Hay momentos del juego en que los lujos son antipáticos. Hasta el más adepto al fútbol ornamental, a los malabares que no suman pero endulzan, debe aceptar que en determinadas circunstancias (cuando tu equipo golea, por ejemplo) es de buena educación ser austeros. No digo renunciar a meter goles; conservar la ambición denota respeto por el rival. Hablo de, ya saben, divertirse cuando es fácil. Hacer lo que hace, muy a menudo, Romerito, el paraguayo de Racing, que tiene apostura de crack, pegada de crack, habilidad de crack y cabeza de chorlito. No siempre interpreta los tiempos diversos del partido y además suele confundir jugar bien con florearse. Es un futbolista con mentalidad de torero. Y, por consiguiente, no es raro que desquicie a los rivales. Prefiero el temple de Zidane, que la picó en un penal, con el resultado 0 a 0, en la final de un Mundial. Tocar bellas notas cuando se hunde el barco, como la orquesta del Titanic: eso es verdadero amor al arte.
Sin embargo, no creo que el penal ejecutado colectivamente por el Barcelona (pase de Messi a Neymar; gol de Suárez) tenga que ver con una actitud provocativa. En principio, porque, como reconoció el propio Berizzo, entrenador del Celta, equipo supuestamente ofendido por esta ocurrencia, Barcelona ha dado sobradas demostraciones de que prefiere la masacre a la diversión. Es decir, su profesionalismo es tal, que los tipos juegan de espaldas al resultado. Y son igual de “voraces” (palabra muy atinada de Berizzo) cuando van empatando, ganando por paliza o perdiendo. Si algo no le ha faltado jamás a Barcelona es seriedad. ¿Por qué de pronto habrían de tornarse sarcásticos con un adversario muy inferior?
Lo que quizá sucede es que, lejos de intentar mofarse del equipo que se coloca enfrente, los jugadores de Barcelona están tratando de expandir las posibilidades de un juego en el que encuentran pocos desafíos. Exprimir algunas licencias reglamentarias (hacer un pase en el penal) sería un modo de combatir el tedio al que los obliga su propia opulencia. Son cuitas de ricos. En una liga en la que son contados los oponentes que les hacen fuerza (a la mayoría los trituran sin esfuerzo), debe costar mantener los estímulos.
Podrá pensarse que el aburrimiento (de los poderosos) es un mal menor de la desigualdad que aqueja tanto al mundo como a las ligas de fútbol de Europa. Cierto. El problema recrudecería si, después de los jugadores, que gozan del incentivo de sus cuentas bancarias exultantes, comenzara a hastiarse el público, más tarde las empresas que patrocinan el show y así sucesivamente como en el poema famoso que le atribuyen a Bertolt Brecht y que nunca escribió. Suena a escenario apocalíptico, pero es una proyección posible dentro de una competencia en la que, precisamente, resulta imposible competir por la escandalosa disparidad de los participantes.
De todos modos, si enfocamos el medio vaso lleno, es alentador que atletas saciados como Messi, al que no le queda record por demoler y, las más de las veces, sale a la cancha con la certeza de que ganará holgadamente, exija algo más de sí y de sus eximios compañeros. Es difícil subir la vara de un equipo perfecto, pero la asunción de estos mínimos riesgos (¿o debo decir recreos?) indica que el éxito invariable aún no los ha automatizado en forma definitiva.