaba un poco, aún. Pero, como todo, llega: Menem, TyC y Julio Grondona redondearían esa idea en los 90 y la convertirían en guita al contado, con algo que repartir para el resto de los clubes. En 1968, El Pelado volvía a vivir en zona conocida, en una casa de Villa Domínico Y con eso renacían las esperanzas de recuperar a un jugador extraordinario después de su incursión por las luces malas del centro, o de Flores, en donde Boca le había comprado un departamento, en Yerbal y Caracas, dos meses después del debut mágico.
Y volver al barrio pareció un buen punto de partida, o de refundación del propio Rojitas, que tuvo muy buenos partidos y una extraordinaria actuación ante River en La Bombonera, 3 a 1 en una tarde lluviosa y gris, en donde él y Pianetti bailaron a La Banda. En 1969, fue vital para ganar el campeonato Nacional. Ese año no había comenzado bien para Rojitas, con la llegada de Alfredo Di Stéfano a la dirección técnica de Boca, un extraordinario jugador con pasado en River y con gloria en el Real Madrid, que llegaba para imponer trabajo y trabajo en un plantel demasiado relajado: jugar en Boca parecía le cima para muchos jugadores, y se empezaban e olvidar de ganar campeonatos. El entrenador había dicho que no tendría en cuenta a Rojitas, aunque algunos allegados contaron después que ésa era una fórmula para que el jugador se entrenara a la par de sus compañeros, y no como había sucedido en los años anteriores, tarde, mal y nunca. Sea como fuere, un jugador de los más experimentados y duros del plantel le comentó uno de esos días a Di Stefáno su preocupación por esa posible decisión con palabras como éstas: “Sabe, gracias a Rojas los jugadores de este plantel tenemos buenas casas, autos, buenos colegios para los pibes. Si usted nos asegura eso sin Rojitas, podemos hablar”. Nunca se sabrá si esos argumentos o el cambio de actitud de Rojitas fueron la razón de su titularidad ese año, pero el gran habilidoso trocó en un jugador distinto, tal vez con menos brillo, más jugador de equipo, con más potencia y entrega. Y fue fundamental en el Nacional del 69, que Boca ganó en forma brillante con apenas un partido perdido, una velocidad que revolucionó al lento fútbol de entonces y enormes individualidades: Rojitas (goleador del equipo), Madurga, Marzolini, Orlando Medina, Ponce, Peña y Novello, hasta que una lesión lo dejó afuera del campeonato y casi de su prominente carrera de futbolista.
Noche de fútbol
En el Metro 70, Boca se tomó unas cortas vacaciones, para volver a ser en el Nacional de ese año otra vez un equipo con buen fútbol, poder ofensivo y defensa confiable. Ganó su zona con comodidad, pasó a un buen Chacarita (campeón en el 69) en la semifinal y esperó la final con Rosario Central con cierta tranquilidad. Que fue quebrada esa tarde del 23 de diciembre en La Candela cuando Silvero condicionó su participación a que “lo salvara”, como cuando era el pibe que Pedernera llevó a la Primera. Rojitas sabía de esas situaciones que se resolvían con apiladas, como se le llamaba entonces a una sucesión de gambetas. El 75% de la cancha de River copada por hinchas de Boca empujaba al equipo, pero fue Rojitas el que destrabó el nudo con esa jugada a los 36 minutos del segundo tiempo, empató el partido en uno, y forzó el alargue de 30. En el festejo del gol, le recordó a Silvero la resultante del diálogo de esa tarde:
-Te salvé, José; te salvé, hijo de puta.
Boca se quedó con el título tras un gol de cabeza de Coch, escaso metro 60, para desatar otra alegría azul y oro. Esa madrugada, los mismos amigos que lo llamaban Pelado desde que era chico lo encontraron de escabio en una confitería de Avellaneda, a puro festejo. El recreo, esta vez, estaba justificado. Lo que siguió fue un poco más triste, en especial porque el tiempo no permitió el reencuentro entre la hinchada que tanto lo amaba y el ídolo a toda prueba. En la Copa Libertadores siguiente Boca tenía muy complicada su clasificación en primera ronda y definía con Sporting Cristal en La Boca.
Eran tiempos de buenos jugadores y buenos equipos peruanos, el partido estaba 2 a 2, faltaban pocos minutos para el final y Boca se quedaba afuera. Rojitas perdía la pelota entrando al área, dejó la planchita, los peruanos reaccionaron a patada limpia, los de Boca le respondieron y fueron expulsados 21 jugadores por el árbitro. Algunos jugadores de Boca terminaron presos y Armando nunca perdonó esa noche negra. Hubo, un par de meses después, en junio de 1971, una tarde de resurrección, un jueves de Corpus Christi cuando esos días eran feriados, contra River en cancha de Racing. En el segundo tiempo, los millo ganaban 3-1 y se floreaban. Rojitas hizo un gol a los 42 y otro a los 44. Fue 3-3. Y tal vez fue la última de Rojitas en Boca, una yapa para guardar en el cajoncito en donde se guardan las figuritas, el yo-yo, las bolitas y los autitos Matchbox. Después vino una letanía que tuvo las camisetas de Deportivo Municipal de Lima; Racing, Lanús, Argentino de Quilmes. Pero eso es otra historia que ya no tiene que ver con aquel romance que sólo se nombra cuando se habla de un amor eterno: el de la hinchada de Boca y Rojitas.
Publicada originalmente en UN CAÑO #14 – Octubre 2006