En los últimos tiempos, las canciones de cancha suelen ser agresivas, discriminatorias y bastante desagradables en cuanto a su mensaje. Además, suelen referir –para mi gusto, equivocadamente- mucho más al rival que al equipo propio. Es decir: la masa de hinchas se dedica más a pasar un mensaje macabro o a recordar una desgracia del clásico oponente que a alentar a sus jugadores y a confirmar la fidelidad por sus colores.
El mal es general, y podrían nombrarse mil ejemplos: unos que les dicen a los otros que no existen o que se fueron a la B o que son amargos o que tienen una hinchada compuesta por nacionalidades o religiones supuestamente poco deseables, o que tiran piedras o que “no se plantaron”. Si uno señala esta cuestión, recibe la dudosa sentencia justificatoria de que hoy todo es así. Y es un poco cierto.
Sin embargo hay un caso que resulta particularmente perturbador. Se trata del tema que la hinchada de River suele cantar domingo tras domingo. Me refiero a la siguiente estrofa, con la música del tema de León Gieco “Sólo le pido a Dios”:
Sólo le pido a Dios
Que se mueran todos los bosteros
Que se mueran para siempre,
Para toda la alegría de la gente
Dejemos de lado esta última frase, totalmente inexplicable que emula el “toda la pobre inocencia de la gente” de la versión original (¿qué quiere decir “para toda la alegría de la gente”? ¿Cómo se aplica ese “para”? ¿Cuál sería “toda la alegría”? ¿Y de qué gente? ¿Quizá se quiera decir “para la alegría de toda la gente”?) y centrémonos en lo esencial, lo que realmente distingue a este cántico de cualquier otro: la tranquilidad, la calma, la falta de conflicto, la falta de oponente. El pedido liso de exterminio rival a una fuerza trascendente. Dios: que se mueran. Todos.
Normalmente un hincha amenaza a otro, lo invita a cagarse a tiros en una esquina o lo cataloga de botón, cagón, puto, boliviano o cualquier adjetivo que considere despectivo para descalificarlo. Pero lo hace en franca confrontación con un sujeto. Vos, gallina, te vamo’ a matar. Eh, Pirata, no existís. Bicho horrible, te sacamos los trapos. Básicamente, la canción anuncia una acción posterior o anterior. Una acción que normalmente sólo llevarían adelante los barras, por intereses particulares que van mucho más allá de la pasión real por un club. Un cuchillazo o un robo de bandera, algo así.
Lo bueno de que exista esa barrera es que el hincha tiene la posibilidad de diferenciarse específicamente de la acción. Puede no ir a quemarle el micro a Tigre. Y estar tranquilo con su conciencia.
La canción riverplatense tiene algo macabro porque la hinchada, como conjunto, desea que se mueran todos los bosteros. Y se lo ruega a una figura todopoderosa que no requiere más que eso: una plegaria, una oración. La acción es el deseo mismo. El hincha y el barra y todos están deseando muerte masiva, desaparición. Exterminio. Se lo piden a Dios. Fríamente. Con toda lógica. Con todo dominio de sí mismos. Por favor, matalos.Diosito, liquidalos. Sin agarrarse los huevos. Solo cantando. Muerte gratis para todos. Por bosteros.
Pero con la canción riverplatense sucede otra cosa. Tiene algo macabro porque la hinchada, como conjunto, desea. En este caso es un deseo mortuorio generalista. Que se mueran todos los bosteros. Y se lo ruega a una figura todopoderosa que no requiere más que eso: una plegaria, una oración. La acción es el deseo mismo. El hincha y el barra y todos están deseando muerte masiva, desaparición. Exterminio. Se lo piden a Dios. Fríamente. Con toda lógica. Con todo dominio de sí mismos. Por favor, matalos. Se desligan de la acción, la tercerizan. Apenas ordenan, apenas piden y esperan. Diosito, liquidalos. Sin agarrarse los huevos. Solo cantando. Muerte gratis para todos. Por bosteros.
Para colmo, se agrega un pedido tremendamente feroz, aunque ilógico por redundante: que se mueran para siempre. Y sí, normalmente si alguien muere, muere para siempre. Pero acá la crueldad no quiere dejar ninguna duda. Que no vuelvan más. Que no molesten con su presencia. Que se mueran. Para siempre.
Lógicamente, es difícil que el simpatizante sea realmente consciente de lo que está cantando. Lo canta porque se canta. Porque lo están cantando. Porque hay que cantar. Sin embargo ese dejarse llevar y ese pedido liviano de algo tan cruel como un holocausto encabezado por el dedo ajusticiador de Dios recuerda un poco a las consignas de la propaganda nazi.
Tras la Segunda Guerra Mundial, la filósofa Hannah Arendt catalogó como “la banalidad del mal” la posibilidad de cumplir tareas intermedias en el enorme aparato nacionalsocialista dedicado al exterminio sistemático de judíos, gitanos, negros, homosexuales y básicamente cualquier persona que el régimen de Hitler considerara poco adecuada para continuar con la mejora de la raza.
Según Arendt, gente sin signos específicos de maldad, sin una personalidad particularmente maligna, ejercía rutinas que parecían inofensivas –apretar un botón, girar una manivela, manejar un camión- pero que en realidad terminaban siendo parte del sistema letal cuando se evaluaban en contexto y en conjunto: giraban la manivela que liberaba gas en una cámara, manejaban el camión que trasladaba prisioneros en los campos de concentración.
De una manera distinta, los hinchas que le piden a Dios la muerte de los bosteros parecen no darse cuenta de lo que cantan. Banalizan el mal de sus palabras. No piensan en la muerte real de todo hincha de Boca. Y no lo hacen porque la generalización posiblemente incluya parientes y amigos que no quieren ver muertos. Sin embargo cantan. Incluso diría que ni siquiera piensan seriamente que la desaparición de su archirrival los dejaría rengos de identidad. Pero quizá ése sea otro tema.
Lo peor de todo es que usan una canción que parece pensada para solicitar mejoras y bondad. Sólo le pido a Dios que el dolor, el engaño, la guerra, lo injusto, el futuro no me sean indiferentes y que la reseca muerte no me encuentre vacío y solo, sin haber hecho lo suficiente. Hermoso pedido. Los hinchas de Independiente hacían un uso positivo de esa encomienda divina: le pedían a Dios que Bochini jugara para siempre, siempre para Independiente, para la alegría de su gente. Si vas a ponerlo a laburar, que sea en esas cosas: en evitar la indiferencia hacia el dolor y en perpetuar a Bochini.
Fíjense qué lindo por partida triple: hablaban de un jugador propio; lejos de insultarlo o apretarlo o reclamarle que trabe con pierna fuerte, pedían que no se retirara nunca; y además deseaban que esa carrera eterna la pudieran presenciar desde bien cerquita en esa misma tribuna, que el ídolo identificado no se fuera jamás del club. Le pedían a Dios que el Bocha se quedara. Para siempre (un “para siempre” que sí tiene sentido).
Ése es el tipo de canciones que sería bello escuchar todavía. Posiblemente aquellos muchachos de los ’80 tampoco entendían bien las consecuencias de ese pedido bochinesco y amoroso, pero el pedido es sano. Es precioso. La banalidad del bien. La inocencia de querer siempre a papá, a mamá, a un hermano, al club, a los colores, a Bochini. Aunque no esté muy seguro de lo que digo. Aunque después ya no lo quiera.
Ojalá hoy se cantaran esas cosas en la cancha.
Sin embargo acá andamos, preguntando por qué un marido insensible prefiere vociferar junto a su hijo una prédica para la muerte masiva, inmediata e irremediable de los bosteros archirrivales, sin pensar en el significado real de la tragedia, sin pensar en lo que significa de verdad la muerte o en que su mujer -a la que no le gusta demasiado el fútbol- es hincha de Boca por fidelidad a su abuelo. Recibimos la dudosa respuesta justificatoria de que hoy todo es así. Y es un poco cierto.