Una de las últimas detonaciones fue la agresión al árbitro asistente Horacio Herrero, que obligó a suspender el partido entre Colón y Vélez. La indignación se concentró en la anécdota. Si se quiere en la precisión del hincha que, luego de padecer los puños de un colega, fue retirado rumbo a la comisaría. Porque si el encendedor pasaba a, digamos, 5 centímetros del juez de línea (habría sido un gran tiro de todos modos), el partido no se habría suspendido y el episodio que trepó a los títulos de los diarios con la tipografía de los escándalos se habría perdido en la trama de desmesuras que todos consentimos.
Digámoslo de una vez: todos estamos de acuerdo con la violencia. Antes de seguir despotricando como fariseos, retrocedamos hasta ese punto. Luego, sí, discutamos los matices. Esto es, qué grado de violencia estamos dispuestos a tolerar y, en todo caso, a acompañar. Que nos fastidie la interrupción de un partido no dice demasiado de nuestra voluntad pacifista.
Una posibilidad es que, en tanto el juego continúe, no lo consideremos violencia. También podemos evitarnos el rictus reflexivo y los adjetivos de indignación mientras no haya sangre. O mientras no participe la barra brava. O mientras la policía no utilice su armamento. En fin, las variantes son muchas y creo que ya rigen. Sólo que no las hacemos expresas, no somos sinceros. ¿El proyectil que noquea a un juez de línea es más violento que la trompada que se liga un hincha? ¿Los insultos reiterados como latiguillo de tortura hacia un futbolista son más respetables que un cantito racista? ¿Las apretadas delos plateístas a los infiltrados visitantes tienen mayores atenuantes que las de Rafa Di Zeo? Raúl Gámez, ex barrabrava y ex presidente de Vélez con aspiraciones de conducir la AFA, suele decir que las peleas en sus tiempos de hincha pesado, por haber sido a puño limpio y esporádicas, no tienen punto de comparación con los enfrentamientos de la actualidad. Se trata de un esbozo de escala: la pelea, digamos, romántica, podría ser aceptable. Una consecuencia de la adrenalina liberada en la tribuna, un desborde que formaría parte de la identidad del hincha bien nacido. Cosa de hombres.
Ningún periodista, ni siquiera el más grandilocuente, llamaría violencia a las escupidas que reciben los jugadores que se arriman a la hinchada enemiga, pero lo son. Nadie denuncia que la policía endereza a bastonazos la fila de público que espera para entrar a la cancha. También es uso y costumbre, no violencia. ¿Qué hay de los cantos de amenaza de muerte o del recuerdo jactancioso de batallas escritas con sangre de los participan por igual los muchachos del paraavalanchas y los honorables señores que pagan su platea? ¿Es color dominguero?
Me temo que la violencia que no tomamos por tal ha pasado por un diluyente que solemos denominar, sin discriminaciones, “pasión”. Un indiscutible valor que se invoca tanto para promocionar cerveza como para disfrazar la intemperancia y la crueldad. Pues bien, la “pasión” que nos distingue, que hace de nuestro fútbol un espectáculo vibrante y un atractivo turístico (soportar el maltrato policial es parte de ese “aguante”). Sin estos ingredientes nos quedaríamos sin el patrimonio popular que nos enorgullece. La fiesta perdería su razón de ser. Y se agitarían como pesadillas las imágenes de estadios europeos, desprovistos de alambrados, donde un público mustio, sis abandonar nunca su butaca, a lo sumo grita y aplaude cuando hay un gol. Y que, en el colmo de la furia, tilda de “arbitrucho”, como en España, al juez que perjudica a su equipo. No. Nosotros no queremos esa tibieza, esa inocencia de aldeanos. Así que dispongámonos a afrontar los costos o, por lo menos, a llamar a las cosas por su nombre.
Publicado en Revista Un Caño N°14 – Octubre de 2006.